Ante la cumbre del cambio climático: por otra filosofía económica

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Por Carles Manera, catedrático de Historia Económica y miembro de Economistas Frente a la Crisis

 

La apuesta por una transformación clara en los parámetros económicos infiere redimensionar las herramientas analíticas y metodológicas convencionales. Por ejemplo, la reformulación de indicadores como el propio PIB, de forma que no se confundieran los costes con los beneficios, el producto global con el bienestar o la depreciación del capital natural con los ingresos; esto significaría un adelanto conceptual decisivo. Para los economistas, el crecimiento económico se refiere a los incrementos anuales del Producto Interior Bruto. Para los defensores del medio ambiente, suele significar una expansión en el consumo de recursos naturales. Pero estas dos cosas no son lo mismo. El PIB y su crecimiento son medidas de flujos de ingreso a la economía: no tabula el consumo físico de recursos naturales ni mide la contaminación. Pero el impacto medioambiental de diferentes actividades es claramente distinto. Los ejemplos son diversos: algunos géneros como los muebles de maderas tropicales, los pesticidas, los coches, etc. causan mal al medio ambiente, ya sea en su producción, ya sea en su consumo o en ambos casos. Pero otros como la mayoría de servicios directos, la ropa de fibra natural, las maderas blandas, tienen relativamente poco impacto ambiental adverso. Algunas industrias, como la producción de abonos orgánicos, el reciclaje y el tratamiento de la contaminación mejoran positivamente el medio ambiente. Incluso una industria el producto de la cual no cambie, puede menguar su impacto medioambiental si modifica los métodos de producción, con el uso de menos energía o con la generación de un volumen menor de residuos.

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Por lo tanto, el grado en que cualquier aumento dado del PIB sea nocivo para el medio ambiente depende de qué es lo que está creciente. Como simple agregado monetario, el PIB no distingue entre diferentes tipos de actividad económica: registra, apenas, el total. Es posible que el PIB se eleve si se usan menos recursos y se produce menos contaminación, si el contenido del crecimiento se aparta de las actividades medioambientalmente perjudiciales. En este punto, el concepto de Coeficiente de Impacto Ambiental, expuesto por M. Jacobs, me parece decisivo. Se puede definir como el grado de impacto –o cantidad de consumo medioambiental– causado por el incremento de una unidad de ingreso nacional. Si el contenido de la actividad económica varía, de forma que una unidad extra de PIB tienda a consumir menos recursos que en el año anterior, entonces se puede decir que el coeficiente de impacto medioambiental se reducirá. Si un aumento del PIB tiene como resultado un mayor nivel de consumo medioambiental, el coeficiente de impacto ambiental es constante o se está elevando. Este concepto no quiere ser preciso por una razón: exige una forma de medir el consumo medioambiental, lo cual no se encuentra todavía bastante desarrollado; sin embargo, es útil porque demuestra que un PIB ascendente no tiene porqué significar que el medio ambiente empeore. De hecho, la protección medioambiental tiende a requerir inversión en nuevos equipos y materiales, y esta inversión estimula el crecimiento.

Frente esto, la contra-argumentación «verde» es clara: el crecimiento económico cero (o las tesis del decrecimiento defendidas, entre otros, por Serge Latouche) aunque sea insuficiente para la mejora ecológica, cuando menos ayudaría, dado que mientras más baja sea la tasa de crecimiento más efectiva será cualquier reducción del coeficiente de impacto ambiental. Pero aquí la mejora depende de qué es el que no está creciendo. Si el crecimiento cero significa que no haya ningún incremento en la eficiencia de la energía ni en el control de la contaminación, el impacto medioambiental general sería peor que con el crecimiento positivo de estas industrias. En dichas circunstancias, el crecimiento sería medioambientalmente mejor que el no crecimiento. Más todavía: es muy posible que la degradación ecológica empeore incluso con el crecimiento cero o negativo. Si el coeficiente de impacto ambiental aumenta, el crecimiento negativo puede conducir a males globales. Esto es el que sucedió durante la década de los 1980 en varios países africanos: el PIB se contrajo al mismo tiempo que la degradación del medio ambiente se ensanchaba. Así pues, el PIB no mide la degradación ecológica ni se correlaciona necesariamente de forma directa con ella. Por lo tanto, no se puede emplear como indicador medioambiental. Y dado que ninguna tasa de crecimiento, sea positiva o negativa o cero, representa un objetivo útil para la política medioambiental, dichas tasas no nos pueden indicar qué está sucediendo al entorno ecológico.

