Por una Constitución de las mujeres

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Ruth Rubio-Marín, Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, es miembro de Economistas Frente a la Crisis EFC

Una vez más hemos celebrado el día de nuestra Constitución, una constitución que, pese a proclamar el principio de igualdad y la prohibición explícita de la discriminación por razón de sexo, contó con siete padres y ninguna madre constituyente puesto que ninguna formó parte de la ponencia constitucional; que surgió de una asamblea constituyente en cuya Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas la ratio varón/mujer fue de treinta y seis a uno y que, aun a día de hoy, no ha logrado ser reformada para que se corrija la discriminación, tan cargada de simbolismo, de la mujer en el orden sucesorio a la jefatura de Estado. ¡Casi nada!

Mucho ha cambiado, justo es reconocerlo, desde aquellos años. Y hoy por fin el ordenamiento jurídico español ha sido depurado de casi todas aquellas odiosas y descaradas discriminaciones, discriminaciones abiertas y directas que, durante los tiempos franquistas, relegaron a la mujer a la condición de minoría legal, esperando de ella que, fiel al contrato sexual que acompañó al proyecto constitucional desde el inicio de su andadura, quedase recluida a una ciudadanía con «c» minúscula: una ciudadanía pasiva, indirecta, subordinada y encorsetada en los confines de lo doméstico, volcada predominantemente a la labor reproductiva y del cuidado, por arte de amor.

Y sin embargo, estamos aún lejos de garantizar el mandato del artículo 9.2 de la Constitución Española que celebramos y que reclama la necesidad de que los poderes públicos promuevan las condiciones para que los ciudadanos, entiéndase, también las ciudadanas, puedan disfrutar de una libertad e igualdad reales y efectivas; lo que, en jerga jurídica se entiende como el principio de igualdad sustantiva.

Las cinco caras de la opresión de las que nos hablara la filósofa Iris Young antes de su prematura muerte – la violencia, la explotación, la marginación, la carencia de poder y el imperialismo cultural– siguen haciendo de la mujer, como colectivo, un grupo oprimido cuya libertad y seguridad se ven mermadas por un conjunto amplio e interrelacionado de limitaciones y agravios. Hablamos de la violencia, incluida la sexual; del acoso; de la trata de mujeres, a menudo con fines de explotación sexual; de la mayor dificultad de la mujer en el acceso al empleo en condiciones dignas; de la brecha salarial entre los sexos; de las paupérrimas pensiones de las mujeres y la forma en que las expone a un alto riesgo de pobreza en el ocaso de sus vidas; de su segregación ocupacional o de la explotación de su labor desproporcionada en el reparto de cuidados domésticos fundamentalmente no remunerados; de su infrarrepresentación en los órganos de dirección en las empresas o en los gobiernos y parlamentos; de la heteronormatividad y de la intolerancia y adoctrinamiento religiosos y su peculiar forma de incidencia en los derechos y cuerpos de las mujeres.

Ante esta realidad, y teniendo en cuenta que la reforma de nuestra ajada Constitución se hace cada vez más inevitable, hemos de plantearnos cuál debe ser la constitución que reclamen las mujeres si, llegado el caso, se abriera, como parece ya de facto, la ventana de oportunidad constituyente. Al hacerlo, no podemos, por supuesto, caer en la ingenuidad de pensar que todos los reductos del patriarcado que limitan la autonomía de las mujeres puedan resolverse constitucionalmente. La constitución es la norma de normas que define los poderes del Estado y sus reglas de funcionamiento, la norma que enmarca los parámetros dentro de los que pueden moverse los poderes del Estado a la hora de adoptar leyes y políticas públicas, con sus consiguientes partidas presupuestarias (pues si no, de poco sirven). Es de éstas de lo que va a depender fundamentalmente la consecución de la igualdad para las mujeres. ¡Bienvenidas fuisteis, entre todas las leyes, y pese a todas vuestras carencias, la Ley para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres; la Ley Integral contra la Violencia de Género y la Ley de Atención a las Personas en situación de Dependencia!, por citar solo algunos hitos legislativos en la conquista de la igualdad real de las mujeres españolas; tarea, como decimos, aún por concluir y que, en los últimos años, ha visto importantes regresiones de tipo presupuestario.

