José Borrell Fontelles
Presidente del Instituto Universitario Europeo de Florencia
Ilustración por Iker Ayestaran
El déficit público, cuando es excesivo y se retroalimenta con los intereses de la deuda, es un problema. Lo es ahora, aunque en España sea la crisis la que ha causado el déficit y no el déficit el que ha causado la crisis, como lo fue durante los muchos años en los que, como secretario de Estado de Hacienda, tuve que lidiar con él. Pero el déficit público, una palabra que suena mal porque indica una insuficiencia, también es un instrumento de la política económica al que no se debería renunciar constitucionalmente en nombre de un malentendido “equilibrio presupuestario”.
Las apelaciones al equilibrio suenan bien porque a nadie le gustaría que le tacharan de desequilibrado. Para defender el equilibrio se argumenta que no se puede gastar más de lo que se ingresa, y para evitarlo habría que prohibir el déficit. Se acabaría así con la tentación de los gobiernos de no pasar por el incómodo trámite de exigir impuestos para poder repartir los beneficios del gasto público.
Con la crisis griega –esta sí que es sin duda una crisis de exceso de déficit público–, Merkel ha repetido que no se puede gastar más de lo que se ingresa. También me lo decía mi abuela. Forma parte de la sabiduría popular y se asume como una evidencia.
Pero las cosas son algo más complicadas. Aparte de que una familia no juega el mismo papel económico que un gobierno, habría que preguntarse por la dimensión temporal de ese equilibrio entre ingresos y gastos y por su naturaleza.
Eso de que no se puede gastar más de lo que se ingresa hay que mantenerlo cada día, cada mes, cada año… o a lo largo de un ciclo económico que tiene –lo sabemos de sobra– fases de crecimiento y de depresión. Las empresas no ganan ni gastan lo mismo todos los meses y los gastos e ingresos públicos también son estacionales. Lo razonable para un país es buscar el equilibrio a lo largo del ciclo, equilibrando déficits y superávits anuales.
También es importante la naturaleza de gastos e ingresos, que se suele obviar alegremente. El déficit que toma en consideración la contabilidad pública es el que resulta entre gastos e ingresos no financieros, y entre estos hay que distinguir entre gastos corrientes (como sueldos y gastos de funcionamiento, intereses y subvenciones) e inversiones. El gasto corriente beneficia a sus receptores de hoy y, por eso, se debe financiar con ingresos de hoy. Financiarlo con déficit, es decir, acumulando deuda, implicaría trasladar su carga al futuro.
Por eso el Presupuesto debe tener superávit corriente. Y en eso consiste la famosa “regla de oro”, tan citada desde la pasada reunión de Merkel y Sarkozy sin explicar en qué consiste. La “regla de oro” es –o era– que el déficit fuese menor que la inversión, de forma que esta se financiase en parte con el superávit corriente y en parte con deuda.
Es lógico, porque una inversión como construir una carretera o un hospital se paga en los ejercicios presupuestarios en los que se construye, pero sus beneficios se extienden en el tiempo por muchos años. No tiene sentido obligarse a financiarlo con los impuestos de hoy porque beneficiará también a los contribuyentes de mañana. El crédito se ha inventado para poder pagar la carretera en tantos ejercicios como dure la amortización de la deuda emitida para financiarla. Pero para eso hay que aceptar que los presupuestos de los años en los que se construye, que es cuando cobra el constructor, tengan déficit.
Si prohibimos el déficit nos obligamos a financiar las inversiones con los impuestos de los años en los que se construyen. Esto es ineficiente e injusto. Ninguna empresa financia sus inversiones con los beneficios del año en el que se ejecutan. Apañados estaríamos si así fuera. Las financian con créditos o ampliaciones de capital y las amortizan a lo largo de su vida útil con los beneficios que generan. No decimos que una empresa está en desequilibrio porque recurre al crédito para financiar inversiones, eso es lo normal. Por eso las normas presupuestarias de la UE no prohíben el déficit, sino que lo limitan al 3% del PIB. Como me decía el propio Herman Van Rompuy en un reciente coloquio, para permitir que parte de la inversión se financie con déficit.
El déficit cero y amén no sólo obliga al sinsentido económico de financiar toda la inversión con ingresos del año, sino que impide que los gobiernos puedan actuar de forma anticíclica manteniendo renta y generando actividad económica en los momentos depresivos. Y hasta la propia Christine Lagarde nos advierte desde el FMI de que una contracción fiscal demasiado rápida pondrá en peligro la recuperación. Comprometerse a no tener nunca déficit público, cualquiera que sean las circunstancias y cualquiera que sea su finalidad, es algo muy arriesgado y tiene que ver más con la ideología que con la economía.
Aparte de esas consideraciones técnicas, ¿tiene algo que ver la renuncia al déficit con posiciones de derecha o izquierda? Tiene que ver desde luego con la concepción del rol y la dimensión de la acción pública. Si no se pueden financiar inversiones con deuda, el gasto de inversión entrará en conflicto con el gasto corriente, es decir, redistribución y servicios públicos, y este tenderá a reducirse. La alternativa sería subir la recaudación fiscal. Desde luego que habrá que hacerlo porque los gobiernos se han acostumbrado a pedir prestado el capital a los que lo tienen en vez de exigirles un mayor esfuerzo tributario.
Algunos desde la izquierda ven en esa restricción la oportunidad de un rearme fiscal, pero ese dudoso rearme fiscal seguiría sin darle al Presupuesto su capacidad de actuar de forma compensatoria en las fases bajas del ciclo. Un instrumento que debe usarse con inteligencia y mesura, pero al que no se debería renunciar constitucionalmente.