Ajuste moral y ajuste imperial

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Publicado en El País el 22 el Diciembre 2012

Por Luis Atienza Serna, economista.

Según la visión ética, el ahorro siempre es virtuoso y el deudor siempre es culpable

La zona euro ha entrado en recesión por segunda vez en esta crisis. No se trata de una
segunda vuelta de la crisis financiera internacional, aunque esta fuera un eficaz detonante inicial, sino de una recesión auto infligida. Tiene que ver con los desequilibrios internos acumulados, con las carencias institucionales de la eurozona, pero sobre todo con la forma en que se está gestionando la crisis en la zona euro, en la que influyen tanto criterios morales como actitudes imperiales.
La zona euro en su conjunto no tiene un problema de competitividad internacional, si lo medimos por el indicador más revelador que es el saldo de la balanza por cuenta corriente. Sin embargo, las pérdidas de competitividad y el exceso de gasto de algunos países, España entre ellos, se han traducido en elevados déficits por cuenta corriente y en la acumulación de deuda externa, que tienen su contrapartida en los superávits y en la posición acreedora de otros.
Han sido exhaustivamente analizados los factores que han permitido la acumulación de desequilibrios tan acusados: una política monetaria muy expansiva, más adecuada a las necesidades de algunas economías centrales que al momento económico que vivían bastantes de las economías periféricas de la eurozona, una innovación financiera y una relajación de la gestión de riesgos que potenció la liquidez del sistema, asegurando la financiación del endeudamiento con bajas primas de riesgo del deudor y nula prima de riesgo de ruptura del euro. A ello se añadió una política económica en esas economías periféricas dedicada a surfear relajadamente por el ciclo expansivo, cuando no procíclicamente, con escasa atención a los desequilibrios fiscales, al déficit exterior y a las pérdidas de competitividad que tal situación reflejaba, porque su financiación era simplemente fácil y barata. Al fin y al cabo, ¿cuánto rédito político se puede obtener del “arrepentíos porque el día del juicio se acerca”? Los aguafiestas no suelen hacer carrera, y siempre es posible argumentar que un cambio de paradigma inutiliza las señales de alerta del pasado.
La crisis financiera internacional, al secar y renacionalizar los circuitos financieros, acabó con cualquier expectativa de aterrizaje suave, provocando una crisis particularmente acusada en las economías con elevado endeudamiento, ya fuera público, privado o mixto.
La salida de la crisis exige que los países endeudados gasten menos y mejoren su competitividad con reformas que reduzcan costes, mejoren la productividad y aumenten su crecimiento potencial, y esto es inevitablemente doloroso. Pero la eficacia de esta política se reduce y su coste —medido en actividad económica y empleo— se dispara si no se reparten los esfuerzos del ajuste entre acreedores y deudores, y si no se acompaña de una política económica europea que utilice el margen de maniobra de los países acreedores para impulsar el crecimiento. La economía tiene sus paradojas. La austeridad es una virtud individual, especialmente recomendable para los muy pródigos, pero no es, desde luego, una virtud colectiva. En una gran economía con superávit exterior como la europea, en la que la en la que la capacidad para elevar el superávit con el resto del mundo es limitada, sobre todo con una política monetaria que conduce a un euro fuerte, todos los países no pueden ser austeros al mismo tiempo, ni corregir los déficits exteriores de unos sin hacer lo mismo con los superávits de otros, a riesgo de generar una recesión económica en el conjunto y una depresión en los países endeudados, como está sucediendo. La pregunta que mucha gente se hace es por qué se está imponiendo una estrategia de gestión de la crisis que ha conducido a la recesión y puede condenar a la eurozona, y por extensión al conjunto de Europa, a un largo periodo de bajo crecimiento que amenaza la estabilidad europea. Una explicación, que llamaremos del ajuste moral, atiende a criterios teológicos; y otra, que llamaremos ajuste imperial, al deseo de imponer un reparto muy desequilibrado de los costes del ajuste entre deudores y acreedores.
Según el enfoque del ajuste moral, el ahorro siempre es virtuoso y el deudor siempre es culpable. No es casualidad que en alemán la deuda (Vershuldung) es casi idéntica a culpa (Vershulden). El deudor (Schuldner) es culpable (Schuldige) y el dolor del castigo es inherente a la expiación, y freno a la reincidencia. La recuperación de la salud moral puede justificar un daño generalizado como el que se está infligiendo a toda Europa, como el padre que impone a toda la familia no ir de vacaciones para castigar a un mal estudiante. No hay hueco para el debate sobre el reparto de responsabilidades entre el deudor que ha gastado en exceso, de forma ineficiente, y a crédito, y el acreedor que financia despreocupadamente ese gasto porque de él se deriva el crecimiento de su economía. Este ajuste moral se justifica adicionalmente cuando no solo hay que expiar las deudas, sino, como se acusa a Grecia, otros pecados como el engaño y el incumplimiento de las normas comunes.
El ajuste imperial tiene más que ver con la defensa de intereses que con principios morales de cualquier tipo. Se trata de influir en el reparto de las responsabilidades y los costes de la corrección tanto de los desequilibrios internos como de las debilidades institucionales de la zona euro. La contribución de los acreedores al ajuste se puede producir por varias vías: primero, algo más de inflación, que alivia la carga de los endeudados, incentiva a gastar a los desendeudados, aumenta la eficacia de la política monetaria al permitir tipos de interés reales bajos e incluso negativos, y atenúa el impacto contractivo de la devaluación interna que los países deudores necesitan para recuperar competitividad; segundo, con una estrategia de estímulo al crecimiento apoyada en los países con margen de maniobra para ello, que son los acreedores, que aumente la demanda de bienes y servicios de los países deudores; o, tercero, con una quita y/o refinanciación de la deuda a un coste razonable para permitir un ajuste progresivo que evite una espiral depresiva en los países periféricos. Adicionalmente, una política monetaria más agresiva contribuiría a una depreciación del euro que fortalecería la demanda del resto del mundo.
En ninguna de esas direcciones se ha avanzado a un ritmo suficiente. Y así, mientras los países acreedores se benefician de una financiación barata y de una alta remuneración de sus préstamos a las economías periféricas, con un mercado débil pero protegido por el euro contra la revaluación de su moneda nacional, y con una inflación incluso por debajo del 2% que preserva el valor de sus préstamos, los países deudores afrontan su ajuste en un entorno económico recesivo, en una unión monetaria que no respalda su deuda soberana, con un sistema financiero fragmentado por países que frena su refinanciación y con una desesperantemente lenta corrección de las debilidades institucionales del euro que hace que su prima de riesgo se vea adicionalmente penalizada por las dudas sobre la irreversibilidad de la moneda única.
No se trata de dejar de pagar las deudas, ni de eludir la consolidación fiscal y las reformas estructurales. Se trata de hacerlo en un contexto europeo de mayor crecimiento, algo más de inflación, y de recuperación de los flujos financieros en Europa haciendo incuestionable la irreversibilidad del euro.
Me pregunto, con preocupación, si la gestión de esta crisis no terminará resucitando en muchos europeos la conciencia de estar asistiendo a la versión actualizada de un mismo problema de los últimos 150 años: una Alemania demasiado grande para la estabilidad de Europa.

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