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China y Rusia, dos modelos opuestos

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El capitalismo es en la práctica el único sistema global, pero a escala de los Estados no hay dos capitalismos iguales, y por las cifras de distribución de la riqueza, la medición más representativa del bienestar económico de la población de cada Estado y de sus perspectivas de futuro, China y Rusia, los grandes territorios que vieron frustrado su intento de aplicar sistemas económicos alternativos, representan hoy los dos extremos de éxito y fracaso entre los diversos modelos capitalistas del mundo.

En G.1 se representa la desigualdad en la distribución de la riqueza o patrimonio de China y de Rusia -junto con la de Alemania y EEUU, a efectos comparativos- y la global.

Lo primero que salta a la vista es que la desigualdad global es extrema en todas partes, como muestra el hecho de que la mitad de la población adulta del mundo, los que menos tienen, posea sólo el 0,8% de toda la riqueza generada a lo largo de los siglos en el planeta; o, por arriba, que el 1% de los adultos más ricos posea el 45,6% de la riqueza global y que el 5% tenga a su disposición el 70,4% de ese esfuerzo acumulado de todos.

Esa desigualdad, extrema y generalizada en todos los países, tiene distintos grados, siendo muy llamativo el caso de Rusia, por ser el único Estado que supera el cómputo global de las posesiones del 1% (el 45,6% de la riqueza del 1% de la población adulta a escala global es un porcentaje inferior en el resto de los países porque los de mayor población tienen una riqueza inferior a la media, lo que arroja una desigualdad conjunta mayor). Rusia es un caso extremo y aparte en la desigualdad por la cúspide.

El 1% de los rusos adultos posee el 58,6% de la riqueza neta acumulada de su país, frente al 35,1% que tiene el 1% de los estadounidenses de arriba, a pesar de que EEUU es uno de los países con mayor desigualdad, por las posesiones de los de arriba, pero sobre todo por la desposesión de los de abajo. Si en China el 50% de la población adulta más pobre posee el 8,5% de la riqueza de su país, en EEUU esa mitad de la población sólo posee el 1,4%.

Si se descompone ese 50% de la población con menos patrimonio, lo que se representa en G.2, se observan matices importantes teniendo en cuenta la enorme porción de población que representan. El 30% de los chinos adultos más pobres, los tres primeros deciles, posee el 3,1% de la riqueza privada neta de su país, que es bien poco, pero esa cifra contrasta con la de EEUU, donde el 30% de abajo tiene un patrimonio neto negativo equivalente al (-) 0,5% de la riqueza de su país, una deuda considerable en términos absolutos.

Las escasas pertenencias del 10% más pobre en EEUU están muy lejos de poder compensar sus cuantiosas deudas hipotecarias, de estudios, de la sanidad privada, etc. Su patrimonio negativo alcanza el (-) 0,7% de la riqueza total; el siguiente decil de la población estadounidense no dispone de pertenencia alguna y el tercer decil sólo dispone del 0,2% de la riqueza conjunta de su próspero país.

Esos tres amplios estratos de desarraigados de abajo, sumados a los cuatro deciles siguientes, donde el despeñadero se observa con inquietud, componen un enorme filón de potenciales descontentos, temerosos y conformistas propensos a dejarse engatusar por patrañas emocionales y patrióticas que políticos al estilo Trump, Putin, Berlusconi, Bolsonaro o Abascal, saben manejar muy bien para intentar apuntalar, con democráticos pero alarmantes resultados, la extrema desigualdad.

Pero, volviendo a los antiguos comunistas, el hecho de que China y Rusia sean tan desiguales en desigualdad no es casualidad, sino el resultado de haber aplicado de manera radical en sus respectivas transiciones las recetas de política económica de dos visiones ideológicas contrapuestas que sintetizan la puesta en práctica del capitalismo: el intervencionismo y el liberalismo.

