ES HORA DE DAR UNA RESPUESTA GLOBAL BASADA EN LA COOPERACIÓN
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Por Teresa Ribera, Directora del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales (IDDRI) de París.
El cambio climático se ha calificado, acertadamente, como el mayor reto colectivo al que se ha enfrentado la humanidad. Sin embargo, ha llegado la hora de cambiar y empezar a decir que “el cambio climático es un excelente ejemplo de gobernanza cooperativa global, capaz de dar respuesta a uno de los grandes retos de la humanidad”.
Argumentos para empeñarse en ello no faltan. Empezando por los más sencillos y racionales: en 30 años seremos nueve mil millones, y los recursos naturales no dan de sí para mantener el actual modelo de desarrollo, por lo que parece más inteligente gestionar el cambio de forma concertada que no dejar que cada cual actúe en solitario o de modo reactivo.
Hay también una fuerte lógica política. Durante mucho tiempo, políticos e instituciones, aun convencidos de la necesidad de actuar consideraban que ser pioneros conllevaba grandes riesgos; existía el temor a ser castigados por sus votantes al pedirles el abandono progresivo de un modelo económico en el que han encontrado beneficios para adentrarse en una senda de cambio en la que nadie todavía puede explicar con certeza ni margen de error como tener éxito sin generar perjuicio alguno. Sin embargo, los efectos del modelo actual, la convicción sobre la necesidad del cambio ha hecho que la responsabilidad empiece a abrirse camino y se haga crecientemente visible la exigencia de actuar de manera coherente con lo que se necesita y comience a criticarse a quienes no actúan: serán los que no hagan nada quienes pagarán un precio político por su inacción.
Hay argumentos morales, de justicia social y de paz y seguridad. Son los argumentos del impacto social que tiene el cambio climático, que ponen de manifiesto la injusticia y la vulnerabilidad que les acompañan. Y no hay sociedad que resista la injusticia de forma prolongada o capaz de afrontar sequías e inundaciones, problemas de salud y hambrunas, dificultades para el acceso al agua potable… sin rebelarse, sin migrar masivamente, sin tensiones ni conflictos.
El cambio climático es, además, un problema de seguridad económica y financiera global. Hoy el sector financiero y los sectores económicos están expuestos a los riesgos físicos de los impactos del clima y a riesgos regulatorios derivados de las políticas y medidas que de forma creciente se irán aprobando para reducir la intensidad de carbono de los sistemas energéticos. Asegurar la estabilidad económica y financiera global y construir una nueva normalidad baja en CO2e y resiliente a los efectos del cambio climático es posible y, además, los dos objetivos se refuerzan mutuamente. Se requiere, sin embargo, aprender a evaluar riesgos y oportunidades de modo distinto y fortalecer la coherencia entre las políticas relevantes y las señales que envían a decisores públicos y privados. Este es uno de los principales nichos de trabajo actual: recomendaciones de desinversión o diversificación de carteras, profundización en el análisis de riesgos y costes de capital asociados por parte de las grandes compañías de seguro y reaseguro, demandas de transparencia sobre la exposición a riesgos físicos e intensidad de carbono de las inversiones en cartera…
Pero además las políticas de cambio climático ofrecen oportunidades económicas e innovación; suponen alternativas de desarrollo más incluyentes y generan innovación, cambios en el modelo de negocio, economías más participadas por los ciudadanos…
Ahora bien, ¿cómo y dónde podemos construir la capacidad de actuar juntos, aprender a ser más eficaces y equitativos, garantizar la solidaridad colectiva y consolidar confianza recíproca? Ese es el gran reto que tiene por delante la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC).
La acción climática debe convertirse en una nueva “normalidad” asegurando la coherencia de las decisiones más allá de colectivos reducidos de responsables en políticas de clima. La Convención ha de evolucionar para convertirse en la plataforma que asegure la visión de conjunto, lo que cada país hace y cómo la hace; el sitio donde colectivamente se evalúe hasta dónde se ha llegado y qué más se ha de hacer; donde se garantice un incremento exponencial de la velocidad de cambio a la vez que asegura una respuesta solidaria con los más vulnerables, consolidando sistemas de resiliencia o capacidad de reacción frente a los daños y pérdidas que pueden ser irremediables.
Ese es el gran reto de la Conferencia de Paris de este año, abrir la Convención al mundo, establecer las bases de funcionamiento de esa plataforma de evaluación periódica y conjunta, con capacidad de reacción. Para ello, los trabajos se están organizando en torno a cuatro grandes pilares. En primer lugar, la adopción de un acuerdo internacional que, entre otras cosas, establezca los sistemas de información y transparencia que ayuden a entender dónde estamos en cada momento y permitan anticipar, corregir o acelerar las medidas en clima. Un acuerdo universal sobre el que mucho se ha especulado y al que EEUU cuenta con adherirse sobre la base –y dentro de los límites- de los “poderes ejecutivos” de su presidente.
Junto al acuerdo, las contribuciones de los países, que deberían superar el mínimo común denominador obligatorio, para llegar a convertirse en verdaderos vehículos de aprendizaje y puesta en común. Un tercer pilar pretende reconocer los compromisos que actores distintos a los gobiernos nación están dispuestos a asumir –y a responder de su cumplimiento-.
Y, por último, el pilar de la financiación climática. Los cambios que se requieren en el modelo económico y de desarrollo no son meramente incrementales. La confianza de una gran parte de los países depende de la accesibilidad a la financiación necesaria para impulsar los objetivos de desarrollo de un modo compatible con las políticas de clima al tiempo que se garantiza la progresiva adaptación a un clima distinto. Esto supone que en París se deberá dar cuenta del plan para asegurar la movilización de 100.000 millones de dólares anuales en 2020, pero supone también entender y aceptar que esto no basta. Se requiere coherencia en las decisiones de los bancos de desarrollo, en los analistas de riesgos, en los inversores de largo plazo… Nada de todo lo anterior será resuelto de forma definitiva en París, pero sí se pueden dar algunas señales que ayuden a orientar el programa de cambio para cada uno de estos grupos de actores.
Sea cual sea la senda que recorra París, no debe inhibir la acción en cada uno de los distintos ámbitos de responsabilidad; ni la concertación entre países o regiones –que podrían aportar sus esfuerzos plurilaterales al ámbito multilateral-, ni la reinvención de nuestras ciudades –que corren el riesgo de quedar atrapadas en modelos intensivos en carbono y poco resilientes a los impactos del clima-, ni las empresas al diseñar sus estrategias de crecimiento.
Simplemente hay que entender que un buen marco de cooperación y políticas crecientemente coherentes ayudarán a acelerar la velocidad de la transformación que necesitamos velando por la protección de los más vulnerables. Al fin y al cabo, lo que está en juego es, sobre todo, la capacidad de instituciones y gobiernos de gestar respuestas coordinadas a problemas globales.