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A cuestas con la mochila

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Una y otra vez, a lo largo ya de una década, le damos vueltas y vueltas al asunto de la denominada mochila austriaca. Es uno de esos temas recurrentes, tan propios de la idiosincrasia nacional, que aparecen cada cierto tiempo, se debaten, generan chorros de tinta, parece que se desechan y, al cabo de un tiempo, vuelven a aparecer.

Nos cuesta mucho en España abordar de verdad los problemas de fondo, estructurales, del mal funcionamiento del mercado de trabajo, como el uso excesivo –abusivo y en fraude de ley- de los contratos temporales y de los despidos injustificados, entre otros, que generan una inestabilidad laboral diferencial respecto a los países de nuestro entorno, que es profundamente ineficiente y negativa. En lugar de hacer eso, de hacer las reformas que ataquen y corrijan de una vez por todas los problemas que nos aquejan y atenazan desde hace cuarenta años, resucitamos cada tanto, y con escasa reflexión, propuestas taumatúrgicas como esta de la mochila.

¿Para qué sirve y qué efectos tendría la aplicación en España de la mochila austriaca?

Hay dos efectos directos que tendría una hipotética aplicación de la misma. En el aspecto positivo, serviría indudablemente para aumentar la movilidad laboral de los trabajadores de unas empresas a otras, porque los derechos de estos frente al despido (indemnizaciones) no desaparecerían y esto por lo tanto dejaría de ser una rémora ante la perspectiva de cambios voluntarios de empleo.

Si bien, en la realidad, esos supuestos solo son efectivos en el caso de los trabajadores de cualificaciones y competencias profesionales muy elevadas y muy demandadas por las empresas (lo que, en un contexto de insuficiente oferta de los mismos, probablemente elevaría sus salarios al aumentar la competencia entre empresas para retenerlos), pero no en los de cualificaciones medias y bajas, para los cuales hay en general un exceso de oferta. Digamos, por lo tanto, que este aspecto positivo podría beneficiar a más o menos una tercera parte de la mano de obra disponible, mientras que para las dos terceras partes restantes esa ventaja de la mochila sería prácticamente nula.

En el lado negativo, sin embargo, la mochila reduciría a cero el coste para las empresas de la decisión de despedir (porque en ese momento del despido ninguna empresa tendría que pagar indemnización y el trabajador la percibiría de su mochila), lo que ocasionaría un aumento de los despidos en todas las etapas del ciclo económico, pero sobre todo en las situaciones de debilitamiento del mismo y desde luego en las recesiones. Y tanto mayor para la parte mayoritaria del empleo: la de los trabajos de cualificaciones medias y bajas. Lo cual agravaría los problemas de la inestabilidad del empleo y del sobreajuste del mismo en las crisis, con efectos negativos tanto macroeconómicos como de aumentos del gasto público (prestaciones por desempleo, entre otros) que tanto nos diferencian y nos hacen más ineficientes que nuestros vecinos.

Por otro lado, escasamente se resalta la “paradoja” de que la mochila aumentaría los costes totales del despido y los fondos que el conjunto de las empresas deben destinar a ello. Esto es así porque, frente a la situación actual en la que las empresas solo tienen que abonar indemnizaciones cuando recurren al despido, con la mochila todas las empresas tendrán que cotizar para generar los derechos de despido de todos los trabajadores del país, sean estos despedidos o no a lo largo de su vida laboral, financiando incluso una indemnización aunque sus bajas de las empresas sean voluntarias.

Aparte del aumento de costes del despido (como decimos, cada empresa cotizará en cada momento para financiar el despido de todos sus trabajadores, viejos o recién contratados, temporales o indefinidos, sean o no despedidos en algún momento futuro, y durante toda la vida de la empresa), se producen en la práctica ‘transferencias’ entre empresas y entre trabajadores que resultan de dudosa eficiencia económica.

Por ejemplo, las empresas que apuesten por la estabilidad de su empleo y recurran poco a los despidos financiarán el mayor uso y abuso que otras harán de los mismos (porque para estas el coste del despido será, a costa de las anteriores, mucho más bajo). Lo cual ocasionará asimismo transferencias de costes entre diferentes sectores y actividades. En general, de las actividades de mayor productividad, de las más avanzadas en el aspecto tecnológico, y de las más competitivas y de mayor valor añadido (que, por cierto, suelen pagar también salarios más altos y tendrán que hacer aportaciones más elevadas a las mochilas de sus trabajadores) hacia las menos eficientes y de menor productividad, tecnología y valor añadido.

Esto supone, también en términos generales, una subvención de la industria hacia los servicios, y de las industrias más punteras a las más tradicionales, lo mismo que en el caso de las ramas de servicios entre sí. Toda la parte menos eficiente y productiva (que además recurre en mayor grado a los despidos) se vería así asistencializada con cargo a las empresas más eficientes. Lo cual, en el juego de estímulos económicos que se incorporan a costes y precios, supone favorecer la parte menos moderna de nuestro tejido productivo y encarecer y dificultar la más innovadora.