Los economistas intervencionistas entienden que el Estado debe actuar como el gran regulador, organizador y distribuidor de la economía porque la dinámica del mercado es imperfecta. El capitalismo tiene una tendencia intrínseca hacia la concentración de capital (a la vista está en los gráficos) que deriva en desorden, desigualdad y abuso de poder. Esa dinámica socava las libertades individuales, porque quien no dispone de recursos suficientes no puede ser libre. Por tanto, el Estado debe intervenir decididamente para vigilar que la concentración de capital no perturbe el buen funcionamiento del mercado y para garantizar que las desigualdades extremas no asfixien la libertad de la mayoría de abajo.

Los economistas liberales, en cambio, entienden que la desigualdad no es un problema y que el mercado funciona mejor sin regulación, por lo que los Estados no deben intervenir. Para los liberales, la libertad primordial a respetar es la de la propiedad privada. La libertad política es secundaria y la carencia de libertad individual por falta de recursos intrascendente (los neoliberales promovieron las dictaduras anticomunistas de Chile, Argentina o Indonesia y apoyan regímenes despóticos siempre que estén abiertos a la globalización). Como para compensar, cualquier libertad que sea compatible con la desigualdad (reducir impuestos a los ricos, favorecer la sanidad y educación privadas, desmantelar lo público…) y hasta las creencias más irracionales (antivacunas, terraplanistas, creacionistas, puritanos, QAnon…) caben sin problema en combinaciones varias en las distintas tribus económicas y políticas del mundo liberal.

La aplicación del neoliberalismo en Rusia

Cuando a principios de los noventa se produjo el hundimiento definitivo de los sistemas de planificación centralizada, los economistas neoliberales estaban estratégicamente situados tanto en el norte como en el sur. Así pues, la inevitable transición hacia el capitalismo de la orgullosa potencia en declive, la URSS, estuvo imbuida de espíritu neoliberal.

En Rusia, el desconcierto por el desmembramiento de las Repúblicas, las prisas animadas histéricamente desde fuera para culminar un nuevo mercado liberal que ampliase los negocios de la globalización y el desorden generalizado por una privatización acelerada impulsaron la rápida concentración de gigantescas fortunas en muy pocas manos, el ascenso al poder político de una cleptocracia mafiosa y la oportuna aparición de un nuevo líder supremo llamado a imponer el orden entre los pocos de arriba para mejor expoliar a los muchos de abajo y perpetuarse en el Kremlin.

La Rusia evolucionada neoliberal, el país más desigual del mundo, registra indicadores demográficos tercermundistas que empeorarán por los jóvenes enviados a la guerra en Ucrania, pero el neoliberalismo, aunque golpeado por el fracaso de sus recetas, sigue disponiendo de un gigantesco poder que se nutre de la frustración por los resultados de su propia agenda y la generosa financiación propagandística de sus intereses.

Putin no es un residuo decadente del comunismo (véanse sus lazos con la extrema derecha global) sino el arquetipo de la élite cleptomaniaca surgida espontáneamente al aplicar el fundamentalismo neoliberal a una colectividad desde los cimientos. Como en todas las dictaduras neoliberales, Putin intenta acomodar la democracia a los intereses de la élite a sus pies y perpetuarse en el poder mediante la intoxicación ideológica y la represión. Pero Rusia no es un país periférico ni Putin un títere que se pueda sustituir de un día para otro por orden de la metrópoli sino, en la mente de muchos rusos, el representante de un pueblo explotado durante siglos y el símbolo de un imperio humillado que quiere renacer.

El pueblo ruso, acorralado por la pasmosa incomprensión de occidente, que le regaló un capitalismo ultraliberal que iba a ser el paraíso y resultó detestable, tiene ahora por delante el reto de quitarse y quitarnos de encima el modelo más desigualitario de la Historia con un líder sin escrúpulos al mando de la mayor potencia nuclear. No será fácil, pero sería bueno que occidente, en vez de echar leña al fuego de la confrontación, ayudase al pueblo ruso a deshacer el entuerto reconociendo al menos los errores y los horrores del neoliberalismo. Luchar contra la desigualdad es el punto de encuentro común y mejor de todos los pueblos del mundo.

