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(Del libro de Economistas Frente a la Crisis «No es economía es ideología» editado por DEUSTO/PLANETA)
Por Juan Ignacio Bartolomé Gironella, miembro de Economistas Frente a la Crisis
La contumacia de los paradigmas
No deja de sorprender la contumacia con que se mantienen determinados paradigmas económicos, a pesar de la evidencia. Uno de ellos es el que sostiene que la plena libertad de los mercados financieros aporta grandes dosis de eficiencia a la asignación de los recursos productivos. Sin duda, en el origen de la crisis económica internacional está la falta de regulación de la actividad de estos mercados. Sin esta regulación, sus prácticas provocaron desconfianza, reducción de los flujos de créditos y contracción de la actividad económica que, en un mundo globalizado, se extendieron, a partir de 2008, por áreas geográficas muy amplias.
Era un contexto en el que la economía española presentaba unas características particulares. En los mercados mundiales había existido, en los años centrales de la primera década del siglo XXI, una amplia oferta de fondos prestables que permitió al sistema financiero español obtener créditos a tipos de interés muy bajos. El aparato productivo español estaba inmerso en lo que se ha llamado la «burbuja inmobiliaria», un crecimiento desmesurado de la construcción de viviendas, alimentado por las expectativas de subidas de sus precios, en que confluía un conjunto de factores irresistibles: los intereses del sector inmobiliario; su efecto sobre el resto de la industria, sobre el empleo y el PIB; los ingresos de los entes locales, ayuntamientos y comunidades autónomas, y las perspectivas de ganancias de las empresas financieras y, personalmente, de sus gestores.
La obtención de créditos a bajos tipos, la posibilidad de apalancamiento (relación entre deuda y re- cursos propios) de las empresas en porcentajes muy elevados y la falta de rigor de las entidades financie- ras al calificar la calidad de los activos que adquirían llevaban inexorablemente a un nivel de riesgo excesivo que cuestionaba su solvencia. Se ponía de manifiesto, también en España, que la libertad de mercado sin una regulación adecuada provoca perturbaciones sobre el conjunto de la economía, sobre todo si se trata de un sector con trascendencia sistémica.
La crisis financiera internacional no parecía afectar directamente a los intermediarios financie- ros españoles, ya que se encontraban en la posición de prestatarios, no de prestamistas. Ellos no habían, en general, adquirido activos tóxicos en los mercados internacionales. Sin embargo, la desconfianza se extendió como una mancha de aceite y los mercados internacionales se endurecieron. Ya no era posible renegociar la deuda internacional de bancos y cajas de ahorro a bajos tipos, lo que supuso un frenazo ra- dical de la actividad del sector inmobiliario y, con ello, de un amplio entramado de sectores industria- les, con consecuencias inmediatas sobre los niveles de empleo.
Crisis de demanda efectiva
La crisis financiera se transmitía al sector productivo y su efecto fue la devaluación de los activos inmobiliarios y la incapacidad de los prestatarios para hacer frente a sus deudas. Aumentaba la morosidad y la incorporación de bienes inmobiliarios devaluados a los balances de bancos y cajas, por ejecución de hipotecas. El sistema financiero español había generado sus propios activos tóxicos que ponían en cuestión el equilibrio entre activos y pasivos y su capacidad para cumplir su función de allegar flujos de créditos a la inversión y al consumo. Los analistas recordaban aquel antiguo aforismo: «Cuando baja la marea se ve quién nada sin traje de baño». Las prácticas de las entidades financieras, buscando las ganancias a corto plazo, tanto para las empresas como para sus ejecutivos, que reportaban los créditos al sector inmobiliario, provocaron un sobredimensionamiento de este tipo de activos en sus balances. Habían asumido un riesgo excesivo que el cambio en la tendencia de los tipos de interés sacó a la luz. Habían deteriorado su solvencia.
Sin flujos de créditos las expectativas de los inversores, acostumbrados a elevados niveles de apalancamiento, caían radicalmente mientras el paro y la preocupación de los consumidores por su futuro reducían el consumo privado. La crisis financiera provocó el desplome de la demanda efectiva con la consiguiente infrautilización de la capacidad productiva de las empresas. Es un círculo vicioso que se realimenta: paro, menor consumo, infrautilización, menor inversión, más paro. Sorprende la velocidad con que aumentaron las cifras de desempleo. La tasa de variación del PIB, que había alcanzado el 3,6 por ciento en 2007, pasó al 0,9 por ciento en 2008 y al -3,7 en 2009.
