España era el alumno modelo de la clase de Maastrich, con un superávit público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del 40% del PIB
Desde la introducción del euro y hasta el inicio de la crisis, España ha sido una de las economías más dinámicas de Europa. Con una tasa de crecimiento media en el periodo 2000-2007 del 3,6 %, su tasa de paro había descendido en julio del 2007 hasta el 8,2 %, la más baja de los últimos 40 años. Antes de la crisis, España era el alumno modelo de la clase de Maastrich, con un superávit público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del 40% del PIB. Pero desde el 2007 se han perdido 2,4 millones de puestos de trabajo, la tasa de paro ronda el 22 %, el 44 % entre los jóvenes, la economía está estancada y, según Eurostat, España aparece como el cuarto país más desigual de la UE, solo por delante de Lituania, Estonia y Rumania. Las ultimas elecciones generales del pasado 20 de noviembre, más que una victoria del PP, que solo gana medio millón de votos, fueron una clara derrota del PSOE, que pierde 4,4 millones de votos por su derecha y por su izquierda. Ha sido el peor resultado (28,7 % de los votos) de los socialistas desde la recuperación de la democracia en 1978.
Entre las brillantes perspectivas del 2007 y la realidad de hoy, ha pasado el tsunami de la crisis. Las reformas progresistas de José Luis Rodríguez Zapatero impulsando los derechos sociales y las libertades individuales y su política exterior, retirando las tropas españolas de Irak y aumentando la ayuda al desarrollo, ya no han sido tomadas en consideración. Los ciudadanos están preocupados por la inseguridad económica, y desorientados por los bruscos cambios de política económica de un Gobierno que negó la crisis durante demasiado tiempo y no supo explicar las medidas que tuvo que tomar para hacerle frente.
La intensidad y la duración de la crisis, y sus dramáticos efectos sociales, tienen mucho que ver, sin duda, con los malos resultados electorales del partido socialista. Pero han sido también los errores en la gestión política de la crisis, sobre un fondo de descrédito de la política y de pérdida de contacto con las clases populares, sobre todo con la juventud especialmente castigada por la creciente precariedad laboral, los que han producido esa situación.
El primer error de los Gobiernos socialistas fue no haber intentado corregir antes las debilidades estructurales de la economía española y su insostenible modelo de crecimiento
El primer error de los Gobiernos socialistas fue no haber intentado corregir antes las debilidades estructurales de la economía española y su insostenible modelo de crecimiento, basado en una hipertrofia del sector de la construcción y un excesivo endeudamiento privado. Lo reconocía el propio José Luis Rodríguez Zapatero y el derrotado candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba diciendo que su mayor error había sido no “pinchar” antes la burbuja inmobiliaria. Esperaban, como decía en un exceso de optimismo el Vicepresidente Pedro Solbes antes de su cese-dimisión, “un aterrizaje suave, desacelerando poco a poco la excesiva inversión en vivienda”. El aterrizaje suave ha sido en realidad un verdadero “crash”, acelerado por la crisis financiera internacional.
Los Gobiernos socialistas no hicieron gran cosa para controlar el crecimiento desbocado de la construcción. Más bien echaron leña al fuego de una dinámica especulativa, ideológicamente basada en la liberalización del suelo y financieramente sustentada por los bajos tipos de interés y las entradas de capital extranjero que el euro trajo consigo
Es cierto que fue el PP el que lanzó el proceso de desregulación urbanística que hizo posible la burbuja inmobiliaria. Pero a ello contribuyeron destacados miembros del partido socialista a los que José Luis Rodríguez Zapatero dio las mayores responsabilidades. El Gobierno socialista tardo tres largos años antes de modificar la Ley del Suelo, y para cuando lo hizo, el mal ya estaba hecho. A pesar de las voces que lo pedían, desde dentro y fuera del Gobierno, no solo no redujo los incentivos fiscales a la construcción sino que produjo una legislación fiscal especialmente favorable a las plusvalías inmobiliarias en plena burbuja especulativa.
A pesar de las voces que lo pedían, desde dentro y fuera del Gobierno, no solo no redujo los incentivos fiscales a la construcción sino que produjo una legislación fiscal especialmente favorable a las plusvalías inmobiliarias en plena burbuja especulativa
Ese fue uno de los mayores errores de política fiscal de los socialistas españoles, contradiciendo su programa electoral de 2004, en el que se proponía volver a colocar las plusvalías a corto plazo dentro de la escala progresista del impuesto sobre la renta. En vez de eso, se completó la regresividad de la política fiscal del PP, haciendo que todos los rendimientos del capital financiero y las plusvalías inmobiliarias tributasen a un tipo proporcional muy bajo, del 18%.