El milagro chino

En China, el otro gigante comunista, la transición hacia el capitalismo estuvo imbuida también del espíritu de moda en la época, como lo certifican las visitas periódicas del gurú Milton Friedman a los dirigentes chinos, pero sus dirigentes no picaron el anzuelo. Sospechando gato encerrado en las supuestas bondades del liberalismo económico, pero deseando que el gato, fuese blanco o negro, cazase ratones, como dijo Deng Xiao Ping, la dirigencia china mantuvo férreos pilares del todo incompatibles con la ortodoxia liberal. En primer lugar, se organizó una privatización ordenada, progresiva y bajo un vigilante control de aprovechados recompras, con lo que se consiguieron evitar las poderosas mafias a la rusa y la desposesión radical de los de abajo.

Además, desconfiando de la supuestamente benéfica mano invisible del mercado, los dirigentes chinos planificaron obsesivamente los cambios, probando experimentos en determinadas zonas (Shenzhen, Zhuhai, Shantao y Xiamen) para verificar si la industrialización capitalista funcionaba. El diagnóstico fue claramente que sí. El capitalismo de mercado sería capaz de sacar de la pobreza a un país muy poblado en tiempo récord, pero no dejando sin control las fuerzas que lo empujan, como sostenían los neoliberales, sino determinando estrechamente lo que había que hacer, señalando exactamente dónde, cuándo y cómo, hasta el extremo de aplicar pasaportes entre el campo y la ciudad.

Para la conversión al capitalismo, los dirigentes chinos contaron con una institución que tiene poco de liberal, la inmensa maquinaria del Partido Comunista de China, cuya militancia se calcula que puede alcanzar al 10% de la población. El antiguo aparato de transmisión de información entre el pueblo y el poder, antes dedicado a proteger al corrupto dictador de un modelo económico fracasado, se erigió en protagonista de una importante tarea: supervisar activamente la transición al capitalismo y garantizar su correcto funcionamiento. Ese control obsesivo bajo por una enorme organización fuertemente jerarquizada y sin oposición es el pilar fundamental que ha obrado el milagro de convertir a China en la potencia económica mundial con mayor proyección de futuro.

Y otro factor diferencial de la China capitalista es que su sector público, aunque menguó rápidamente de empresas pequeñas, sigue siendo muy poderoso, lo que aunado al omnímodo poder del partido único le permite hacer frente a cualquiera de los gigantes del sector privado dentro o fuera del país. Mientras que en los países del norte y del sur el sector público ha ido desapareciendo por obra y gracia de la agenda neoliberal -hasta el punto de que la riqueza del sector público es negativa en muchos países ricos, por ser su deuda pública superior a los activos públicos-, en China, la privatización progresiva pero ordenada ha mantenido importantes sectores estratégicos bajo el control de un Estado que las grandes empresas privadas nunca se atreverían a desafiar, como ocurre en occidente.

El capitalismo chino lleva una larga ventaja sobre los demás porque las cosas que allí se deciden se hacen. No hay reto tecnológico, ecológico o social que China no pueda afrontar. En occidente, por contra, los cambios necesarios y urgentes se demoran de manera exasperante porque una pequeña élite global de enorme fortuna, diversa pero aunada en el objetivo de seguir alimentando una ambición personal paradójicamente insaciable, maneja y controla las distintas parcelas inconexas del poder económico y político dentro y fuera de los Estados.

Pero el hecho de que China cuente con eficaces sistemas de control para garantizar un crecimiento ordenado y sin sobresaltos no significa en absoluto que su capitalismo, aunque con mejores resultados que occidente y muy lejos de la extrema Rusia de Putin, haya conseguido ser igualitario, como se observa en G.1. El Partido Comunista chino, visto el crecimiento espectacular del orden capitalista que ha impuesto, ha conseguido que el pueblo en su conjunto progrese evitando la miseria a los de abajo, pero no ha podido reconducir la succión de la riqueza desde arriba, cuya dinámica es hoy similar a la de los países del norte y del sur bajo la órbita liberal.