Y sin embargo, vías nuevas que se abren. Desde que en 1995 la Plataforma de Beijing lo planteara como objetivo a escala global, observamos un movimiento por el empoderamiento de las mujeres cuyo objetivo primordial es que éstas se sumen de forma colectiva al proceso de toma de decisiones. La expresión más destacada de este movimiento tal vez sea la adopción de leyes de cuotas de género, empezando por aquellas que operan en el ámbito político, como las que contiene nuestra Ley de Igualdad, movimiento que ha trascendido recientemente a otras muchas esferas (como la judicial, empresarial, sindical, universitaria…) para que allí donde se encuentre cualquier reducto de poder, se incluyan de forma significativa o, mejor aún, paritaria, las voces de las mujeres, hasta ahora silenciadas.

Expresión de esta gradual conquista del empoderamiento de la mujer ha sido, durante las últimas décadas y sobre todo, desde la llegada del nuevo siglo, la gradual inclusión de las mujeres y de los colectivos de defensa de sus derechos en los procesos constituyentes en distintas partes del mundo. El resultado es la proliferación de un constitucionalismo feminista que se atreve, por primera vez en la historia, a reclamar que la carta fundamental, esa que debe reflejar las aspiraciones que cada sociedad se da a sí misma como visión de justicia y legitimidad de poder, no se haga de espaldas a las necesidades y perspectivas de la mitad de la población.

Las posibilidades que nos ofrece el constitucionalismo comparado son múltiples y van desde la abolición del lenguaje sexista en la propia constitución hasta la adopción de la paridad como nueva forma de legitimidad de los poderes del Estado; pasando por adopción, en materia de derechos, de diversas cláusulas para reconocer los derechos reproductivos de las mujeres; para prohibir de forma explícita las distintas formas de violencia machista; para reconocer la pluralidad de formas familiares o para incorporar, como cuestión constitucional, la importancia social del trabajo reproductivo, el igual reparto de responsabilidades de cuidado y el igual derecho de mujeres y hombres a la conciliación familiar.

No hay pues más que ver lo que pasa en casa y abrir los ojos a un mundo que ya no es el de 1978. ¡Mujeres de España, preparad la agenda y reclamad vuestro sitio en la mesa de negociación! ¡Ha llegado, por fin, nuestro momento constituyente!

 

Este articulo fue publicado el 5 de diciembre en eldiario.es. Se reproduce en esta Web con autorización de la autora

About Ruth Rubio Marín

Ruth Rubio Marín, Catedrática de Derecho Constitucional Comparado del Instituto Universitario Europeo de Florencia, Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, es miembro de Economistas Frente a la Crisis

1 Comments

  1. Demetrio Vert el diciembre 7, 2017 a las 6:44 pm

    No entiendo muy bien que pretende Ruth Rubio-Marín, Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, en cuanto a cambiar legislaciones. Si hay algún punto, no solo en la Constitución, sino en cualquier ley, rglamento, ordenanza, etc. que discrimine la mujer por ser mujer, cuenten conmigo para cualquier acción activa para el cambio, incluidas las acciones donde nos mojemos de verdad.
    Si lo que se pretende es cambiar la forma de pensamiento de cualquier persona a través de constituciones, leyes, etc., solo se me ocurre adjuntar el siguiente relato del que soy autor. Gente como los personajes del relato, he conocido a cientos.

    Un albañil en la orilla del mar
    Se llamaba Estanislao Cortés. Tenía cincuenta y pico años y, entrada ya la tarde de un domingo, estaba sentado sobre la arena. Las olas del mar, muy azul en lontananza, en su interminable vaivén, a veces, le bañaban las piernas estiradas. Una le llegó hasta el ombligo. Luego, se retiró el agua.
    Estanislao pensaba en su mujer. Una aldeana, como él, de la Sierra del Segura. A miles de kilómetros de la isla canaria en la que ahora estaba.
    Era albañil. A su espalda, la mole del hotel en construcción. Dos mujeres jóvenes, con los pechos al aire, pasaron por su frente, pisando las finas olas. Conversaban en un idioma desconocido para Estanis. Piernas largas, rubias, altas, tetudas y de ojos azules. Suecas, se dijo. O de por allí.
    No era ducho en geografía. Pero era conocedor de que la gente con ese aspecto procedía de las tierras heladas del Norte. Buscaban sol. Se tostaban como si quisieran robarlo. Estanis sonrió. De sobra conocía a los turistas. Eran muchos los años de peregrinaje por las Baleares y por las Canarias. Aprovechaba las temporadas para sacarse unas pesetas. En el pueblo, los jornales escaseaban.
    Observó, sin ver, el bamboleo de los senos al venirle de cara; luego, la cadencia de las nalgas. Su cabeza estaba en otra parte, en la nostalgia, como él se decía. En su Antonia.

