La insoportable levedad del juicio de valor

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Gustavo Adolfo Medina Izquierdo es Economista

“Siempre es el momento adecuado para hacer lo correcto”

Martin Luther King

Desde finales de los años 70 se ha ido apoderando, principalmente de las élites de los Estados Unidos y de Europa, un fervor, casi religioso, por una tan particular como clásica forma de interpretar la economía que, lejos de contribuir al bienestar económico y el progreso social de la mayoría de los ciudadanos, más bien parece estar al servicio de unos intereses muy concretos que, no por conocidos, resultan menos sospechosos y reprobables.

Intelectuales, empresarios, financieros y políticos de todo signo, día sí y día también, repiten, en todos aquellos foros a los que son invitados, la buena nueva que, bendecida por la sofisticación matemática y el aparente rigor científico de los modelos que le sirven de sustento, se ha convertido en una especie de mantra que, desde una falsa asepsia ideológica, pretende travestirse de verdad contrastada e irrefutable, cuando no es más que fundamentalismo claramente partidista y de lo más reaccionario.

El Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y los demás guardianes de la ortodoxia económica clásica ejercen, al mismo tiempo, una actitud pedagógica y punitiva, tal y como en otro tiempo hicieron instituciones tan conocidas como el Santo Oficio, dejando claro, al igual que sus más ilustres predecesores, que el camino que conduce a la salvación es arduo, difícil y espinoso, y no está exento de dolor. Ora pro nobis.

Metáforas aparte, no somos pocos los que modestamente creemos, sin tanta alharaca de ecuaciones e hipótesis seudocientíficas, que tiene que haber un sendero menos largo, desesperanzador y doloroso  hacia la felicidad, que es, en definitiva, el bien supremo al que todo ser humano debe aspirar. Un sendero que ha de permitir a la economía dejar de ser la ciencia lúgubre de Thomas Carlyle,  y, en cierto modo, volver a sus orígenes, para reencontrarse con el mejor  Aristóteles, con la ética y, por qué no, con el bien común.

Un bien común que, no lo olvidemos, durante mucho tiempo fue el patrimonio más precioso al servicio del cual estaban los estudios y los estudiosos de la ciencia económica. Pero eso fue antes de que Adam Smith, o mejor dicho, antes de que los expertos en un solo párrafo de Adam Smith-más concretamente, el que hace referencia al carnicero, al panadero y al cervecero-, tal y como acertadamente los calificó Sen, convirtieran la restricción moral en un residuo incompatible con cualquier análisis científico.

Y aunque la economía, antes de ser simplemente economía, fue economía política, y mucho antes de eso incluso un instrumento al servicio de la razón práctica kantiana y de la consecución de la felicidad, la abrupta deportación del sentimiento moral a la inanidad científica de lo normativo acabó por dinamitar cualquier intento de dignificar al homo economicus y rescatarle de la estrecha esfera psicológica del interés propio al que se ha visto eternamente condenado por la ortodoxia clásica.

Poco importa que la ciencia a la que se trata de emular sea esa física mecanicista y precuántica cuya epistemología empirista ya nadie defiende. Mientras los defensores del discurso oficial sigan amparándose en la presunta objetividad y predictibilidad que la ausencia de juicios de valor concede a sus modelos, los mantras de siempre seguirán retumbando en nuestras cabezas hasta que el aturdimiento cognitivo que produce su constante repiqueteo no nos deje ver más allá. Esa es su esperanza.

            Pero no hay que caer en la trampa. Tras esa pretendida asepsia ideológica, que se nos muestra como única hoja de ruta posible hacia la eficiencia económica, se esconde, tal y como defiende Gunnar Myrdal, un pensamiento político muy antiguo, adivinen ustedes al servicio de quién.

Un pensamiento político que Friedman y sus acólitos, y los acólitos de sus acólitos, pretenden que pase desapercibido porque parecer neutral cuando no se es neutral, es precisamente ser el menos neutral de todos.

Desechada, pues, la objetividad y, en constante entredicho, la predictibilidad-baste, para ello, hacer un seguimiento de cualquier servicio de estudios de cualquier institución pública o privada-, ¿qué le queda a la ortodoxia para reclamar el monopolio del solucionario económico de las situaciones de crisis?. Como diría Don Antonio Machado, la fe del carbonero de sus damnificados, de quienes creen a pies juntillas en un discurso tramposo que con una mano te da, a ser posible poco, y con la otra te quita todo lo que puede. Faltaría más.

Siendo esta la que podríamos denominar “la no moral imperante”, ¿a quién extraña la depravación financiera, la corrupción política, la falta de transparencia democrática, el progresivo empobrecimiento de nuestra sociedad y la creciente desigualdad?. ¿Quién se sorprende con la evolución que están tomando los acontecimientos si, al fin y al cabo, y con el afán de no contravenir a la ortodoxia clásica todos debemos ser lobos, al estilo de Hume, para nuestros coetáneos?.

El bien común, la felicidad, el bienestar social, la dignidad de las personas y los derechos sociales no son sino viejos residuos de modelos ineficientes a desmantelar. El carnicero, el cervecero y el panadero sólo atienden a las demandas que se expresan en dinero, a los deseos que reportan un beneficio, a las intenciones que se pueden cuantificar. Los demás, el pelotón de los excluidos crece en número, pero no en voz, siendo cada vez más reducidos los espacios donde se puede expresar. Un Estado en franca retirada los está abandonando a su suerte.

La economía clásica y el discurso oficial los dejan huérfanos y sin patria. El becerro de oro de la ortodoxia económica, la eficiencia, ha condenado al juicio de valor a una levedad insoportable, a un delirio metodológico del que es necesario rescatarle cuanto antes para que la equidad, la dignidad y la solidaridad vuelvan a ser parámetros sobre los que construir una economía del bienestar, tal vez un poco menos rigurosa, pero mucho más provechosa para quienes, a pesar de ciertos economistas, también tienen todo el derecho del mundo a aspirar a ser felices.

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