La mochila está vacía

Se pregunta a veces si la mochila serviría para aumentar la productividad. Tras las explicaciones anteriores, la respuesta es obviamente negativa. En sentido agregado, para el conjunto de actividades de nuestra economía, a los desincentivos ocasionados por los mayores costes y subvenciones cruzadas que tendrán que soportar las actividades de mayor productividad, y al aumento de costes y desviación de recursos que supone incrementar el coste y los recursos totales destinados a los despidos, hay que sumar que las empresas menos eficientes, con peor organización laboral, menos tecnológicas, tampoco encontrarían estímulos, sino lo contrario, a aumentar la formación de sus trabajadores y a progresar en términos de eficiencia, debido al abaratamiento de los despidos, el aumento de la inestabilidad de sus plantillas y a la subvención recibida para todo ello de los sectores más avanzados.

En suma, parece claro que ambos efectos negativos sobre la productividad serían mucho más fuertes que los positivos que se pueden suponer de una mayor movilidad voluntaria de una pequeña parte de los trabajadores.

Y en todo caso, si perseguimos dar un fuerte impulso a la productividad, cuestión tan necesaria, esta no parece la política más adecuada y, dados los costes de oportunidad de las políticas, sería más razonable apostar por otras de actuación más clara y directa sobre los fundamentos misma (que, en fin, no es que no las haya ni que sean desconocidas).

También se plantea (buscando ya argumentos peregrinos para justificar la mochila) que podría aliviar el problema de las pensiones. Desde luego, si es por ello, mejor nos dejamos de mochilas. Unos sencillos cálculos permiten deducir que el mayor de los montantes posibles de la mochila sería una gota en el mar de lo que cada persona recibirá a lo largo de su vida de jubilada, sea cual sea el supuesto de pensión que se utilice. Y por supuesto, en el conjunto del sistema de pensiones, la aportación de todas las mochilas de todas las personas que se jubilen a lo largo de los años es prácticamente irrelevante.

Aparte de esa inutilidad global, la operación tendría efectos redistributivos claramente negativos que no se pueden obviar cuando se habla del sistema de pensiones. Nuevamente, las más beneficiadas serían las personas de salarios (y pensiones) más altos, con mayor estabilidad de empleo y con menor probabilidad de despido, porque llegarían a la jubilación disponiendo de una mochila mayor y no habiendo necesitado disponer de la misma durante su vida laboral. Frente al resto que dispondrán de un fondo mochilero menor y con una mayor probabilidad (incrementada por la implantación de la propia mochila) de haber padecido repetidamente su vaciamiento en sucesivos procesos de despidos.

Finalmente, está el argumento ‘de oro’ (es uno de los más destacados por su capacidad para distraer la atención de los demás efectos de la mochila y para lavarle la cara, por decirlo claramente) de que impedirá que los despidos se concentren en los jóvenes por ser los últimos llegados a la empresa y que han generado menos derechos a indemnización en caso de despido y menor protección de su empleo.

Veamos si el asunto es así. En primer término, si el sistema de funcionamiento del mercado de trabajo, que facilita tanto los despidos como masivamente los contratos temporales fraudulentos, que afectan ambos mayoritariamente a los jóvenes, no se cambia es enormemente improbable que la simple aplicación de la mochila cambie su situación de inestabilidad laboral. Tengamos en cuenta, además, que las mochilas se llenan con cotizaciones que se calculan en función de los salarios percibidos (más bajos en general para los jóvenes) y del tiempo que se permanece en el empleo (claramente menor en el caso de los trabajadores temporales), por lo que los jóvenes dispondrán en general de menores mochilas.

Se argumenta, no obstante, que se reduce el aliciente de las empresas a concentrar los despidos en los recién llegados, lo cual parece cierto si consideramos que el coste de la decisión de despedir es cero (porque no hay que pagar en ese momento indemnización a los trabajadores, que solo reciben la mochila que tengan). No resulta claro que no se vaya a despedir a los más jóvenes porque su menor experiencia laboral determina en prácticamente cualquier tipo de trabajo unos niveles de productividad inferiores a los más experimentados e integrados en las empresas. Tan solo podríamos decir que, a iguales niveles de productividad, el riesgo de despidos se repartiría más entre los trabajadores de diferentes edades, lo que –eso sí- reduciría la probabilidad de despidos para los más jóvenes en el caso de que se cumpla esa condición.

