Habrá para todos

Por Juan Antonio Fernández Cordón, economista, demógrafo y miembro de Economistas Frente a la Crisis

Un colega ilustre publicó el  2 de febrero de 2017 en el El País, un artículo al que merece la pena prestar atención. En resumen, nos conmina a prepararnos para afrontar una inevitable rebaja de las prestaciones sociales, aunque, sin mencionarlas, se refiere sobre todo a las pensiones. Se adivina una cierta impaciencia profesoral por tener que explicar lo evidente: la culpa está en la tozuda realidad de los números, tan incuestionable que solo los torpes o los mentirosos nos atrevemos a dudar. ¿De qué realidad se habla? La única referencia a ella en el artículo es: “el número de dependientes mayores aumenta de forma imparable y los grupos en edad de trabajar apenas crecen e incluso decrecen”. Se supone que todos entenderemos, sin más argumentos, a) que esta afirmación es incuestionable y b) que conduce inexorablemente a recortar las pensiones.

Mucho hay que confiar en la divinatoria demográfica para llamar “realidad” a lo que será dentro de 40 o 50 años. ¿Habrá aumentado en 2060 el índice de envejecimiento, tal como prevé el INE ahora? No lo sabemos. Es un ejercicio útil, que permite anticipar situaciones si se cumplen los escenarios previstos y puede ayudar a tomar decisiones. Pero no es nada más. La realidad que los demógrafos preveían en 1990 para 2015, no se parece en nada a la de hoy. España lleva más de treinta años con una fecundidad por debajo del nivel de remplazo, sin que se haya notado en su población o en su mercado de trabajo: la inmigración ha compensado casi matemáticamente el déficit de nacimientos. El aumento de la población mayor es algo bastante más probable, aunque también con incógnitas. Si es cierto que las generaciones numerosas de los años 50-70 llegarán poco diezmadas a la edad de jubilación, la prolongación indefinida del aumento de esperanza de vida a partir de 65 años puede verse interrumpida por la degradación de la sanidad pública que los gobiernos neoliberales han puesto en marcha. No, la realidad futura no tiene la rotundidad de lo imparable, aunque es altamente probable que en el futuro aumente la población mayor y disminuya la población en edad de trabajar. A ello debemos prepararnos.

Lo segundo que se da por obvio es que ese cambio demográfico conduce necesariamente a un recorte del Estado de Bienestar y, en particular, de las pensiones. Veamos. Según el INE, la población española será, en torno a 2050, de 44,3 millones, solo ligeramente inferior a la de ahora, 46,4. La gran diferencia es que el número de mayores de 65 pasará de 8,7 a 15,6 millones y el de 15 a 64, los que están en edad de trabajar, de 30,7 a 23,4 millones. Admitamos estas cifras, aunque la inmigración podría ser superior a la prevista y probablemente lo será. La cuestión que será entonces relevante es: ¿cómo afecta la disminución de adultos jóvenes a nuestra capacidad productiva? En otras palabras, ¿podría una población en edad de trabajar más reducida que la actual producir igual o más que ahora? La respuesta es sí. De hecho, ninguna proyección económica que convive con el catastrofismo demográfico anticipa a largo plazo una disminución del PIB. Por una parte, puede aumentar la participación en el trabajo. La tasa de empleo (porcentaje de ocupados en la población en edad de trabajar) es actualmente de 61% en España y podría fácilmente alcanzar 73 o 75%. Por otra parte, se esperan aumentos importantes de la productividad. De hecho, una de las amenazas para el futuro sería la robotización extendida que permitiría producir cada vez más con menos gente. Un espíritu ingenuo podría pensar que el problema demográfico, la falta de jóvenes, tiene aquí su solución. En vez de lo cual se nos presentan dos problemas: a la vez faltan jóvenes (demografía) y sobran jóvenes (robotización).

Si el PIB se mantiene (al menos), la renta media, per cápita, será aproximadamente la misma que ahora, al ser la población futura muy parecida a la actual. El aumento del número de viejos significa también una disminución de los que tienen menos de 65 años. Si pretendemos dedicar los mismos recursos que ahora, en términos de porcentaje del PIB, a una población de viejos que se habrá multiplicado por dos, su nivel de vida será la mitad del actual. Y, si el PIB, al menos, no disminuye, se dedicarán los mismos recursos que ahora a una población menor de 65 años que se habrá reducido, en un número aproximadamente igual al aumento de la de los viejos: su nivel de vida se incrementaría, por la única razón de que el de los viejos habrá disminuido. Se producirá una transferencia de rentas de los mayores a los menores. Es obligado preguntarse a quién beneficiará esa punción realizada sobre la renta de los mayores. No lo sabemos. Pero intuimos, basándonos en lo que está ocurriendo, que no irá a mejorar los salarios. En todo caso, el problema real que presenta a la sociedad el envejecimiento poblacional debe ser abordado desde la voluntad de mantener los niveles de vida de todos y, si existe un coste, que este se reparta de la manera más justa y no solo que sea soportado por los viejos, que no tienen culpa ni del momento en que nacieron ni de vivir más tiempo. Voy a terminar apoyando la conclusión del autor: hay que explicar a la sociedad lo que realmente está en juego, sin engaños.