Las conferencias internacionales sobre cambio climático acostumbran a crean expectativas que al final se frustran. Está pasando con el COP26 o cumbre sobre el clima de Glasgow, los acuerdos obtenidos distarán mucho de los que serían necesario. Discursos afligidos, caras de preocupación, evidencias ciertas que nos dirigimos al desastre, pero posturas excesivamente diletantes, ausencias que claman al cielo y siempre notorios incumplimientos de lo acordado.
Es cierto que no se ganan elecciones con medidas drásticas para combatir el cambio climático, pero no es menos cierto que o bien el tema se aborda de forma profunda e inmediata o no habrá salida razonable y ordenada. Ya no estamos en tiempos de que las curas paliativas sean suficientes. Los límites medioambientales se manifiestan ya ahora y lo son para todos. Es difícil ser exigente con países pobres y emergentes, cuando la mayor parte del problema lo hemos creado con nuestro desarrollismo los países ricos. El principal incumplidor de los acuerdos, quien sabotea reiteradamente la toma de decisiones son Estados Unidos, China o Rusia, pero Europa no le va a la zaga.
Más allá de las restricciones en las emisiones de CO2 autoimpuestas o la dotación de fondos de reparación, el verdadero problema de fondo es un modelo económico basado en el crecimiento depredador de los recursos disponibles y que no ha tenido en cuenta las externalidades medioambientales que se generan. Duplicar el PIB mundial en una década o doblar cada cuatro años el consumo de energía es imposible mantener ininterrumpidamente en el tiempo. Para alcanzar el conjunto de países los niveles de desarrollo y consumo de los países de la OCDE que se estima pueden ser de 63.000 dólares anuales per cápita en 2050, se necesitaría un PIB 15 veces mayor que el actual. De hecho, hoy la producción es ya 68 veces la del año 1800. Estamos hablando de un mundo imposible hasta para la imaginación y el optimismo más audaz. El problema estructural es que la economía actual depende del crecimiento constante para mantener su equilibrio. Algo que cualquier ecólogo puede explicar que no es ni siquiera posible plantearse. Hemos llegado al final del paradigma industrialista de los últimos tres siglos, quiera reconocerse, o no.
El fenómeno del calentamiento global y el cambio climático que genera ya está mostrando evidencias contundentes y sostenidas en forma de catástrofes climáticas y con la aceleración de procesos de desertización. Los gases de efecto invernadero provenientes en su mayor parte del abuso de una energía basada en los combustibles fósiles, además de convertir en auténticamente inhabitables muchas zonas urbanas y empeorar notablemente la calidad de vida y aumentar las enfermedades, provocan una alteración atmosférica que está cuestionando de forma muy seria nuestro futuro. Los combustibles fósiles, más allá de que tienen unos límites de reservas bastante definidos y que conceptualmente se basan en la sinrazón de consumir capital y no renta, generan una contaminación insostenible, además de un aumento de precios que los hacen inviables en la medida en que se vayan generalizando los estándares occidentales de consumo de energía hacia los países emergentes y los menos desarrollados. Con el modelo de consumo energético occidental, no existe energía para todos a unos costes razonables. Ni de origen fósil ni proveniente de las renovables.
A finales de siglo XXI, la temperatura media global podría llegar a crecer hasta 5 grados si no se remedia y ya se considera aceptable que se limite a 2, con lo que el deshielo de los polos y la subida del nivel del mar más de 50 centímetros nos abocaría a catástrofes inmensas y poco predecibles. Lógicamente, el cambio climático aumentará la pobreza, disminuirá la producción agrícola, así como la disponibilidad y acceso al agua potable. En cuatro décadas, muchos de los recursos minerales se habrán agotado (cobre, estaño, plata, zinc, mercurio y otros minerales estratégicos). Como plantea Ramon Folch, «las pretendidas verdades fundacionales de la civilización industrial clásica se han revelado equivocadas». Se consideró que la matriz biofísica era ajena a los procesos económicos, creyendo que sus componentes esenciales (agua, suelo, clima…) eran «bienes libres irrelevantes». La consecución de un nuevo equilibrio de sostenibilidad global requiere la instauración de un nuevo modelo de desarrollo económico, social y ambiental.
La biosfera ha dicho basta, y la reacción es todavía notoriamente insuficiente, como lo demuestran la modestia y el incumplimiento del Protocolo de Kioto de 1997 o de la Conferencia de París de 2015. La cumbre de Glasgow demuestra que, aunque más preocupados, estamos donde estábamos. La sostenibilidad va poniendo en jaque el modelo socioeconómico y ambiental imperante, basado en el exceso, la iniquidad, el desperdicio y la imprevisión.
De acuerdo, más aún muy de acuerdo, pero todo eso que permitía políticas soft bien dirigidas hace veinte años o más, plantea hoy un rompecabezas político con los sistemas constitucionales que nos hemos dotado y que conforman las culturas existentes de la sociedad civil en casi todo el mundo industrializado. Tocar las culturas de consumo, los hábitos de producción y las dinámicas distributivas generan todo tipo de populismo, y ese es el problema principal. Después de muchas décadas de creernos nuestra propia propaganda de la excelencia no parece muy viable dar marcha atrás y empezar a limitar derechos como el de propiedad y libertad empresarial o de consumo y desplazamiento, por citar sólo algunos