El mundo de ayer

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Gustavo Adolfo Medina Izquierdo es economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis.

“Europa, nuestra patria, por la que habíamos vivido, sería devastada más allá de nuestras propias vidas. Comenzaba algo diferente, una época nueva, pero ¡cuántos infiernos y purgatorios había que recorrer todavía!”

Stefan Zweig

Aunque cada vez resulta mucho más difícil de entender, y yo diría que hasta de creer, después de siete largos y angustiosos años de profunda recesión, de recetas económicas perversas y suicidas, de políticas erráticas y equivocadas, de deterioro social, institucional y económico; en definitiva, después de siete larguísimos y angustiosos años de contumaz, programada e incesante aniquilación de los cimientos sobre los que, con el esfuerzo de generaciones y generaciones de europeos, se ha construido el modelo de convivencia más avanzado, solidario y respetuoso con los derechos civiles y económicos que la historia de la humanidad recuerda; muy a pesar de todo ello, todavía quedan gestores de lo público, empresarios y hasta no pocos economistas, yo diría que incluso sobre todo economistas, que continúan defendiendo la austeridad, y todo lo que la austeridad supone y conlleva, como la única salida razonable y posible a los enquistados males que aquejan a ese enfermo terminal que, de momento y de forma crecientemente preocupante es, a fecha de hoy, nuestra vieja y querida Europa.

Da la impresión de que, para los defensores de la ortodoxia económica más clásica, la contundencia de determinadas evidencias no es motivo suficiente para hacerles caer en el desánimo. Muy al contrario, para estos tecnócratas e intelectuales de corte conservador la adversidad más bien parece un acicate, una especie de poderosa y magnética razón para militar, si cabe con mayor vehemencia, en un batallón que lleva enarbolando la bandera del sufrimiento-eso sí, nunca el suyo propio-cerca ya de doscientos cincuenta años.

En cualquier caso, la perseverancia de estos popes de un academicismo ramplón y tercermundista, en gran parte de su ideario ético y social, no pasaría de ser una simple anécdota si no fuera porque estos tozudos defensores a ultranza de un paradigma y una forma de entender la economía que no sólo en este “aquí y ahora” sino tristemente en demasiados “aquí y entonces” se ha revelado como profundamente dañino e ineficaz en términos de bienestar general, disponen de poder suficiente como para continuar sembrando de palos las ruedas del progreso y torpedeando sistemáticamente todo lo que no nos subyugue, no nos someta y no nos obligue a arrastrarnos como penitentes bajo el peso de la cruz de nuestros, a su siempre sombrío juicio, imperdonables excesos keynesianos pasados.

Se les puede negar en muchos aspectos. Podemos cuestionarles en otros tantos. Pero lo que en ningún caso se les debe discutir es la absoluta e inquebrantable fe que demuestran tener en su doctrina. Y es precisamente esa fe, o dicho de forma mucho más precisa, la defensa de la inmutabilidad del orden natural que con tanto fervor patrocinan lo que hace de estos próceres de la verdad económica revelada un corpúsculo ideológico y político terriblemente peligroso y desestabilizador para el presente y el futuro de Europa. Ahí están estos últimos cuatro años de despropósito continuo para dar cuenta de ello.

Porque, sin lugar a dudas, ha sido precisamente desde que se inició la crisis de la deuda en Europa cuando más se ha puesto de manifiesto que los sacerdotes del economicismo neoliberal, a quienes más acertadamente cabría calificar como economísticos que como economistas, con el inefable Schäuble como sumo pontífice a la cabeza, han instaurado una suerte de Santo Oficio económico, que bajo la bendición y la cobertura de esos poderes opacos, transversales y omnipresentes a los que con más temor que reverencia denominamos mercados, y sin ley o principio democrático que los contenga, ha conseguido primero conquistar y después someter el corazón institucional y político de los principales centros de poder en el viejo continente, cercenando cualquier atisbo de regeneración o cambio y toda posibilidad de rebeldía, e inaugurando así una época oscura, medieval, inhóspita e inquietante que nos está llevando de vuelta a un pasado de divisiones, vasallajes y señoríos de no muy buen recuerdo para quienes aún retenemos en la memoria las principales lecciones de la Historia.