Inicialmente, la respuesta de las autoridades se basó en recetas clásicas y aparentemente correctas. Si el problema es la demanda privada, lo adecuado son políticas compensatorias que impulsen esta de- manda a través del gasto público. Al fin y al cabo las cuentas públicas se habían cerrado con superávit en 2006 y 2007, la deuda pública se mantenía en cifras correctas, en torno al 60 por ciento del PIB en 2010, y los condicionantes habituales de esta política compensatoria, sus efectos sobre la inflación y la competencia con la demanda privada de inversión, no suponían problemas agudos en aquellos momentos. Por supuesto que esta política de impulso a la de- manda hacía crecer el déficit de las administraciones públicas, sobre todo cuando la caída de la actividad económica implicaba un considerable descenso de los ingresos, pero podía ser soportable ya que el conocido efecto multiplicador del gasto público acabaría por reponer sus ingresos. Es una política que consigue remontar la evolución del PIB y que se mantiene hasta mediados de 2010, cuando se encuentra con un escollo insalvable: la Unión Europea, el euro.
La Unión Europea impone sus reglas
La entrada de España en el euro había traído venta- jas considerables. La principal es que se acababan nuestros problemas con la balanza corriente, que contabiliza el valor de las exportaciones e importaciones de bienes y servicios y cuya diferencia es el déficit (-) o superávit (+) por cuenta corriente. Los déficits por cuenta corriente se subsumían en el conjunto de Eu- ropa y, en un contexto internacional de exceso de oferta de crédito, podían ser compensados con la importación de capitales. Pero estas ventajas tienen su contrapartida: no somos independientes. Al adoptar el euro asumimos también reglas que se nos aplican con todo rigor. De repente, mayo de 2010, hacen saber al Gobierno español que debe someterse a una disciplina estricta de reducción del déficit que, en concreto, no debe superar el 3 por ciento del PIB en 2013, cuando en aquellos momentos se sitúa en el 9,2. Le recuerdan también que la deuda de los Estados no puede financiarse recurriendo al Banco Central Europeo, emisor del euro, como prestamista de último recurso, por lo que deben acudir a los mercados financieros que, siguiendo las indicaciones del monopolio de tres agencias de calificación, coordinan su oferta de préstamos y pueden obtener tipos de interés elevados. La alternativa al cumplimiento de estas reglas, indican con un estilo cercano al matón de barrio, es ser expulsados del euro.
¿Por qué se mantienen con tanto rigor estas reglas? ¿Por qué 2013 y no 2018? ¿Por qué el BCE no cambia sus objetivos, incluyendo el crecimiento además del control de la inflación, siguiendo el ejemplo de Estados Unidos y Reino Unido, cuando la dificultad principal no son los precios sino la recesión? ¿Y por qué concentrar toda la atención sobre el déficit público, cuando la deuda pública se mantiene en ni- veles aceptables y es la deuda de las entidades financieras el verdadero problema? Abordaremos más adelante estas cuestiones. El caso es que el objetivo de la política económica española deja de ser comba- tir el paro y la pobreza para centrarse en la reducción del déficit mediante recortes en el gasto público.
Lógicamente, la disminución de la demanda pública tiene un impacto procíclico sobre la producción y el empleo. En momentos de acusada debilidad de la demanda privada, el descenso de la demanda en el sector público se añade a un panorama de recesión y creciente desempleo. Además, es un impacto acelerado ya que al efecto multiplicador a la baja del menor gasto público se suma la depresión de las expectativas que origina. El anuncio de un recorte considerable en la inversión pública provoca que miles de empresas encarguen al jefe de personal que vaya preparando un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) e, incluso, el cierre de la empresa.
Lo paradójico es que los recortes del gasto tienen una capacidad muy limitada para rebajar el porcentaje del déficit sobre el PIB, debido a que provocan simultáneamente menores ingresos y mayores gastos en otras partidas presupuestarias. Los ingresos del sector público dependen directamente de la actividad económica y ésta responde desfavorablemente a la bajada del gasto. Además, el aumento del des- empleo también requiere más gastos.
