Los equívocos del contrato único

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La pretensión de arreglar nuestras patologías laborales mediante la implantación de una sola reforma laboral, vuelve de nuevo a formar parte del debate, Para dejar a todos iguales, todos acabarían siendo temporales.

Si hay un lugar común en la historia de nuestras reformas laborales durante el último tercio de siglo ha sido su instrumentación como respuesta -en ocasiones paranoica- a las situaciones de crisis experimentadas por la economía española. La introducción de la contratación temporal como medida de fomento del empleo fue la disposición con mayor carga efectiva -y, seguramente, también simbólica- entre las adoptadas en la reforma laboral de 1984. En aquel momento nuestra tasa de desempleo superaba el 21% y en los cinco años precedentes la destrucción de empleo había alcanzado 1,5 millones de puestos de trabajo perdidos. A partir de la segunda mitad de 1985 la ocupación comenzó a recuperarse.

Obviamente, resultaría muy simplista imputar el cambio cíclico a aquella reforma laboral en una economía que ya empezaba a incorporar en sus expectativas las consecuencias enormemente positivas de nuestra inminente entrada en las instituciones europeas. Sin embargo, es muy importante subrayar que aquella política de estímulo al empleo temporal, diseñada con carácter coyuntural, se mantuvo durante todo el periodo expansivo que la siguió, y terminó originando un enorme crecimiento de nuestra dualidad laboral. Desconocemos la tasa de temporalidad existente en 1984, pero entre 1987 y 1994 se duplicó largamente a través de un significativo grado de sustitución de empleo fijo por temporal. Además, algo mucho más trascendente, se introdujo en nuestras relaciones laborales una cultura de la temporalidad que pronto se convirtió en una de las patologías más graves del mercado laboral español.

Ocho años más tarde, en 1992, una nueva crisis económica que destruyó alrededor de un millón de empleos y disparó el gasto en protección hasta un nivel incluso superior al actual en relación al PIB, obligó a impulsar nuevas reformas (entonces el gasto en prestaciones se elevó desde el 1,2% hasta alcanzar casi un 4% del PIB). La respuesta fue un importante paquete de medidas desarrollado entre 1992 y 1994 que contuvo, entre otras materias, una significativa reforma de la protección por desempleo que logró estabilizar rápidamente el gasto tras la recuperación iniciada en la segunda mitad de 1994.

A comienzos de la pasada década, la denominada crisis de las puntocom provocó un incremento del 24% en el volumen de desempleados a lo largo de los siete trimestres transcurridos entre el segundo de 2001 y el primero de 2003. La respuesta entonces fueron dos nuevas reformas laborales. Una de ellas, la reforma de la negociación colectiva, resultó fallida como consecuencia de la crítica sindical y, lo que terminaría siendo crucial, la oposición de los propios empresarios. La otra fue retirada en su mayor parte tras la huelga general con la que respondieron, como en 1992 y 1994, las organizaciones sindicales. Sin embargo, lo que sí mantuvo el Gobierno del PP, por encima de todo, originó el mayor impulso hasta entonces conocido en los despidos sin causa: la implantación del despido exprés. Al suprimir de hecho la tutela judicial efectiva y vaciarla de contenido material, al reducir de forma clara el coste efectivo de los despidos realizados sin causa alguna, el despido exprés produjo una gran conmoción en nuestras relaciones laborales. Para los que se preocupan por la excesiva rigidez de la institución del despido en España, convendría recordarles que desde el año 2002 en nuestro país se han realizado 7 millones de despidos, de los que 4,2 millones (el 60% del total) se han producido en 48 horas sin alegación de causa alguna. En términos europeos esto sí es una verdadera peculiaridad del modelo español de relaciones laborales y no nuestro diseño de negociación colectiva, en lo esencial muy similar al existente en Francia, Alemania o Italia.