Así se llevaba a la práctica una política fiscal muy al estilo de la Tercera Vía blairista, que creía más en la reducción de los impuestos y en la disminución de su progresividad que en sus efectos redistributivos. Pasará a la historia la famosa frase de José Luis Rodríguez Zapatero: “bajar los impuestos es de izquierdas”, que no deja de ser sorprendente en un país que sigue siendo uno de los que tienen la presión fiscal más baja de Europa, como también es uno de los más bajos el gasto social por habitante.
Es cierto que el gasto social aumentó durante la primera legislatura 2004-2008 de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero no fue financiado con aumentos estructurales de la recaudación ni de la progresividad fiscal, sino con el aumento de los ingresos provocados por el boom inmobiliario. La progresividad tributaria y la sostenibilidad fiscal disminuyeron, pero quedaron ocultas por un aumento de la recaudación que se detuvo bruscamente con la crisis.
Se crearon así las bases de un déficit estructural que explotó cuando la crisis detuvo en seco la actividad. La supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, poco tiempo antes de tener que congelar las pensiones y reducir los sueldos de los trabajadores públicos, es el ejemplo más dramático de esas contradicciones fiscales. La pérdida de recaudación generada por la supresión de ese impuesto fue el doble de lo que se ahorraba congelando las pensiones. La supresión se decidió antes de que se fuera plenamente consciente de la gravedad de la crisis, pero la imagen del Gobierno quedó muy dañada por esas decisiones, que no eran la mejor manera de distribuir de forma equitativa los costes de la crisis.
Las reducciones o bonificaciones fiscales de tipo proporcional, como la decisión de distribuir a todos los contribuyentes por el impuesto sobre la renta un cheque de 400 euros, cualquiera que fuese su renta, para intentar aumentar el consumo y mantener la actividad económica, o la de fomentar la natalidad premiando con un cheque-bebé de 3.000 euros a todas las madres, cualquiera que fuese su renta, contribuyeron a disminuir la progresividad, no tuvieron efectos macroeconómicos y, sobre todo, aumentaron la sensación de injusticia fiscal.
En realidad, la crisis inmobiliaria reflejó las debilidades de la economía española y la insostenibilidad de su modelo de crecimiento. Prácticamente todo el diferencial de crecimiento entre España y el resto de la UE se debe al boom inmobiliario, que triplicó los precios de la vivienda y causó un insostenible aumento del endeudamiento de las familias, desde el 47% de su renta disponible en 1997 al 135% en el 2007. El déficit exterior llegó al 10% del PIB, pero eso no parecía preocupar a nadie ya que el euro había hecho desaparecer las restricciones exteriores que siempre habían acabado abortando el crecimiento de la economía española. Con el euro había desaparecido el riesgo de cambio, los capitales afluían y nos permitía endeudarnos a tipos de interés reales negativos.
El choque externo creado por la quiebra de Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó una restricción del crédito que paralizó la economía real
En cambio, la inversión industrial era débil, la espectacular modernización del país no se traducía en el aumento ni la diversificación de las exportaciones ni de su contenido tecnológico. La productividad del trabajo no creció apenas durante 10 años (0,2% en media, versus 1,3% en Francia) consecuencia en parte de la especialización productiva en sectores, construcción y servicios, en los que no hay grandes aumentos de productividad. Ello, junto con los aumentos salariales mayores que la media de la zona euro, hizo que el país perdiera competitividad, expresada en su déficit comercial, pero enmascarada por el motor de crecimiento interno que era la construcción y la disponibilidad de financiación exterior.
Y así hasta que la crisis paralizó bruscamente ambos factores. El choque externo creado por la quiebra de Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó una restricción del crédito que paralizó la economía real. El ajuste se realizo aumentando el paro, ya que un tercio al menos de los empleos eran temporales con costes de despido muy bajos o nulos.
Desde la oposición, los socialistas habían denunciado la insostenibilidad de ese modelo de crecimiento basado en el endeudamiento y la expansión del “ladrillo”. Propusieron cambiarlo, pero cuando se cabalga sobre una expansión que crea empleo y llena los cofres del Estado y de la Seguridad Social no es fácil frenar para cambiar de rumbo.
Y además, cambiar de modelo productivo lleva tiempo. Cuando la crisis llegó, ya era demasiado tarde. La Ley de Economía Sostenible que pretendía impulsar ese cambio, muy a la manera española heredada del dirigismo francés, de hacer grandes Leyes que enuncian principios retóricos para cambiar realidades complejas, se convirtió en un recital de buenos deseos y medidas heterogéneas, impotentes para hacer frente al vendaval y las urgencias de la crisis.
José Luis Rodríguez Zapatero negó la crisis durante demasiado tiempo y tardó en darse cuenta de su gravedad. Estaba convencido de que España tenía el sistema financiero más sólido del mundo gracias a las provisiones anticíclicas que había exigido el Banco de España. Pero resultó que parte del sistema, en especial las Cajas de Ahorro, estaba seriamente dañado por la pérdida de valor de los activos inmobiliarios y la insolvencia de un numero creciente de familias altamente endeudadas y afectadas por el paro.