Pero esto no significa que los defensores del medio ambiente se equivoquen cuando sostienen que el crecimiento se tendría que reducir, siempre que utilicen el término para referirse no a los incrementos del ingreso nacional, sino al crecimiento del consumo medioambiental medido en términos físicos, no monetarios. En efecto, gran parte de la degradación ecológica no es causada por el crecimiento, sino por una tasa de consumo que está por encima de la tasa de regeneración natural o sostenible. Este argumento sirve tanto para los recursos renovables como para los no renovables. En cuanto a los segundos, debido al efecto invernadero es bien seguro que el consumo de combustibles fósiles se tendría que reducir. Pero no parece tener mucho sentido plantear un crecimiento cero en, por ejemplo, el consumo de silicio o incluso en el de mineral de hierro. Estos materiales siguen siendo muy abundantes, son relativamente inertes cuando se lanzan y además muy a menudo se pueden reciclar. Ahora bien, ¿en qué unidad se miden los diferentes recursos, de forma que el incremento en el consumo de uno de ellos pueda compensarse con la reducción en el de otro? Los recursos, en tal aspecto, no se pueden valorar en términos monetarios, puesto que los precios no reflejan el daño del medio ambiente; pero sin tener una forma de agregar su consumo, el concepto de crecimiento global cero no tiene ningún tipo de significado. Lo cual no quiere decir que de alguna manera haya una cifra para el consumo total de recursos que tenga que mantenerse estática. Parece claro que para reducir el coeficiente de impacto ambiental en una dimensión suficiente como para contrarrestar el crecimiento del PIB, se requerirá una mejora continúa en una tecnología más eficiente y un cambio en los patrones de consumo.

La teoría económica nos enseña que los precios juegan el papel de señales para la asignación de recursos escasos a fines alternativos. Si incluimos entre estos la utilización de los recursos agotable para las generaciones futuras, entonces las expectativas en relación con la evolución de la tecnología y la demanda futura tendrán una influencia importante en la formación de estos precios. Por ejemplo, si los agentes económicos piensan que las técnicas productivas no cambiarán, que la población permanecerá estable y que las preferencias no variarán, entonces los precios podrían traer a una asignación igualitaria de recursos entre distintas generaciones. La teoría económica estudia las cantidades de bienes que se intercambian y los precios a que se realizan los intercambios. Este ha sido su núcleo desde Smith hasta Arrow, pasando por Jevons y Walras. Tal estudio se ha llevado a cabo, especialmente, desde los años setenta del siglo XIX, mediante el cálculo diferencial y, más recientemente, con la teoría de juegos. En principio, la teoría económica no presta atención a las características físicas de los bienes. La ciencia económica no distingue entre lo que es necesario y lo que es superfluo, sino que se ocupa de las preferencias reveladas individualmente en el mercado. Pero cuando tratamos de recursos escasos o de contaminaciones irreversibles, el principio metodológico de que la asignación de recursos responde a las preferencias expresadas por los agentes económicos encuentra una dificultad evidente: muchos de los agentes económicos relevantes todavía no han nacido y no pueden, por lo tanto, expresar sus preferencias. Y una determinada tasa de descuento para dar un valor actual de la demanda futura implica una actitud ética transparente hacia las generaciones futuras. El problema es que los que todavía no están no pueden expresarse en el mercado actual.

