Manuel de la Rocha Vázquez
Publicado en EL PAIS 9-2-2012
Desde la segunda guerra mundial en Europa se ha tejido un modelo social específico, definido a través de un gran pacto, que permitió a la clase trabajadora aceptar las reglas del mercado a cambio de un papel importante del Estado en la regulación de la economía y en la provisión de servicios públicos básicos. Sobre estos principios se construyó el modelo social europeo, asentado en la solidaridad de ricos con pobres, de jóvenes con ancianos, de unas generaciones con otras.
Con el reciente predominio neoliberal, valores esenciales para el pensamiento socialdemócrata como el de la solidaridad están siendo sistemáticamente cuestionados. Un número mayor de ciudadanos auto-identificados como clases medias, azuzados por partidos conservadores y ciertos medios al servicio de los poderes económicos, se ha vuelto escéptico de las formas actuales de solidaridad pública, como son los mecanismos de redistribución del Estado de bienestar. Estos ciudadanos se ven como los paganinis de esos servicios, que a menudo no utilizan, cuyos abusos deploran y de cuya necesidad no se sienten responsables. Lo anterior se traduce en crecientes apelaciones a limitar los servicios públicos universales y reducir las burocracias que los gestionan. El resultado: demandas de reducciones de impuestos, que colocan a los Gobiernos en una difícil encrucijada para el mantenimiento del Estado del bienestar.
En una sociedad justa y solidaria los impuestos deben ser progresivos, de forma que los que más tienen, más aporten. Si el sistema funcionara bien, los más opulentos estarían financiando en gran medida el Estado del bienestar, pero esto no es lo que ocurre en muchos países. Como se ha visto con el hachazo fiscal de Rajoy, los sistemas tributarios castiganespecialmente a las rentas del trabajo, al ser las nóminas un instrumento cómodo de control para los Gobiernos. Algo va mal en sociedades donde los ricos, cada vez más ricos, pagan menos que los asalariados. El propio Warren Buffet ha reconocido que paga menos impuestos que su secretaria, mientras en países como Alemania y Francia ricos solidarios reclaman unos sistemas fiscales más justos. En España, en cambio, nuestros supermillonarios no se han sumado a esta llamada.
Las razones detrás de estas tendencias son variadas. Junto a justificaciones de abusos y problemas de eficiencia pública, se esconde la consolidación del individualismo y consumismo imperante. Tres décadas de machacona ideología neoliberal encapsulada por Margaret Thatcher en su famosa afirmación: «La sociedad no existe, solo los individuos», ayudan mucho a entender lo que pasa. El debilitamiento de la identidad comunitaria en sociedades cada vez más heterogéneas está socavando las condiciones sociológicas para la solidaridad colectiva e individual.
Aunque las causas sean conocidas, no deja de sorprender la enorme miopía y pobre comprensión de las implicaciones que conlleva el desmantelamiento de los servicios públicos para las mismas clases sociales que lo reclaman. El aclamado Tony Judt lo expresa magistralmente: «Gracias a medio siglo de prosperidad y estabilidad, en Occidente hemos olvidado el trauma social y político que representa la inseguridad económica de las masas, y en consecuencia no recordamos las razones que llevaron en primer término a la creación de los Estados del bienestar de los que hoy disfrutamos» (Judt: Reappraisals: reflections on the forgotten 20th century).
He ahí la gran paradoja de nuestro tiempo: el éxito de los Estados del bienestar de economía mixta radica en haber logrado estabilidad e integración social, desarmando las ideas más extremistas y violentas; pero al mismo tiempo, ha llevado a generaciones posteriores a dar por sentada esa misma estabilidad y moderación ideológica, y en consecuencia a demandar la eliminación de los «impedimentos y molestias» asociados con los bienes colectivos: impuestos, subsidios, regulaciones, etc. A base de repetirlo incesantemente, el sector público se asocia con lentitud, burocracia y, en general, con menor dinamismo económico. Es bastante discutible que una buena regulación económica o los servicios públicos universales sean obstáculos para el crecimiento y la eficiencia económica; numerosos ejemplos lo desmienten. Ahora bien, como afirma Judt, «lo verdaderamente sorprendente es la medida de nuestra incapacidad para ni siquiera concebir la política más allá de un estrecho economicismo. Hemos olvidado completamente cómo pensar y reflexionar políticamente».
Pese a todo, los ejemplos escandinavos demuestran que una mayoría de ciudadanos pueden aceptar impuestos elevados a cambio de obtener unos servicios públicos de calidad, acompañados de claras limitaciones y penalizaciones a su abuso. Pues muchas personas entienden que si los mecanismos de solidaridad colectiva se resquebrajan, el resultado final será el incremento enorme de la desigualdad, y a medio plazo exclusión y fractura social con todas sus consecuencias. No hay que engañarse, el auge del individualismo, el debilitamiento de la cohesión y el aumento del populismo y xenofobia son todas caras de la misma moneda.
Sobre estas bases, los partidos socialdemócratas van a tener que adaptar sus ideas para definir mejor los límites a la responsabilidad del Estado y del ciudadano en el mantenimiento de los bienes colectivos. La preservación del Estado del bienestar pasa inevitablemente por un reforzamiento de los principios de solidaridad y cohesión social, pero acompañado de esfuerzos igual de vigorosos para mejorar la eficiencia, minimizar los gastos sociales no redistributivos, eliminar todo despilfarro y denunciar cualquier fraude; así como mayores niveles de exigencia de responsabilidad individual y de reconocimiento de la contribución de cada persona.
http://elpais.com/elpais/2012/02/08/opinion/1328714057_595712.html
Manuel de la Rocha Vázquez es miembro de la Fundación Alternativas