Josep Borrell, catedrático de economía y ex Presidente del Parlamento Europeo, es miembro de Economistas Frente a la Crisis EFC
Al ser elegido presidente del Parlamento Europeo me presenté como “catalán, español y europeo”, tres identidades que conviven en mis sentimientos y emociones y que no son antagónicas sino que se complementan mutuamente. Creo que sentir identidades múltiples es parte de la construcción de un demos europeo que supere nuestro trágico pasado. Y que el objetivo de la UE no es aumentar el número de entes soberanos, sino de compartir las soberanías existentes hasta idealmente hacerlas converger.
Pocos días después, en un viaje a mi Pirineo natal, veía escrito en la pared de una vieja masía: “Aquí som catalans i prou”. Quizás estaba allí antes de mi discurso en Estrasburgo. O puede que fuera una respuesta a la proclamación de mi triple identidad. Pero en cualquier caso, ese grafiti tenía una connotación excluyente. ¿Quién era su autor para decidir qué hemos de ser los que “som d’aquí”, so pena de no ser considerados “d’aquí”? La carta de Mas “a los españoles”, autoexcluyéndose de tal condición, es un verdadero manual del victimismo y adolece del mismo problema que el grafiti de mi pueblo. ¿Quiénes son Mas y sus compañeros para hablar en nombre de Cataluña e informarnos de lo que esta “siente” y “desea”?
Esta anécdota refleja la esencia del problema. Muchos catalanes solo se sienten catalanes. Las consecuencias sociales de la crisis han sido hábilmente aprovechadas para canalizar la irritación social de una forma interclasista, convirtiéndola en un conflicto entre Cataluña y España, sintetizado en ese “España nos roba” la cifra tan mítica como falsa de 16.000 millones. Si no es independentista por emoción, séalo por interés. Y acontecimientos de importancia simbólica, como la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, han radicalizado la exigencia de un Estado propio como solución para su plenitud identitaria y su prosperidad.
Por sus sentimientos identitarios, algunos consideran la independencia como un bien superior, cualesquiera que sean sus costes. Creen que España es una rémora para su bienestar y un obstáculo para su plena identidad. Aunque el Estado español fuera el más perfecto del mundo, Junqueras desearía la independencia por una cuestión de dignidad. Y explica que Cataluña se separará con “normalidad” de lo que hoy llamamos España, como en su tiempo los Países Bajos o Nápoles se separaron de la Monarquía hispánica.
Pero otros catalanes, bastantes más según las encuestas, sentimos como propia una identidad compuesta, catalana y española a la vez. No aceptamos que nuestra catalanidad se ponga en cuestión por no desear que la independencia fraccione políticamente esta doble identidad. Hay demasiada historia en común entre Cataluña y el resto de España como para establecer una frontera política, física, identitaria entre nosotros. Lo que es Cataluña hoy es el resultado del trabajo de españoles venidos de todas partes y no aceptamos la falsificación histórica que asimila España al franquismo, porque los aviones que bombardeaban Barcelona en el 1936-1939 eran los mismos que bombardeaban Madrid. Ni compartimos el relato victimista y ahistórico según el cual el desarrollo económico de Cataluña y su bienestar han sido secularmente sacrificados por su pertenencia a España.
España representa para muchos jóvenes catalanes oportunidades de las que no tiene sentido prescindir. La interacción entre todos los españoles produce beneficios para todos. La primera editorial en catalán y en español y la segunda en francés fue fundada en Barcelona por un andaluz.
La propaganda independentista presenta a España como un Estado fallido del que más vale alejarse. Ciertamente, España es un país con problemas, no es una panacea. Pero se han tejido demasiados lazos personales, afectivos y comerciales como para que la separación no fuese muy traumática para mucha gente y muy perjudicial económicamente para todos.
En España, cualquier joven catalán tiene más posibilidades de tener mejores oportunidades laborales en sectores de futuro. Renunciar voluntariamente a los vínculos con España es como si los jóvenes de Massachusetts renunciaran al trampolín de Estados Unidos, o los de Baviera al de Alemania, a cambio de disponer de algo más de recursos fiscales. Cierto que el trampolín español es más pequeño que el de esos países y en los últimos años ha sufrido un ataque de termitas. Pero la altura que cualquier joven catalán puede alcanzar con él es mucho mayor que sin él.
La historia no nos ha dado la dolorosa oportunidad de crear una fuerte identidad común porque, a diferencia de nuestros vecinos europeos, hemos tenido más guerras civiles que contra un enemigo exterior. Pero la intensidad de los lazos que nos unen son suficientemente fuertes como para reclamar una solución a la relación entre Cataluña y el resto de España que no sea tan traumática como una separación que no se justifica por razones económicas.
Soluciones de tipo federal como las aplicadas en Quebec, Massachusetts o Baviera presentan menos costes y más oportunidades, en un momento de la historia en que las relaciones entre los países han dejado de ser juegos de suma cero para convertirse en proyectos de integración creciente y prosperidad compartida. Los costes de la transición serían muy grandes, y los beneficios inciertos y a largo plazo. Muchos, razonablemente, quisieran saber cuáles son los costes y beneficios de ese cambio trascendental y no reciben en cambio más que información incompleta, cuentas mal hechas, historias falseadas y peticiones de ciega confianza en la promesa de una independencia-sin-costes. Tal cosa no existe. Nos la presentan envuelta en datos falsos para calcular los beneficios y en la ficción de una estimación-cero de los costes. Que la independencia permitiría aumentar las pensiones un 10% es otro engaño.
Tampoco es cierto que la comunidad internacional apoyaría el derecho a la autodeterminación de Cataluña y reconocería una declaración unilateral de independencia. Cataluña no sería de forma automática reconocida y aceptada en la UE y el euro. Nadie puede asegurar cuánto tiempo tardaría en serlo.
No obstante, por grandes que sean las falsedades de los independentistas, España tiene un grave problema en su relación con Cataluña. La “conllevanza” orteguiana no es ya la solución, si es que alguna vez lo fue. La abúlica indiferencia de Rajoy, tampoco. Y algunas de sus actuaciones agravan el problema. Una sociedad no puede desarrollarse normalmente en el seno de un Estado si una parte muy importante de la población cree que estaría mejor sin él.
Pase lo que pase, habrá que restablecer el diálogo, mejorar la información, extremar el respeto y hacer las reformas constitucionales, financieras y fiscales necesarias para que esa parte disminuya hasta el límite de los que hacen de la independencia una cuestión de dignidad ante la que no hay razones que esgrimir. Pero que no justifica un salto en el vacío negando la ley de la gravedad.
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Este artículo fue publicado por El País el 27 de septiembre de 2015. EFC lo reproduce con autorización del autor