Parece abrirse un mundo distópico, un mundo en el que el planeta pasa factura en forma de riadas, inundaciones, incendios, desequilibrios demográficos, todo por la acción humana con sus consecuencias letales sobre el clima. Un proceso largo, acumulativo, devastador. En poco tiempo.
Un mundo en el que personajes histriónicos fabrican discursos y generan relatos que lo niegan todo, que señalan, sin el más mínimo atisbo científico, que todo lo que sucede es producto de una conspiración, de una manipulación de no se sabe quién.
El panorama geopolítico es igualmente inquietante: guerras abiertas en Europa, Oriente Próximo, y amenazas de grandes tensiones en Asia y en América Latina. También desde esos espacios aparecen voces que insuflan desunión, amenazas, crispación, violencia. Los resultados electorales en Estados Unidos consolidan nuevas vías de enfrentamiento, que en la economía tendrán sus manifestaciones en guerras comerciales que acabarán tensando los precios al alza y, por tanto, a tocar de nuevo también al alza los tipos de interés. Muchos de los precarios que han votado a Trump lo sufrirán en sus propias carnes: por obra y gracia de un magnate condenado y con treinta y cuatro causas pendientes. La estupidez humana no tiene límites.
Los sueños de la sinrazón generan monstruos. Las poblaciones asisten a todo ese cúmulo de mensajes que viajan a través de las redes, creados por intoxicadores profesionales, próceres de la mentira y de la tergiversación, que estimulan las bajas pasiones de gentes descontentas, desesperadas. ¿Quién les financia? La furia guerracivilista se instaura en momentos precisos, con la manifestación genuina de las violencias verbal y física. Con el enaltecimiento de la ignorancia, de la emisión de conceptos vacíos de contenido, del señalamiento a enemigos a los que se debe derrotar por todos los medios: los posibles y los que no lo deberían ser.
Un mundo en el que se utiliza la palabra “pueblo” para confundir: “solo el pueblo ayuda al pueblo”, se dice en determinadas plataformas, por boca de esos tahúres de la falsedad. Un concepto, de nuevo vacío, que elude que las situaciones más complicadas que se han vivido durante catástrofes se han resuelto por la intervención pública, por el papel del Estado en todas sus vertientes. Con todos sus defectos. Y ello no elimina que la solidaridad de la gente haya actuado con fuerza, con energía, con firmeza. Pero son los servicios públicos los que se despliegan, porque la intensidad de la solidaridad privada, básica, esencial, encomiable, no es suficiente para atajar la desproporción de los problemas. El negacionismo climático se ha visto sacudido; pero también el negacionismo fiscal, tributario. Esa idea peregrina de que reduciendo los impuestos todo irá mejor se da de bruces contra una realidad, que es tozuda: el Estado, en todas las grandes crisis económicas desde 1929, acaba actuando no solo para corregir los “errores del mercado”, sino para redireccionar e impulsar políticas de recuperación, de resiliencia.
Las conductas distópicas, fabuladoras, mentirosas, manipuladoras, tienen apoyos generosos de quienes viven mejor con la estrategia de la confusión. Quienes pretenden utilizar la democracia para domarla, desde dentro, a su antojo, con la utilización de los poderes que –se presume– están separados. El objetivo es llegar al poder político cuando no se tiene, sea como sea, al precio que sea. Y solamente se respetan los canales democráticos cuando se ha alcanzado esa cima de decisión. Se está en ello. Los muy ricos ya han hechos sus apuestas, y ahora van a pasar las facturas correspondientes: lobbies tecnológicos, defensores de los combustibles fósiles, contrarios a los avances sociales, agresivos con un entorno cada vez más frágil. No es extraño que ante tanta estulticia el planeta se encabrite.