Como las anteriores, las reformas de 2010 y 2011 tampoco concitaron respaldos significativos entre los interlocutores sociales, pero algunas cuestiones merecen ser subrayadas. La reforma basculó en su primera fase -2010- sobre el impulso de la contratación indefinida sobre todo en su modalidad de fomento del empleo y, tras el Acuerdo Social y Económico de enero de 2011, en el estímulo de los contratos a tiempo parcial. Cuando, en agosto de 2011, se suspendieron los límites al encadenamiento de la contratación temporal (una regla cuyo funcionamiento durante la crisis estaba destruyendo empleo temporal antes de convertirlo en estable) ello se realizó por dos años de forma estrictamente transitoria. Aprendiendo de la experiencia pasada se trataba de impedir que se produjeran efectos de naturaleza tan negativa como los que se derivaron de la reforma de 1984.

Por su parte, la reforma de la negociación colectiva exige que cuando no se produce el acuerdo se dé paso a la mediación y al arbitraje entre las partes. En nuestra opinión, esto es lo razonable en un marco moderno y flexible de relaciones laborales, ¿o es que alguien cree de verdad que el futuro en esta materia debe descansar sobre una flexibilidad impuesta unilateralmente por una de las partes? Eso sí sería una nueva vuelta al pasado para devolvernos a un modelo más propio de otros tiempos en España y en Europa. Si las condiciones laborales que provienen de un pacto colectivo pueden alterarse según el criterio de la parte empresarial, la negociación colectiva dejará de existir y los derechos laborales se regularán y concretarán en la ley. El resultado será más intervencionismo. Empresarios y trabajadores terminarán siguiendo caminos divergentes en lugar de buscar compromisos mutuos, cooperación. En suma, complicidad en el trabajo y en la empresa.

La pretensión de arreglar de un plumazo nuestras más profundas patologías laborales mediante la implantación de un contrato único vuelve de nuevo a formar parte del debate. Es verdad que ahora se matiza al plantear que también debe subsistir contrato interino; por supuesto, habría que añadir el de tiempo parcial; y el contrato temporal cuando existe causa objetiva, realizado por las ETT o desde la propia empresa; y el fijo discontinuo, imprescindible en buena parte de nuestros servicios de hostelería vinculados a la temporada turística o en ámbitos crecientes del sector agroalimentario. O sea, que de único, lo que se dice único, nada. Pero sobre todo hay que insistir en que una indemnización de despido creciente partiendo de niveles más reducidos al comienzo de la vida del contrato no solo no solventaría nuestros problemas de rotación laboral, sino que terminaría reduciendo la estabilidad global del empleo y nos dejaría irresueltos todos los problemas derivados de nuestras altas tasas de temporalidad: ausencia de estímulos a la formación en el empleo y freno al avance de la productividad. Dicho casi con la misma sencillez, ¿o habría que decir simpleza?, con la que se realiza la propuesta: para arreglar la dualidad dejar a todos iguales, esto es, todos acabarían siendo temporales.

Después de todo, algo hemos ganado en estas semanas si los mismos que le pedían resultados urgentes a las reformas laborales recientemente materializadas sugieren ahora que las para ellos imprescindibles reformas del mercado de trabajo no darán resultados inmediatos. Es decir, que para sus reformas hay que ser comprensivos y pacientes, y no así para las que ellos no son los proponentes. He aquí lo que popularmente se conoce como ley del embudo.

A fin de cuentas, lo más efectivo en este mundo laboral son los acuerdos que nacen de la libertad negociadora de las partes. Los agentes sociales ya han entregado un primer paquete de acuerdos (algunos imprescindibles y no poco importantes, como el de mediación y arbitraje que incorpora los nuevos instrumentos de flexibilidad aprobados en las reformas de 2010 y 2011). Y a los que deberían suceder acuerdos que extiendan la necesaria política de moderación salarial a los próximos años. También hay materias en el ámbito de la regulación de la contratación laboral: una mayor flexibilidad en el contrato a tiempo parcial, el desarrollo de los instrumentos de cualificación necesarios fuera de la empresa para los jóvenes contratados en formación, y el despliegue de las posibilidades de financiación del despido a través del Fogasa. Es mejor hacerlo así y dejar de darle vueltas, al menos durante una temporada, a la madeja de la regulación del coste del despido.

Valeriano Gómez y Luis Martínez Noval son economistas y han sido ministros de Trabajo y Seguridad Social.

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