Que el crecimiento de la desigualdad en China está alcanzando un nivel extremo se constata dentro del partido único hacia la cúpula y hasta el entronizado líder supremo, que viene purgando opositores y funcionarios al viejo estilo del partido, y quitándose de encima a las escasas mujeres que, como excepción global, arañaron una pequeña parcela de poder económico durante la transición. La dirigencia del sistema chino no está hoy en manos de altruistas pensadores que controlan el capitalismo para ponerlo al servicio del pueblo, si es que alguna vez lo estuvo, sino de multimillonarios magnates de los negocios de ambición patológica, todos varones, como en occidente. Esa crucial contradicción en el núcleo del poder guardián de la transformación capitalista está también pendiente de resolver a los ojos del pueblo chino y del mundo.

Resumen y conclusiones

La desigualdad extrema capitalista, que reina en todos los Estados, es fuente de inmensos problemas para la gran mayoría de la población mundial: extensión de la pobreza, falta de justicia y libertad, negocios monopolísticos indeseables, emerger del autoritarismo, idiotización ideológica, corrupción… Además, es un obstáculo casi insalvable para solucionar el gran reto de la humanidad, el cambio climático, provocado por la concentración de poder en manos de una exigua minoría que nutre sus negocios, precisamente, de la destrucción ecológica.

Sin embargo, los problemas asociados al capitalismo tienen solución. No con un neoliberalismo que fomenta la desigualdad extrema y conduce a un modelo como el de Rusia, sino con una intervención regulatoria inteligente sobre el mercado como la de China, que ha evitado que la mayoría de abajo quede descolgada del progreso y la ha convertido en pocos años en la mayor potencia económica mundial.

Los extremos de éxito y fracaso capitalista de China y Rusia -en aplicación respectiva de una regulación estricta del mercado y de un liberalismo salvaje- debieran llevar a occidente a reflexionar sobre la urgencia de ejercer políticas socialdemócratas y regular los mercados decididamente y sin complejos para el bienestar de la mayoría. Rusia y China son dos modelos políticos autoritarios indeseables, uno enmascarado de democracia y otro de partido único abiertamente represor de la disidencia, pero Rusia representa el estrepitoso fracaso económico de las políticas liberales y China el éxito impresionante del capitalismo bajo control. La Unión Europea debiera tomar nota, profundizar en el análisis de los resultados de las dos grandes corrientes ideológicas capitalistas y sacudirse el neoliberalismo parasitario de sus instituciones cuanto antes.

China ha demostrado que es posible el bienestar capitalista bajo una dictadura y Rusia ha confirmado que el neoliberalismo económico conduce a ella. Europa y el mundo entero debieran tener como prioridad profundizar en la democracia y en el estado del bienestar, porque se sabe que ambas acciones son compatibles. Occidente vivió sus treinta mejores años de progreso tras la Segunda Guerra Mundial (la Edad de oro del capitalismo) hasta que la irrupción del neoliberalismo torció el guion.

Corolario

Ignorar la tendencia del capitalismo hacia la desigualdad aplicando políticas liberales radicales es el camino al fracaso económico y al infierno político, como se ha demostrado en Rusia. Aplicar una política económica sensata que controle y regule adecuadamente los mercados es posible bajo una dictadura, como viene demostrando China. A occidente le toca demostrar que se puede solucionar la precaria situación económica de la mayoría de abajo y a la vez profundizar en democracia, justicia y libertad, en un proceso lógico y natural que funciona perfectamente en ambos sentidos. Por experiencia histórica propia y ajena se sabe muy bien, pero hay que tener la voluntad de hacerlo.

About Luis Molina Temboury

Economista especializado en el análisis estadístico de la desigualdad. Convencido de que para revertir la escalada de la desigualdad extrema tendremos que acordar un límite al patrimonio. Cuanto antes mejor. Miembro de Economistas Frente a la Crisis

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