Los agentes económicos de hoy no se pueden sustraerse a este dilema moral. En la asignación intergeneracional de recursos agotables y de contaminación, no resulta posible separar la eficiencia económica y los valores morales, en contra de las reglas básicas de la teoría económica. Imaginamos que una parte de la humanidad no se preocupa por la extrema pobreza de la otra. Los ricos no suelen creer que son ricos gracias a que los pobres son pobres. Y si no se preocupan por personas que están vivas, ¿por qué inquietarse por las que todavía no han nacido? Entre ambas situaciones existe, empero, una diferencia analítica crucial. Los pobres de hoy pueden acudir al mercado si tienen alguna pequeña cantidad de dinero o algo para vender, en último término su propia fuerza de trabajo. Los pobres (o los ricos) de mañana no pueden acudir al mercado de hoy. Nosotros atribuimos hoy un valor a su demanda futura; ellos son, obviamente, incapaces de revelar sus preferencias.

Para explicar la asignación histórico-geográfica de recursos agotables a distintas finalidades, es decir, una buena parte de la historia económica de los últimos doscientos años, los economistas no se pueden convertir en moralistas, pero sí en historiadores y en sociólogos. Los economistas, pues, tienen que acometer la historia de la ciencia y de la tecnología, puesto que los agentes económicos darán forma a sus opiniones sobre el cambio tecnológico a partir de esta historia. Así, si algunos grupos sociales creen, por ejemplo, que pronto existirán nuevas fuentes de energía, creencia que afecta sobre todo al sistema de transacciones y precios, los economistas están obligados a estudiar las raíces sociales de tal creencia. Pero la ciencia económica no se ha interesado por las características físicas de los bienes. De esta forma, la ciencia económica se convierte en crematística en el sentido aristotélico, es decir, en un estudio de los precios y de las cantidades intercambiadas en el mercado. La cuestión apuntada también mantiene connotaciones evidentes con la economía del crecimiento y con los grandes modelos conocidos.

En cuanto a este tema, J.M. Naredo ha reflexionado muy ampliamente sobre los vínculos existentes entre los aspectos considerados como más genuinamente económicos y aquellos que, generalmente sin integración en los discursos de los economistas, representan para dicho autor el nudo central de las relacionas entre ecología y economía: patentizar que no es sensato, en las sociedades actuales, plantearse las políticas económicas sin considerar seriamente los escenarios –en esencia, medioambientales– sobre los qué afectan de manera directa e irreversible. De repente, el problema de la vinculación entre recursos limitados y crecimiento económico se coloca en un primer plano. La esclerosis que domina la teoría económica justifica la incapacidad de buena parte de los economistas para entender los fenómenos económicos en unos ejes integradores, con el concurso de elementos diversos y con la superación de las reglas estrictas que aquellos preconizan. Dos consideraciones básicas hay que señalar:

