En el esfuerzo de adaptarse al escenario económico global, España ha renunciado a contribuir a su transformación. Para ello, aprovechar la palanca de la Unión Europea es fundamental.
José Moisés Martín es economista y miembro de Economistas Frente a la Crisis
Un país con un déficit público crónico abultado, una deuda pública que parece insostenible, con quiebras bancarias por doquier. Los recortes sociales apenas logran sostenerse en una economía cuyo producto interior bruto está nivel del que tenía en 2004, con una importante pérdida de poder adquisitivo. Los conservadores lograron acceder al poder tras el desgaste sufrido por un partido de centro izquierda que aplicó políticas derechistas durante varias legislaturas, y que ahora se pregunta hacia donde debe caminar. Su monarquía esta envuelta de multitud de escándalos y su régimen institucional se ve, además, desafiado por la amenaza separatista de una parte de su territorio. ¿España? No. El Reino Unido.
No somos el único país que está sufriendo la crisis internacional. En septiembre de este año, el servicio de previsiones globales de The Economist Intelligence Unit volvía a rebajar las previsiones de crecimiento económico global para el conjunto del planeta, señalando que la crisis de la eurozona está acompañada por un descenso en el crecimiento de los países emergentes. Las advertencias se han repetido en los informes del Fondo Monetario Internacional. Hay países de la Unión Europea, como Lituania o Letonia, que en 2009 perdieron entre el 14 y el 18% de su producto interior bruto. Los casos –sin nombrar ya a los países rescatados, como Grecia, Portugal o Irlanda- son innumerables. La economía mundial sigue presa de fuertes desequilibrios, y no parece que tenga solución a corto plazo.
No se trata de relatar aquí las desgracias de otros países para hacernos ver que España está mejor de lo que parece, sino para poner nuestra propia crisis en su contexto internacional.
La crisis que se inició en 2007 y que estalló en 2008 –la tormenta perfecta, la llamó Ignacio Ramonet- es fruto de un modelo económico social y ambientalmente insostenible, impuesto desde finales de los años 80 del pasado siglo, en el que la desregulación, la primacía de los mercados internacionales frente a las democracias nacionales, y la carrera hacia el fondo en materia fiscal y social, se ha combinado con las cada vez más frecuentes crisis de materias primas –energéticas y alimenticias- y con las transformaciones globales que representa el Cambio climático. La competencia emergente con altos niveles de productividad basada en bajos salarios y escaso respeto a las limitaciones ambientales, hacen mella en nuestros sistemas productivos. La deslocalización de empresas, buscando mayores rentabilidades, ha hecho el resto.
Es una crisis multidimensional, en la que no bastará con retocar algunos aspectos para situar de nuevo la maquinaria en funcionamiento. Peor aún, es una crisis provocada por malas decisiones de política económica internacional, y, por lo tanto, perfectamente evitable.
Ante este escenario, un país como España, que hasta la crisis había sobrevivido y prosperado cómodamente situado en la semiperiferia de occidente, se encuentra con limitadas oportunidades. La Europa del sur era el eslabón más desprotegido y, una vez puesto en marcha el proceso tectónico de cambio del centro económico mundial del atlántico al pacífico, ha sido la primera línea en sufrir sus consecuencias. Los países del centro y norte de Europa, conscientes como son del enorme desafío que supone este giro histórico, comienzan a dudar si los países de la Europa mediterránea son la mejor compañía para esta transición global.
Por supuesto que España tiene sus propios problemas, (políticos, económicos y sociales), pero nos hacemos un flaco favor si, maldiciendo nuestro destino histórico, nos somos capaces de situar nuestras fortalezas y debilidades en este contexto internacional que no nos es nada favorable. Pensar que las soluciones a nuestros problemas vendrán de fuera es ilusorio, pero empecinarse en buscar una salida exclusivamente nacional a la crisis es suicida.
España, enfrascada en su debate interno, se encuentra literalmente falta de un papel en el mundo. Sin embargo, a España le importa, y mucho, lo que ocurra en Europa, pero también en América Latina, en Asia o en los países mediterráneos. España, como potencia media, necesita de un régimen de gobernanza económica multilateral abierto e inclusivo, que tenga en cuenta no sólo sus intereses a corto plazo, sino que defina nuevas reglas de un juego en el que tenga cabida la inmensa mayoría del planeta.
Nada más lejano a esta necesidad que la boba cortedad de miras que acompaña la “Marca España”. No se trata de promocionar nuestros productos, ni de mejorar nuestra imagen. Se trata de que las regulaciones del comercio internacional no castiguen a los países con derechos laborales en beneficio de quienes no los cumplen. Se trata de fortalecer estándares que igualen el terreno de juego, evitando el dumping social y ambiental. No se trata de alarmarnos por la fuga de capitales, se trata de contribuir al aislamiento internacional de los paraísos fiscales y de luchar por su eliminación. Nuestros problemas financieros no tendrán solución sostenible si no impulsamos una fuerte reforma del sistema financiero internacional, para volverlo más estable y más coherente con las necesidades de financiación de la economía real. Un país dependiente en un 85% de la energía importada no puede permitirse el lujo de abstenerse en los debates globales sobre el modelo energético y su relación con el cambio climático.
Lamentablemente, España, obsesionada con sus enemigos internos (sean estos los políticos de uno y otro bando, los sindicatos, las comunidades autónomas, o la ciudadanía indignada) ha perdido ese punto de vista. Considerando que la cooperación internacional es mera “caridad” de lo que sobra, el IV Plan Director de la Cooperación Española es el parte de defunción de la cooperación como política pública. No se conoce ninguna propuesta de España en el seno del G20, y en Naciones Unidas estamos prácticamente desaparecidos. Hemos confundido diplomacia económica con diplomacia comercial, y hemos dimitido de nuestras responsabilidades –y potencialidades- globales.
España tiene muchos problemas internos, algunos muy propios y diferenciados de otros países. Pero entre ellos, uno, y no el menor, es nuestra pasividad, nuestra resignación ante una regulación económica internacional que ha incrementado la desigualdad, la inestabilidad y la insostenibilidad a lo largo y ancho del planeta.
Urge levantar la vista más allá de nuestras narices y comenzar a pensar que la salida a la crisis es tan global como local, tan internacional como española. Es necesario retomar el impulso en el ámbito multilateral, buscando nuevas alianzas, especialmente en el G20, y hacer valer nuestro peso en la política exterior de la Unión Europea. España todavía puede contribuir decisivamente a buscar un cambio en las reglas del juego que rigen la economía internacional. De lo contrario, estamos abocados –nosotros y la Unión Europea- a un largo declive, en el que nuestra forma de entender la convivencia social estará gravemente amenazado.
[…] Crisis internacional, ¿salida nacional?octubre 30, 2012En “Artículos” […]