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Los pecados de la carne

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En política resulta relevante tener sentido de la oportunidad. Sin duda el ministro Garzón no lo posee en demasía como ya demostró con el “chuletóngate” hace ya más de un año. Quizás es que ostenta un ministerio con pocas atribuciones fácticas y necesita crear impactos informativos que le puedan dar notoriedad. Se comprende. Los mal pensados pueden opinar que sabía perfectamente lo que hacía, pues no parece ser alguien políticamente ingenuo. Lo cierto es que le ha colocado una bomba entre los pies al PSOE a las puertas de unas elecciones autonómicas que no tienen buen color para las izquierdas, y los socialistas tampoco han sabido gestionarlo de manera muy conveniente. Puede que sus declaraciones se hayan inflado y tergiversado tanto por los conservadores como por una patronal ganadera que, como la derecha política, tiene muy malas pulgas. Si se quería iniciar un debate a buen seguro no era el momento, y aún menos el lugar un diario británico que no haría sino subir de tono para el posible desprestigio a la carne hispánica. Pero como siempre, más allá de la impericia política y de una formulación muy parcial y sesgada existe un tema de fondo, una cuestión que tiene mucho calado. El problema es que, justamente, la histeria polarizadora que la entrevista ha provocado no genera un contexto para poder atender a razones.

Seamos claros, el tema empieza mal cuando un miembro del gobierno habla y opina como si fuera un activista. Si eres gobernante, los problemas medioambientales, de salud o de tipo social que pueda provocar una actividad productiva se deben afrontan con leyes, normas y políticas, no con denuncias públicas. Quizás, y solamente lo planteo como una posibilidad, justamente se ha tratado de una acción agitadora dirigida a un público elector muy sensible a determinados marcos culturales. Proclama para la cohesión de grupo. El problema es el efecto contrario que esto genera en otra parte de la sociología hispánica y que las nuevas y viejas derechas saben muy bien como explotar. Frente al buenismo y la actitud de superioridad moral de la izquierda progre, se le contrapone la ridiculización chusca que tanto agrada y hace retozar a ciertos sectores patrios. Quizás, gobernar, más que en denunciar, consistiría en transformar.

El digamos que “debate” abierto por Alberto Garzón contiene muchos aspectos y perfiles, aunque se haya simplificado con la condena a las llamadas “macrogranjas” y haya encendido una confrontación enconada entre “carnivoroescépticos” y los “carnivoroadictos”, entre los críticos a determinadas formas de producción y los partidarios de la barra libre. La disyuntiva entre el modelo ganadero intensivo y la tradicional explotación extensiva es falsa o más bien poco realista. Para que haya carne suficiente y a un precio aceptable en el lineal del supermercado se requiere de producción estandarizada, industrializada y masiva. Y no tiene porqué hacerse de manera perversa o cutre. La ganadería tradicional nos puede resultar más atractiva, estética y romántica. Y debe mantenerse, pero no resulta suficiente y, a menudo, es poco sostenible en términos económicos en un mercado altamente competitivo. Puede ir dirigida a satisfacer solamente a un segmento prime del mercado. La izquierda, precisamente, debería protegerse ante tentaciones elitistas y creer que se pueden limitar los productos de consumo a los corners de delicatessen. El factor precio resulta determinante para que la mayor parte de la población pueda mantener unan dieta en la que la carne juegue un papel relevante. Otra cosa es que se garantice la calidad y la decencia de la producción de carne de manera intensificada, con exigencias y normas claras y aplicadas éstas sobre impactos medioambientales, salubridad, uso de medicamentes, bienestar animal, exigencias de calidad… Sobre esto si que pueden y deberían actuar los gobiernos. Los ministerios de consumo, si no me equivoco, justamente se crearon para esto.

En este debate se cuela, aunque sea de refilón, el tema sobre las contradicciones e imposibilidades futuras de dietas alimentarias de base carnívora. Este es un tema de hondura pero que, probablemente, no admite de frivolidades ni de ser planteado en términos puramente ideológicos o filosóficos. Una confrontación entre la modernidad del veganismo frente al conservadurismo chusco y ancestral de lo carnívoro. Son numerosos los estudios que nos explican los costes energéticos insostenibles a largo plazo para mantener dietas muy ricas en carne. Conseguir proteínas de origen animal resultará poco menos que un lujo teniendo en cuenta los costes de todo tipo que se generan. Están también las consideraciones sobre los efectos de la ingesta de proteínas animales sobre la salud de las personas, sobre todo si es excesiva. La moderación per cápita de las rentas medias y altas en relación con el consumo de carne o al cambio radical de hábitos, tiene y tendrá que ver con mutaciones de los estilos de vida y de consumo donde la salud y el bienestar personal va tomando mayor relevancia. Pero las situaciones y capacidades adquisitivas en el mundo y dentro de nuestra propia sociedad son muy dispares. Exigir “moderación” carnívora a países enteros o a grupos sociales que tienen ahora a ello un acceso muy limitado, se puede interpretar como una posición un tanto clasista. Imponer renuncias a aquellos que ni tan solo han llegado, contiene algo de cinismo.