Pero hay un efecto adicional que parece sorprender a los gestores de la política económica española, cuando es claramente previsible. Reiteradamente argumentan que disminuir el gasto conseguirá que los mercados financieros revisen a la baja los tipos a los que se renegocia la deuda pública, la prima de riesgo. Y, también reiteradamente, la realidad muestra el efecto contrario: cuando se anuncian recortes sube la prima de riesgo. Es lógico. A los operadores financieros les gusta prestar a los ricos y el anuncio de más pobreza y menores ingresos públicos les hace revisar al alza los tipos a los que están dispuestos a prestar. El resultado es que, en una parte relevante, los ahorros en educación, sanidad o investigación se dedican a alimentar los beneficios de los que especu- lan en el entorno de la deuda pública.
Éste es el escenario en 2012. Recesión, perspectivas de mayor recesión, incapacidad para cumplir los objetivos de déficit público y, como era de prever, explosión de la crisis del sistema financiero español. Los problemas de las entidades financieras tienen una característica ineludible y es que se agravan exponencialmente con el paso del tiempo. Y había pa- sado demasiado tiempo. Europa no podía dejar quebrar el sistema bancario español, sobre todo porque cuando la deuda es demasiado alta el problema lo tienen los acreedores que, en porcentajes significativos, eran operadores financieros del norte de Europa. En la primavera de 2012, la UE decidió acudir al rescate de las entidades financieras españolas con una línea de crédito en cuantía muy elevada pero con un condicionante, en principio, muy particular: el crédito se concede al Estado español, para que éste a su vez, lo emplee en reflotar a los bancos y las cajas de ahorro. Lo que se niega al Estado para impulsar la actividad económica se le concede para sustentar el sistema financiero, manteniendo la presión sobre la deuda pública. El Gobierno español consiguió suavizar, sobre el papel, este condicionante, pero la UE arrastraba los pies, y con su habitual agilidad burocrática, difería la práctica del rescate. España se ve más atenazada, si cabe, y más dependiente de los poderes dominantes en la UE.
El peligro de suspensión de pagos del sistema fi- nanciero y el método propuesto para su rescate permiten intuir las respuestas a las preguntas que antes se exponían respecto al empecinamiento en centrar los focos sobre el déficit público, a pesar de que, como se ha indicado, eran conscientes de que la deuda de las administraciones españolas se mantenía en niveles soportables y resistía ventajosamente cualquier comparación con la deuda de los países de nuestro entorno. Unas cifras sencillas hacen incomprensible este empecinamiento, si se utilizan criterios «normales»: en 2010, cuando se impone a España la senda temporal de reducción del déficit, la deuda pública española supone el 61,2 por ciento del PIB, mientras que la de Alemania alcanzaba el 83 por ciento y la de Francia el 82,3 por ciento. Para comprenderlo es necesario acudir a otros criterios.
Recortes y reformas
La exigencia de reducir el déficit al 3 por ciento en 2013 ha llevado a recortes innecesariamente drásticos en el gasto público. A mediados de 2012 se constata que la política procíclica del Gobierno español ha tenido efectos devastadores sobre la evolución del PIB, sin que haya conseguido mejoras considerables en las cifras del déficit. Las variaciones previstas del PIB para 2012 y 2013 se sitúan en -1,7 por ciento y -2,8, respectivamente, a pesar de lo cual el déficit público en los seis primeros meses de 2012 supera ampliamente el 6 por ciento del PIB.
Por supuesto, la evolución de estas variables era previsible, por lo que se hace difícil sostener los argumentos que defienden la austeridad, los recortes, el empobrecimiento, como medidas necesarias para estabilizar las cuentas públicas. Y si estos argumentos son insostenibles, la deducción lógica es que los objetivos que se persiguen son otros. Son objetivos que tienen entidad por sí mismos. No son las reformas y la política de recortes lo que permitirá superar la crisis, es la crisis lo que permite recortar y reformar. No es economía es ideología.
En el ámbito de España, las medidas se orientan, esencialmente, en dos direcciones. En primer lugar reducir drásticamente la labor del Estado como redistribuidor de rentas. Es una labor que, lógicamente, consiste en derivar rentas de los que más tienen hacia los que menos tienen y que se concreta en las partidas de prestaciones sociales del presupuesto de gastos públicos y en un sistema fiscal progresivo en el presupuesto de ingresos. Anular la política redistributiva es acabar con el pacto social imperante en Europa, el Estado de bienestar, una permanente aspiración de los poderes económicos y de la derecha política, que la crisis permite imponer.