La primera respuesta a la crisis, durante 2008 y 2009, fue del tipo keynesiano, como en todas partes y según lo que la propia UE y el FMI aconsejaban. Pero el déficit creció muy rápidamente hasta el 12% del PIB, no tanto por el aumento discrecional del gasto sino por el juego de los estabilizadores automáticos vinculados al sistema de protección social, y sobre todo, la caída de los ingresos vinculados a la actividad de la construcción. A diferencia de Grecia, donde el déficit creó la crisis, en España la crisis creó el déficit.
Cuando la crisis cambió de naturaleza, desde una crisis de demanda que precisaba estímulos fiscales a una crisis de endeudamiento y de financiación exterior, la reacción fue lenta. José Luis Rodríguez Zapatero siguió proclamando que no reduciría sus políticas sociales hasta que en Mayo del 2010, bajo la presión de Bruselas y de los mercados, tuvo que imponer un severo plan de ajuste, recortando salarios públicos, congelando pensiones y subsidios y subiendo impuestos, sobre todo los indirectos. El incremento impositivo sobre las rentas altas y los rendimientos del capital fue solo simbólico, y no se repuso el impuesto sobre el patrimonio hasta días antes de las elecciones. El conjunto de las medidas fue percibido como un injusto reparto de los costes del ajuste, sobre todo porque al mismo tiempo se conocieron los sueldos, las indemnizaciones y las pensiones multimillonarias de los directivos del sistema financiero, especialmente de las Cajas de Ahorro en quiebra o en graves dificultades financieras.
Hay que decir que el PP intento en todo momento sacar ventaja electoral de la crisis, como ha hecho la derecha europea en Portugal y en Grecia. Votó en contra de las medidas de ajuste presentadas por José Luis Rodríguez Zapatero, que fueron aprobadas por un solo voto. Si hubieran sido rechazadas, como en Portugal, España hubiera debido acogerse a la ayuda europea, creando una situación mucho más grave para el país y para toda Europa.
Desde entonces, José Luis Rodríguez Zapatero hizo de la necesidad virtud y se convirtió en el mejor alumno de las medidas de austeridad y ajuste prescritas por la UE. Pero no fue capaz de explicar este cambio radical, percibido por buena parte de la opinión como una traición a sus principios, en pleno conflicto con los sindicatos por las reformas de las pensiones y del mercado de trabajo, que acabaron siendo inefectivas y que no contentaron a nadie.
El movimiento de los indignados o del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también importantes cuestiones acerca de la representatividad del sistema político español, basado en listas electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad de la democracia
Duras medidas de ajuste contradictorias con el discurso político anterior y con un Ministerio de Economía tecnocrático, incapaz de la pedagogía política necesaria, provocaron una fuerte caída de la confianza en el Gobierno. A ello se le sumo la desconfianza en la clase política provocada por casos de corrupción, aunque afectasen sobre todo al PP. El movimiento de los “ndignados”, ocupando pacíficamente las plazas de España, reflejó la frustración de una juventud sin futuro, los nuevos “ninjas” (no income, no job, no assets) de la sociedad española, con el agravante de que muchos de ellos tenían hipotecas que no podían pagar sobre unas casas que valían menos que lo que habían pagado por ellas.
El movimiento de los indignados o del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también importantes cuestiones acerca de la representatividad del sistema político español, basado en listas electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad de la democracia, el funcionamiento de los partidos políticos y su apertura a la sociedad. Cuestiones que el partido socialista no se había planteado suficientemente y a las que tendrá que dar respuesta en la nueva etapa que ahora se abre.
En este contexto de crisis económica y contestación social, el PSOE perdió votos por los dos lados: sus votantes centristas pensaron que José Luis Rodríguez Zapatero estaba perdido en su laberinto, y que ni él ni Alfredo Pérez Rubalcaba tenían capacidad de responder a la crisis; y los situados más a la izquierda se sintieron decepcionados o traicionados por sus reformas y sus medidas de ajuste.
El tímido giro a la izquierda intentado durante la campana electoral carecía de credibilidad. Era demasiado poco y demasiado tarde por parte de alguien demasiado identificado con las políticas del Gobierno. No era posible a la vez criticar medidas parecidas, que fuesen a ser aplicadas por la derecha, y justificarlas cuando habían tenido que ser aplicadas por la izquierda.
Ahora el socialismo español se enfrenta, como en los demás países europeos, a la definición de políticas que hagan compatible equidad social y sostenibilidad ambiental con las exigencias de competitividad en un mundo globalizado, en una sociedad mucho más individualizada y frente a un sistema financiero más poderoso que los propios gobiernos. Lo único que es seguro es que la respuesta no puede ser nacional y que hay que encontrarla en la escala europea. Un terreno donde por desgracia tampoco el papel del PSOE ha sido muy relevante en los últimos años.