Pero, por una parte, si la probabilidad global de los despidos crecería más aún con la implantación de la mochila (y no desaparecería la utilización en fraude de los contratos temporales, que seguirían afectando mayoritariamente a las personas de menor edad), no se lograría la estabilidad del empleo de los jóvenes, aunque habría más despidos de trabajadores mayores.

En conclusión, la inestabilidad del empleo no desaparecería (muy probablemente aumentaría), lo que continuará afectando más a los más jóvenes porque la distribución por edades de la misma, que no solo es cuestión del coste del despido y que no cambia con la mera introducción de la mochila, determina un mayor número de despidos y rescisiones de contratos de los jóvenes.

Si esto es lo que se persigue (terminar con una inestabilidad del empleo que perjudica sobre todo a los más jóvenes), habría que adoptar medidas que actuaran directamente sobre sus causas (fraude en los contratos temporales y despidos que no necesitan justificación), en lugar de perseguir una (más bien aparente) reducción indirecta y parcial de la inestabilidad de su empleo por la vía de aumentar la probabilidad de despido de los trabajadores mayores. Vayamos de una vez a esas causas y no perdamos más el tiempo con medidas de distracción, utilizando como justificación las perversas condiciones de empleo en las que mantenemos a los jóvenes. Salvo que lo que se quiera nada tenga que ver con darles estabilidad en el empleo a los jóvenes, sino con implantar también y además una mayor facilidad de despido de los de edades superiores.

La mochila ni es de izquierdas ni de derechas, es simplemente un despropósito

A veces se pretende plantear la cuestión de la mochila como un debate entre planteamientos ideológicos: la derecha a favor, la izquierda en contra. Pero, ese esquematismo no responde a la realidad. En el espectro más conservador hay posturas enfrentadas. Por ejemplo, una parte significativa de las empresas están en contra, debido en buena medida a los efectos a los que nos hemos referido antes al explicar que con la mochila se establecerían transferencias de recursos entre empresas y entre sectores de actividad, que perjudicarían a los más modernos y eficientes en su organización, componente tecnológico, productividad y/o estabilidad del empleo. Y, en todo caso, por el aumento global y agregado del coste del despido que supondría la mochila para el conjunto delas empresas.

En el lado progresista, las posturas tampoco son uniformes. Mientras que los departamentos económicos de la Administración y los grupos denominados socio liberales suelen defender la mochila, en otras áreas de los Gobiernos y en ámbitos socialdemócratas preocupan los efectos que puede tener de incentivar los despidos, y prefieren optar por medidas más ‘europeas’, aproximándonos a su marco legal y de funcionamiento laboral para resolver los problemas de inestabilidad laboral (la mochila austriaca, tal y como se plantea en España no existe en ningún otro país, ni tan siquiera en Austria, donde la regulación del despido es radicalmente diferente a la española, entre otras cosas porque no existe en la práctica el despido sin justificación).

Otra cuestión que se ha planteado recientemente para facilitar la implantación de la mochila es el intento de financiar su transición con los fondos europeos que van a llegar. Es una cuestión muy problemática. Primero, porque el coste de transición es elevadísimo: hay que reunir en pocos años un fondo gigantesco que respalde los derechos de indemnización de los millones de trabajadores del sector privado. Segundo, porque pueden encontrarse serios problemas en la regulación y encaje de esos fondos europeos. Tercero, porque una cosa es hacer reformas y otra muy diferente cobrar elevadas sumas de dinero. Muchos países, y por ende la propia Comisión Europea, podrían considerar abusivo que con estos fondos europeos se pagaran los despidos en España.

Finalmente, las que parecen tener menor sentido de todas son las propuestas para adoptar la mochila solo de forma parcial, manteniendo también parte del actual sistema. En este supuesto, las hipotéticas ventajas, que como ya hemos dicho son escasas, quedarían reducidas. Estas propuestas parecen, por lo tanto, reconocer las dificultades y los efectos negativos de la mochila, pero insólitamente apuestan por su introducción pese a todo tasando los mismos.

En definitiva, en el empeño de la mochila parece que en el fondo nos encontramos las posturas que tradicionalmente han defendido la irredenta reducción del coste de los despidos, que es la vía que -junto a la defensa de un uso descausalizado y abusivo de los contratos temporales- ha causado los peores problemas de funcionamiento ineficiente del mercado de trabajo español, unidas a las de aquellos que, en un último y desesperado intento, tratan de evitar las reformas que conduzcan a la normalización de nuestro mercado laboral, y a que este sea y se comporte como el de los demás países vecinos.

About Antonio González

Antonio González, economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis (EFC), fue Secretario General de Empleo en el periodo 2006 – 2008 @AntonioGnlzG

1 Comment

  1. Antoni Capó el julio 24, 2021 a las 8:03 am

    Sinceramente no he visto ningun porcentaje ,valoración cuantitativa ni comparación de datos.
    Solo veo un acto de fe
    Buenos dias

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