De hecho, lo que se ha definido como el problema de las “macrogranjas” se refiere básicamente al sector porcino. Un subsector especialmente conflictivo y que en los últimos tiempos ha hecho su agosto con la exportación debido a la peste que ha asolado a la cabaña de China y que concentra, aparte de gente muy honesta, buenas dosis de malos usos y costumbres, además de dificultades grandes de sostenibilidad en todos los aspectos que contiene este término. Hace un tiempo Jordi Évole realizó un reportaje televisivo sobre esta cuestión dónde se evidenciaban sus perfiles más brutales y distópicos con relación al bienestar animal, el descontrol, la baja calidad de lo producido y los efectos contaminantes de determinadas maneras de proceder. Y es que un problema no menor, y hoy en día no resuelto se diga lo que se diga, es que hacer con unas deyecciones que superan con mucho las posibilidades de ser absorbidas por los campos de cultivo en tanto que abono. Su exceso inasumible se convierte en un residuo altamente contaminante que se echa en exceso sobre campos y riachuelos empozoñando las aguas freáticas por saturación de nitratos. Las soluciones técnicas de tratamiento de las deyecciones para valorizarlas han funcionado entre poco y nada en la medida que siempre resulta menos costoso trampear la norma, externalizar el problema, como así se ha venido haciendo. Porque aquí reside el problema, este es un sector al que no se ha obligado a internalizar “todos” los costes de producción. Las normativas son laxas y más laxa es aún su exigencia y control de aplicación. Todo se remite a códigos de “buenas prácticas” que dependen de la voluntariedad de su observación en un sector donde el empresariado tiende a lo tosco con actitudes que, para decirlo en términos educados, tienen que ver con la fase de “acumulación primitiva” de capital. Los que deberían de ser garantes de la norma tienden a mirar hacia otro lado para no molestar el sector y mantener los beneficios del caciquismo, pues la capacidad de presión e implicación política de estas patronales es grande, tanto en la España vaciada como en la Catalunya interior (Lleida, Plana de Vic), lugares donde el problema es muy acuciante.

Las dificultades no se circunscriben a la fase productiva de cría y engorde. Va mucho más allá. Acompañan a la producción ganadera, una industria cárnica constituida en su base por mataderos de una dimensión brutal y salas de despiece ingentes. La única ventaja respecto a una fase inicial en la que apenas se crea ocupación, es que en estas funciones si se crea y de manera masiva. Estamos ante justamente ante actividades intensivas en mano de obra, con unas condiciones de trabajo brutales y con sueldos miserables. El recurso es a la captación de grandes contingentes de inmigrantes dispuestos, al menos durante un tiempo, a trabajar con estos requerimientos, ya sean subsaharianos o bien orientales. La inmensa mayoría no cobran nómina de las empresas y, de hecho, administrativamente trabajan para falsas cooperativas de trabajo. La firma aparentemente contratante no tiene ninguna obligación con ellos, usa y abusa, y prescinde de los mismos cuando le conviene. No hay ninguna posibilidad de reequilibrar las fuerzas a través de la sindicación y la movilización. Aunque no tan evidentes por el olor, aquí los impactos medioambientales también son mayúsculos. Los residuos que no es posible de convertir en subproductos reutilizables son muchos y de gran carga contaminante, como lo es el uso intensivo de agua que acaba contaminada y que sus obligadas depuradoras resultan incapaces de restaurar. Pero las externalidades económicas y sociales van mucho más allá. Problemas de pobreza, miseria, falta de viviendas, servicios sociales insuficientes. La dificultad de absorber grandes contingentes de población nuevos, no por migrantes, sino por carentes.

Pero no todo es de esta manera en el sector cárnico. Sería injusto y poco veraz afirmarlo así. En la generalización brusca, se pierden detalles muy relevantes. Algunos empresarios, dignos de este calificativo, han apostado por conformar marca y llegar al consumidor final a través de diversificación del producto creando gama y elaborando, en algunos casos, con aceptables niveles de calidad. En general son apuestas que van ligadas también a formas de contratación normalizadas y a mejores prácticas en todos los sentidos. Cuando se va a consumidor final, nadie se juega la reputación con malas prácticas. No son la mayoría pues continúa abundando el perfil de hacer márgenes conteniendo los costes y sin crear valor añadido, de toma el dinero y corre. Pero existen poderosos proyectos que marcan la línea. El sector cárnico resulta necesario, seguramente estratégico como lo es todo el tema alimentario, pero se debe transformar hacia un modelo económicamente interesante y social y medioambientalmente decente. Lo reclaman las directivas europeas, pero deberíamos, además, exigírnoslo nosotros mismos. La transformación se dará en la medida en que se establezcan normas y se incentive. En la medida, también, que haya un pilotaje claro por parte de las administraciones y políticas públicas. Quizá más que grandes frases de denuncia de lo que se requiere es de criterios y políticas claras en el marco del proyecto industrial que diseñemos para el futuro. Seguramente, por añadidura, se necesita de más convicción y de menos gusto por la musicalidad del escándalo. Decía un clérigo local de manera sardónica en tiempos de catolicismo exaltado en los tristes años cincuenta, que “el bien no hace ruido y que, el ruido, no hace el bien”. Pues esto.

 

 

About Josep Burgaya

Decano de la Facultad de Empresa y Comunicación de la Universidad de Vic-UCC, de la cual es profesors desde 1986. Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre el 2003 y 2011, fue concejal del Ayuntamiento de Vic en representación del PSC, donde ejerció de teniente de alcalde de Economía y Hacienda y responsable de promoción económica. Autor de “El Estado de bienestar y sus detractores” (Octaedro, 2014), fue Premio Joan Fuster de ensayo por “Economia del Absurdo” (Deusto, 2015). También ha publicado "Adiós a la soberanía política" (Ediciones Invisibles, 2017), "La política malgrat tot" (EUMO, 2019) y, elúltimo, "Populismo y relato independentista en Cataluña" (El Viejo Topo, 2020). Josep Burgaya es miembro de Economistes Davant la Crisi (EFC Cataluña).

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