Por Ignacio Muro Benayas, miembro de Economistas Frente a la Crisis
EEUU esta en el foco de todas las miradas. Las primeras medidas puestas en marcha por Trump, las movilizaciones sociales que han generado y el apoyo explícito a las mismas realizadas por el expresidente Obama introducen elementos de excepcionalidad en el clima político mundial.
Por todo ello, conviene estar atentos a los mensajes lanzados desde los grupos económicos. De momento, la subida de los mercados desde la victoria electoral de Trump y la cotización al alza del dólar parece significar que la nueva administracion cuanta con un voto de confianza del poder financiero. Las grandes del automóvil, por su parte, han “corregido” sus planes de inversión sobre Mexico en la linea de lo solicitado por Trump. Por otro lado, las corporaciones tecnológicas que habían mostrado una imagen de mano tendida durante las últimas semanas, aparecen ahora encabezando las críticas a las restricciones sectarias a la inmigración. No son las únicas. Incluso amigos de Trump como Boeing o General Electric se han mostrado críticos. Es obvio que los principales actores económicos no han encontrado todavía un marco de consenso con la nueva administración.
Pero hay al menos dos cosas claras: la primera es que la perspectiva moderna y seductora de los EEUU de Obama se ha desmoronado bruscamente; la segunda, que la precipitación y el sectarismo de los decretos islamófobos anti-inmigración y su torpeza técnica han sido determinantes para el rechazo social. No es extraño. Los elegidos para dar forma a este momento son millonarios situados en las fronteras exteriores del republicanismo, que deciden tomar el mando directo de la política, sin intermediarios profesionales.
Reemerge la América corporativa más rancia
Pero ello no debería oscurecer que otra forma de ejercicio del poder emerge y parece evidente que cuenta con el apoyo de fuerzas económicas que creen desfasados los grandes discursos globalizadores típicos del consenso de Washington, dominante desde los años noventa. Lo conforman grupos que tantean nuevos registros y soluciones desde posiciones proteccionistas del mercado interior que pretenden el silencio o la aquiescencia de otros actores económicos.
Con Donald Trump retorna la América corporativa más rancia que ya estaba representada en el gobierno presidido por George W. Bush. Si entonces la administración representaba la alianza entre la industria militar y las industrias extractivas más conservadoras, (las petroleras de Texas, algunas eléctricas – entre ellas la paradigmática Enron-) ahora esos actores vuelven a la escena, con el apoyo de la nueva industria del fracking, y los sectores inmobiliarios y del juego, adobados bajo el papel dirigente de la industria financiera post-crisis.
Algo ha cambiado. Si Bush reconoció que EEUU era un yonqui que debía superar su “adición al petróleo” ahora la dependencia más importante procede de dinero barato regado por los bancos centrales. Es la industria financiera, con márgenes escasos en la intermediacion tradicional y presionada por las fintech, la que trasmite la necesidad de una esa dosis diaria imprescindible para sobrevivir. Y la que necesita controlar directamente la agenda del periodo de desintoxicación para no sufrir con cambios reguladores.
Del soft power al discurso duro.
Ocurre que entre Bush y Trump han transcurrido ocho años en los que EEUU ha mostrado al mundo su imagen más optimista, con un liderazgo indiscutido en las tecnologías de vanguardia y en la producción de mitos culturales e ideológicos. Y es que los Google, Appel, Microsoft, Facebook, Amazon… no solo han monopolizado la innovación disruptiva y atraído, como nunca antes, a los mejores talentos a sus universidades y centros tecnológicos, no solo eso. En estos años, han perfeccionado la capacidad de seducción sobre miles de millones de ciudadanos de multitud de países, convirtiéndose en los proveedores indiscutidos de los nuevos mitos e ideologías (emprendimiento, economía colaborativa, entornos abiertos, creatividad) que triunfan en el mundo.
En torno a ellas y al discurso optimista de la sociedad digital EEUU ha reconstruido su liderazgo económico y su hegemonía cultural, mostrado la mejor versión del softpower, esa forma de liderazgo internacional que no necesita exhibir continuamente su poderío militar para ejercer el control en el mundo. Lo que retorna con Trump y los que le apoyan es, desde luego, la recuperación del discurso del poder duro basado en tonos amenazantes, cuyos efectos se hacen sentir antes incluso que la lógica de la exclusión y la intimidación se hace patente y se materializa en fuerza coactiva.
De la hegemonía política de las élites innovadoras se pasa al discurso duro y directo de las élites extractivas. Si la America demócrata de las últimas administraciones, las de Clinton y Obama, estuvo siempre conectada con las tecnológicas de California, con Trump retornan al poder las elites extractivas más “puras” conectadas con sectores desenganchados de la innovación productiva, que actúan como si la riqueza fuera finita y debiera ser explotada en una carrera contra el reloj. De esa conexión surge una visión muy distante sobre problemas y soluciones que convienen al mundo.