La segunda dirección también ha sido una aspiración permanente de la derecha. Se trata de modificar los equilibrios entre los empresarios y trabajado- res en el seno de la empresa y quebrar la capacidad de actuación de las centrales sindicales. Un 25 por ciento de paro es el escenario más adecuado. La reforma laboral refleja la contundencia con que las autoridades españolas han abordado este objetivo. Sin duda, es un complemento necesario a la política de recortes.
También en el ámbito de la UE, se persiguen objetivos diferentes a la superación de la crisis que afecta a una parte de los países que la integran. En la Unión Europea siempre ha existido una intensa lu- cha entre los distintos Estados por ampliar sus cuotas de poder. Son batallas por obtener determinadas ventajas, pero subyacía un consenso básico en la necesidad de mantener los equilibrios esenciales. La UE es un proyecto a largo plazo y demasiado importante para cuestionarlo por intereses a corto plazo.
Sin embargo, un conjunto de países liderados por Alemania no han resistido la tentación de aprovechar la oportunidad que la crisis ofrece para transformar a su favor esos equilibrios y alcanzar una posición dominante, reduciendo a otros países a la condición de dependientes. El control del BCE, del euro, del Banco Europeo de Inversiones y de los pactos de estabilidad, pensados para una situación normal de crecimiento y empleo, son instrumentos in- mejorables para aumentar decisivamente sus cuotas de poder y, con ello, ganar posiciones en el reparto internacional del trabajo. Se constata que, tanto en el ámbito español como en el de la UE, hay poderosos intereses económicos y políticos cuyos objetivos difieren de la superación de la crisis.
La imagen de España
Estas actuaciones se ven reforzadas por los análisis y propuestas de numerosos economistas, que podríamos llamar oficiales, cuyos criterios atienden más a posiciones ideológicas que a la evidencia empírica. Y también se sustentan en tópicos sobre los españoles que deterioran la imagen de España. «Los españoles han vivido por encima de sus posibilidades.» Traducido al lenguaje económico significa que han comprado fuera más de lo que han vendido, lo que llamábamos déficit por cuenta corriente, para lo que se han endeudado en exceso. Esto es rigurosamente cierto pero fue consecuencia de los bajos tipos que nos ofertaban. En el fondo era crédito al cliente. Nos ofrecían créditos para que compráramos sus bienes de equipo, lo que impulsaba la industria alemana y de otros países de la UE. Algo parecido a la política comercial de El Corte Inglés. La responsabilidad es de todos. También es cierto que en determinados casos, demasiados, ha faltado rigor en la fiscalización del gasto público y en el control de su eficiencia. Pero ello se soluciona con la racionalización del gasto y no con recortes que agravan la crisis.
Hay imágenes más primarias pero que también juegan su papel: «Los españoles no trabajan, están siempre de juerga, plas, plas, olé, olé». Es comprensible la impresión del turista que nos visita, tan aireada en los medios europeos. Pero este turista no se para a pensar que el que está de juerga es él. Que el que dice olé, olé, está trabajando, también el guitarrista e, incluso, el que golpea el cajón con mejor o peor ritmo.
No es adecuado utilizar estereotipos como argumentos para las decisiones económicas. Lo que realmente deteriora la imagen de España en los mercados internacionales es una política económica procíclica que ahonda la crisis y genera pobreza. Y de esta política son tan responsables las administraciones españolas como las instituciones europeas lideradas por Alemania.
Indignados
Pero bajemos a la calle. Todo esto es literatura difícil de entender para el ciudadano normal. Pero este ciudadano sí constata que le reducen las prestaciones sanitarias y educativas, que en su entorno hay cada vez más parados, que él mismo está amenazado con la pérdida del empleo y debe someterse a las condiciones del empresario aunque sean abusivas. Observa que las colas para conseguir la comida que ofrecen instituciones caritativas son cada vez más largas. Si tiene veintitantos años, siente que se le pasa el tiem- po, que muchos años sin trabajar le inhabilitarán de por vida para ejercer su profesión a la que tanto es- fuerzo ha dedicado. Y no es capaz de señalar un culpable concreto. Deduce que la culpa la tiene el sistema, los políticos que son todos iguales. Se va quebrando la cohesión social y aflora el desapego a las instituciones democráticas. El coste económico y social de la crisis es inmenso. ¿Es que no hay alternativas que supongan un coste menor?