    Recordó la primera salida. Estanis, no te vayas, le suplicó su joven mujer, aún lozana, regordeta, de pómulos de cereza, pelo negro rebelde y manos ásperas por la faena. Es necesario Antonia. No nos llega. Obra, hay muy poca y con el olivo, ni cuentes.
    La mujer, a la que amaba, agachó la cabeza. De sobra lo sabía ella. ¿Y el niño que viene?, lo intentó Antonia. Por eso mismo, Antonia, por eso. Es la oportunidad de ganar unos cuartos. Para el niño, o la niña; lo que nazca.
    ¿Niño? ¿Niña? Nadie lo sabía, al menos en los olvidados pueblos de la sierra.
    La separación fue muy penosa. Cuatro meses largos sin su Antonia. ¡Mira, mira qué guapo! Se parece a tí, reía ella. ¡Un Sancho Panza en pequeñito! ¡Como tú! Mujer, ¡no seas exagerada! Antonia irradiaba alegría.

    Una ola le explotó en la barriga y salpicó su boca. Ni se dio cuenta del salobre sabor. Él estaba sonriendo al brillo de los ojos de su Antonia, a la carita de aquella cosita arrugadita, que mamaba y dormía.
    Salían del agua un hombre y una mujer y le pusieron cara seria. ¿Creerán que le sonrío a las tetas? ¡Vaya domingas!, se dijo. Y se avergonzó. A Antonia nunca la dejaría mostrar sus pechos. Son míos, de nadie más. Ella, con bañador. Es a lo que está hecha. Y efectivamente, así era. En el pueblo las mujeres vestían recatadas, no entraban en el casino y, al decir de la gente, no debían de ser descaradas.

    Con el tiempo se acostumbró a la desnudez de las hembras. Desde el andamio, las playas, eran preciosas. En ocasiones, salía del agua algún tipo en cueros. ¡Palomeeero!, ¡Mira el «mandao» que gasta el gachó! ¡Igualico que el tuyo! Y carcajeaban para ocultarse la envidia. ¡Iros a la mierda!, les respondía el peón aún adolescente.
    Sudorosos, sin dejar de darle a la paleta, oteaban y sentían envidia de los bañistas sumergidos en aquella agua tan clara, tan refrescante, sentían envidia de la gente tumbada en la arena fina. Imaginaban el olor a aceites en la piel de las féminas.
    El sol no lo envidiaban. Tan agradable para unos, a ellos les sobraba. Como los ladrillos. Nunca se acababan. ¡Mira p’allá, Palomero! ¡Mira que melones! Y Palomero miraba. Y su sangre de potro encrespado bullía. Pullas toscas, ocurrencias zafias, les alegraban la jornada.
    Once horas diarias. Seis los sábados, hasta la una. Y si el domingo podía ser, al menos medio día; por él, que no fuera. Ganar duros, eso importaba. El camastro, los barracones malolientes, la falta de espacio; simples menudencias.
    Palomero cocinaba. Lo absolvían del tajo a tiempo para preparar el condumio. A las nueve sonaba la sirena, ya con dos horas trabajadas: huevos con tocino a mansalva. Se sentaban sobre bloques de cemento, en círculo, alrededor de la gran sartén. El fuego en el suelo.
    Al mediodía, potaje de alubias. Potaje y más potaje. ¡Coño, Palomero! ¿Es que no sabes hacer otra cosa? ¡Calla y come. Tocapelotas! Y pan, mucho pan, infinidad de barras.
    Las tardes de los domingos a la playa. Cincuenta metros y a divertirse. Un baño entre machadas, y a ver prietos culos y redondas tetas.

    Prepárate Antonia, ya llego. Aguanta solo una semana. Siete días faltaban para abrazar a su Antonia, ya más gorda y madura, pero tan oferente como siempre; ganosa. ¡Te echo tanto de menos!, le lloraba ella. Natural, mucho tiempo en ayunas, ¿eh? ¡No seas bruto! Y le abrazaba el alma.
    Por eso Estanis sonreía, relamiéndose; no por la bañista a la que le bailaban los pechos. Había visto tantos; ya ni los miraba.
    Recordó a su hijo, ya casado, y a su nuera encinta. En un mes, abuelo, se dijo. Se sentía dichoso.

    Al pueblo llegó un telegrama. Un accidente. Se desplomó una grúa. Estanis estaba debajo. Lo aplastó como si fuera una mosca. ¡Una lástima!, dijeron los vecinos. Tan buen hombre y no conocerá a su nieto.
    Antonia, desgarrada.

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