Si la administración demócrata se caracterizaba por cierta sensibilidad hacia los riesgos globales del largo plazo (calentamiento global, crisis energética) la America de Trump se muestra negacionista sobre esos asuntos mientras se preocupa de los efectos que los ‘excesos del ecologismo’ provocan en la industria norteamericana. Se trata de sectores que asumen como normal la explotación intensiva de recursos naturales y enlazan con naturalidad con la cultura del corto plazo que los mercados financieros, representados por los Goldman Sachs, han impuesto a la economía.
El nuevo mandatario y los conflictos con las tecnológicas
La pregunta es si las empresas tecnológicas, cuya lógica económica está, en principio, situada en las antípodas de los sectores pro-Trump, podrá adaptarse o no, y en qué medida, al primitivismo de la época actual. Parece evidente que no pueden tolerar que les dificulte el acceso al talento a través de los visados temporales H-1B para profesionales de alto valor.
Parece evidente también que las diferencias mostradas en la campaña electoral y el apoyo decidido de Silicon Valley a Hillary Clinton, es el reflejo de ecosistemas sociales muy distantes. El que la aportación financiera de los trabajadores de Google a la campaña de Hillary haya sido 80 veces superior a la de Trump no es más que una actitud coherente con la mayoría del complejo científico técnico de EEUU que ha participado activamente en la misma dirección.
La decisión de Trump de excluir a las tecnológicas de su Consejo Empresarial, la institución que asesorará en las primeras decisiones y lineas maestras, ha sido también coherente con esa distancia. Allí estaba convocada la America corporativa que mejor se identifica con los nuevos valores: tres compañías financieras, Blakstone, cuyo CEO ejercía la presidencia, JP Morgan y BlackRock, otra de la industria del ocio, Walt Disney, los grandes almacenes Wal-Mart y la tecnológica “clásica” IBM, mientras la gran industria tradicional está representada por Boeing, General Motors, PepsiCo y General Electric.
Ni siquiera después del encuentro mantenido el 14 de diciembre con los CEOs de las grandes corporaciones tecnológicas se produjo la entrada de ninguno de los seis principales (Appel, Facebook, Microsoft, Amazon o Alphabet/Google) al Consejo Empresarial, aunque sí lo hicieron dos piezas “menores”, los responsables de Tesla y Uber, Elon Musk y Travis Kalanick. Pero las declaraciones conciliadoras de Trump a la salida del encuentro hizo que las acciones de las tecnológicas recuperaran su tono positivo.
Los intereses comunes empujan a una entente cordial
A pesar de la indiscutida capacidad de seducción de los mitos conectados con la llamada ideología californiana dominantes en los últimos 10 años, no hay que dejarse engañar con los valores reales que hoy dominan en Silicon Valley. Si en el pasado representaba valores diferenciales sobre la ética empresarial y la sostenibilidad, la participación social y la transparencia, hoy la situación empieza a ser otra.
Ahora sus tesorerías rebosantes las convierten en tiburones de cualquier proyecto competidor; su influencia como principal lobby es reconocida en Washington o Bruselas; su dominio de las prácticas de elusión internacional de impuestos es noticia todos los días; su colaboración en episodios de control social las convierten en aliadas objetivas de la NSA, la CIA u otros servicios de seguridad, y, por último, su poderío indiscutido como líderes de Wall Street las colocan en vanguardia del capitalismo financiero.
Al fin y al cabo, le hace mas daño al negocio de Alphabet/Google cualquier referencia a noticias falsas, que hizo caer su cotización en los mercados en noviembre pasado, que las diferencias con Trump. Solo hace falta salvar los problemas derivados de la inmigración y precisar el alcance del pacto en los temas que más les preocupan, que tienen que ver con aspectos fiscales y regulatorios.
El sector tecnológico quiere negociar la intención de Trump de repatriar parte de los 2,1 billones de $ situados fuera de EEUU por corporaciones americanas (entre las que destacan Appel y el conjunto del sector tecnológico), mientras rebaja el impuesto de sociedades hasta el 15%. El principal argumento es que lo tienen invertido en deuda de EEUU de las que son uno de los principales tenedores externos, por encima de la India, Alemania o Canadá. Y, por supuesto, confía en que Trump no ponga en marcha medidas antimonopolio contra Amazon o Google y, para ello, cuentan con la capacidad de influencia de Peter Thiel, fundador de PayPal e intimo de Trump, y defensor de la bondad de los monopolios tecnológicos.
Si las tecnológicas representaran claramente los valores que dicen representar el pacto sería imposible. Si encontraran una entente cordial significaría una nueva coexistencia de poder duro y blando, “palo y zanahoria” como signo del control social del nuevo tiempo.
Ignacio Muro Benayas @Imuroben