  1. La productividad del sistema económico se sustenta en unos ecosistemas con redes tróficas cada vez más débiles, de forma que se desvían flujos energéticos hacia el sostenimiento de la población humana, con un número y un consumo cada vez más importante, hasta el punto que llegará a ser biológicamente insostenible. Para la economía convencional, el incremento de esta productividad se ejecuta en base a asignar un precio a todos los factores. El objetivo se concentra en obtener la máxima eficiencia. Sin embargo, el error crucial radica al considerar que el medio ambiente no tiene un valor. En efecto, a pesar de que los factores son escasos, si resultan gratuitos se pueden utilizar de manera ilimitada. Esta ley de oro del capitalismo, aplicada invariablemente como si nos halláramos en la Inglaterra de 1780, impone siempre costes a otros colectivos, en forma de recursos escasos contaminados que tendrán influencias negativas que, en muchas ocasiones, no podrán ser utilizados para finalidades diferentes de las productivas. Así pues, la eficiencia del capitalismo se acaba por transformar en una ineficiencia estructural. En esta misma línea, S. Bowles y R. Edwards han afirmado que el capitalismo supone que todos los factores y productos son mercancías, es decir, que se producen para ser intercambiados con el fin de obtener un beneficio y que, por lo tanto, tienen un precio. Pero el agua de un río no se ha producido con la esperanza de lograr una ganancia, de forma que no es una mercancía; el humo que se genera en un proceso de producción tampoco lo es. En síntesis, el medio ambiente en su conjunto no es una mercancía. Esta es la razón por la cual, según los autores mencionados, el capitalismo no tiene en cuenta debidamente la cuestión ecológica.
  2. Si se reconoce que los recursos de la Tierra son finitos, se tiene que aceptar que es ecológicamente inviable abogar por un crecimiento demográfico y económico ilimitados. No existe una asociación necesaria entre desarrollo y crecimiento, es decir, que se puede concebir un desarrollo sin que por eso se produzca un crecimiento. El error al considerar estas distinciones de forma sistemática, ha escrito N. Georgescu-Roegen, ha sido la causa de que se acuse a los defensores del medio ambiente de oponerse al desarrollo. Hay que decir que una posición ecológica auténtica se tiene que centrar en la tasa total de agotamiento de recursos y en la tasa consiguiente de contaminación. En el pasado, el crecimiento económico ha derivado hacia una tasa de agotamiento más elevada y, más todavía, hacia un aumento imparable del consumo per cápita de los recursos, sobre todo en las sociedades más opulentas.

Ambas perspectivas empiezan a tomar fuerza entre algunos economistas e historiadores, que parten de una premisa básica: los modos de producir son los que desarrollan la degeneración ambiental. Y, en este respeto, las prospecciones de futuro son preocupantes. En efecto, la emisión de dióxido de carbono de los diez mil millones de habitantes del planeta de aquí a cien años y las actividades productivas surgidas a partir del modelo económico vigente –que nace con la primera Revolución industrial–, significan resultados imposibles de sostener bióticamente, si no se transforman las pautas de producción y consumo. El mito de la industrialización, con campos muy abonados y maquinizados y grandes fábricas vomitando humos y gases, que marcan con sus sirenas la vida de miles de personas, este tipo de Prometeo desencadenado que tanto ha seducido a historiadores y economistas, se ha trasladado a una sociedad, la actual, en la que progreso y modernización parecen ir unidos. Y donde los costes ecológicos preocupan teóricamente a todos –incluidos los economistas académicos–, aunque no se adoptan las medidas adecuadas para subsanarlos y, sobre todo, eliminarlos. Si se tiene presente que la obsesión de la sociedad moderna es el crecimiento económico, en el vocabulario condenatorio actual hay pocas palabras que sean tan concluyentes como la palabra «antieconómico», tal y como ha subrayado E.F. Schumacher. Cualquier cosa que se revele como un impedimento al crecimiento económico es algo vergonzoso y si la gente se aferra a ella es cualificada, a la vez, de estúpida. Ahora bien, según nos ha mostrado el propio Schumacher, ante las políticas cada vez más intensas de concentración empresarial y elevada tecnificación, hay que pensar en estrategias de pequeña escala, mucho menos propensas a causar daños al medio ambiente. Y esto por un componente manifiesto: la fuerza individual de aquello que es pequeño es igualmente más reducida en relación a las fuerzas de recuperación de la naturaleza. Los casos presentados por este autor se refieren esencialmente al Tercer Mundo. Pero su planteamiento va más allá: las escalas pequeñas no sólo son posibles sino mucho más adecuadas tanto en los países industrializados como en los que se encuentran en vías de desarrollo. El que me interesa resaltar es que las propuestas de Schumacher rompen, siempre desde bases empíricas y multitud de ejemplos concretos, con las pautas de la economía neoliberal. Y, a la vez, proyectan criterios sólidos que enriquecen la sustentabilidad económica en los tiempos actuales, con cumbres sobre el cambio climático que deberían tomarse más seriamente este cambio en la filosofía económica.

About Carles Manera

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009); y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011), del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com

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