Durante cerca de cincuenta años los europeos demostramos saber de dónde venimos y, sobre todo, a dónde no queremos volver. En todo momento hemos dado la impresión de tener muy presente la sabia advertencia de Santayana respecto a los peligros que entraña olvidarse del pasado, si no se quiere caer en él de nuevo. El proceso de construcción europeo es la más fehaciente prueba de la inteligencia colectiva con la que se ha actuado hasta principios del siglo XXI. Sin embargo la crisis ha servido y está sirviendo de coartada a unos pocos para vindicar un modo de gestionar y de dirigir Europa que no hace otra cosa sino ir en su contra. El interés de clase se impone al interés de nación y, en aras de ese interés, se ideologizan las propuestas y se estigmatizan los hechos condenando a Europa a caminar camino de su propio cadalso.

Y aunque los pueblos sin pasado son también pueblos sin futuro, eso no parece ser una objeción para los gurús de la desregulación sin límites y del capitalismo de casino y pandereta. En ningún caso, sean cuales fueren las lecciones de la historia, parecen estar dispuestos a renunciar a su inquebrantable empeño de demostrarse, sobre todo demostrarse, pero también demostrarnos que la realidad de la que hablan; esa realidad revelada de la que tanto conocen, de la que tanto dicen y a la que tanto veneran, por esquiva que haya sido hasta ahora, acabará por acomodarse a sus prédicas.

Y todo ello a pesar de que su tantas veces anunciado y otras tantas veces postergado juicio final para el herético e intolerable keynesianismo se sigue demorando en el tiempo. Da igual. Su incombustible tenacidad no conoce límites. Ni tan siquiera cuando los ciudadanos de todos y cada uno de los rincones de Europa se levantan movidos por una más que justificada indignación y se erigen, cada vez en mayor medida, en advenedizos detractores de la incorrupta mano invisible de Adam Smith, que tanto ha empobrecido sus vidas.

La paciencia de los europeos de a pie se agota, y por más razones econométricas que rezumen Schäuble y sus poderosas huestes, estos siete largos y angustiosos años de devastación moral y social, de degradación política y democrática, de depauperación jurídica e institucional; estos siete larguísimos y angustiosos años de derrumbe ideológico y programático, de desestructuración y deconstrucción, de pérdida de identidades y valores, de fragmentación, ruptura e involución no dan para mucho más.

Y quien crea lo contrario se equivoca. Ciertamente el edificio sobre el que hemos construido el proyecto europeo es sólido. Sus pilares, controversias sobre el diseño del euro aparte, han ido adquiriendo firmeza con el paso del tiempo. De hecho, en no pocas ocasiones han dado fe de su resistencia al soportar difíciles embestidas financieras, controvertidos apaños políticos, errores burocráticos de bulto e incluso injustificables comportamientos antidemocráticos. En definitiva, han resistido hasta ahora lo peor de una crisis que, en no pocas ocasiones, ha parecido tener capacidad para llevárselos por delante.

Pero eso no nos debe llevar a pensar que el edificio europeo es invulnerable. Y más ahora que su fortaleza principal, el Estado del Bienestar que hemos exhibido y exhibimos ante el resto del mundo como nuestra principal seña de identidad y como esa conquista irrenunciable que nos sitúa un escalón moral por encima del resto de las naciones, se derrumba hecho trizas arroyado por unos principios cuya eficacia, siempre postergada, nunca acaba de ser del todo visible, al menos para la mayoría. Realmente estamos en peligro.

Este verano, mientras me sumergía en la costa croata en busca de un poco de descanso, aproveché para leer varios libros. En particular me sentí conmovido por uno, el Mundo de Ayer de Stefan Zweig, que relata, en primera persona, el derrumbe político, económico y cultural de esa Europa, aparentemente inmortal, de la primera edad dorada de los felices veinte. De regreso a España no he podido dejar de ver en cada noticia, en cada escándalo y en cada acción política y económica desafortunada un fiel reflejo de lo que entonces nos condujo inexorablemente al desastre. La misma ceguera ideológica, la misma determinación en la aplicación de unos principios equivocados, la misma altanería, la misma desesperación, la misma actitud de indiferencia al dolor ajeno, y he sentido miedo. Un miedo racional, supongo, y confesable, pero en definitiva miedo.

No permitamos que este mundo de Hoy vuelva a caer en los mismos errores que llevaron a ese otro de Ayer a su destrucción. Recuperemos el pasado, recordemos las lecciones de la historia y, sobre todo, digamos bien alto y bien claro que lo suyo, lo que nos imponen, lo que nos condena, lo que incrementa el dolor y la miseria día a día, además de no ser científico, de no ser incuestionable y de no estar contrastado… No es economía, es ideología.

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