Aparentemente la economía podría funcionar. España cuenta con instalaciones productivas competitivas; con tecnología; con empresarios y trabaja- dores formados; con acceso a materias primas; y también con necesidades no satisfechas que suponen una amplia demanda potencial. Sin embargo, los inversores no invierten, lo consumidores no consumen, y los bancos no prestan. Y, en este escenario, las autoridades económicas no ejercen su responsabilidad de impulsar, de movilizar los recursos productivos, en atención a unos acuerdos pactados en el seno de la UE cuyo mantenimiento sólo beneficia a determina- dos países.
La insatisfacción social se canaliza a través de un movimiento, con grandes dosis de espontaneidad, sustentado en las redes sociales, en las que los jóvenes son expertos. Es el movimiento de los indigna- dos que el 15 de mayo de 2011 asombra al mundo por su capacidad de convocatoria y por su extensión, tanto geográfica como entre distintos ámbitos de la sociedad. Los indignados aportan muchas más preguntas que respuestas y son sus preguntas las razones más solidas de su indignación. Pero es un fenómeno absolutamente pacífico que, en el fondo, demuestra la permanencia de mecanismos que siguen vertebrando a los ciudadanos, a pesar de que la crisis conlleva un aumento significativo de la desigualdad y la ruptura de vínculos solidarios alcanzados a lo largo de muchos años, tras la muerte del dictador, con esfuerzo e inteligencia.
Elecciones en Francia
En mayo de 2012 aparece un elemento nuevo y muy relevante en la política europea. El Partido Socialista Francés, encabezado por François Hollande, obtiene la victoria en las elecciones presidenciales que se con- solida, posteriormente, con la mayoría en la Asamblea Nacional. Su programa contiene medidas que suponen un giro radical respecto a las políticas que se estaban practicando en Europa, entre las que destacan: reformas que acentúan la progresividad del sistema fiscal; medidas orientadas a reforzar el Estado de bienestar y reformas en el ámbito de la UE. En concreto, modificar los estatutos del BCE para que el crecimiento y el empleo sean también un mandato prioritario en la política monetaria, que el BCE pueda prestar directamente a los Estados, emisión de bonos de la Unión Europea e implantación de una tasa a las transacciones financieras.
Son propuestas que, amparadas por el peso de la República Francesa, supondrían el inicio de un cambio en la política económica europea. Están también amparadas por la ciencia económica, si lo que se pretende es superar la crisis.
Un nuevo Gobierno en Francia y la alarma que la insolvencia de instituciones financieras de determinados países transmitía a los mercados internacionales, incluido Estados Unidos, empezó a propi- ciar un cambio en la correlación de fuerzas en Europa y, tímidamente, en los criterios de las autoridades económicas que comenzaron a hablar de crecimiento. Sin embargo, la capacidad del nuevo gobierno francés para influir en las decisiones de la UE se ve muy limitada por la rocosa defensa de sus posiciones por parte de Alemania.
¿Fin de la crisis?
¿Estamos ante el principio del fin de la crisis? Es dudoso. La UE, por su propia configuración, se mueve muy lentamente y persisten los poderosos intereses que se sienten cómodos en la crisis y que seguirán lastrando la puesta en práctica de medidas tendentes a contrarrestarla. En cualquier caso el impacto en España es difícilmente reversible. La pérdida de prestaciones sociales y de capacidad de resistencia del mundo laboral no parece recuperable en un plazo previsible. Por otra parte, el tejido empresarial ha sufrido un daño considerable y las entidades financieras siguen sin margen para incrementar la oferta de créditos a los agentes económicos. Sin crecimiento, España se ve abocada al rescate total y a la intervención por la UE que reducirá, aún más, su margen de maniobra.
Si las cosas mejoran será en un plazo de dos o tres años y para entonces habremos perdido posicio- nes en los mercados internacionales y, también, un inmenso capital humano, las generaciones devaluadas por la crisis. Habremos perdido el tren.
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