Europa en la encrucijada: Mujer y Agenda Social Europea

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La búsqueda de la igualdad de género, que comenzó con la igualdad salarial contemplada en el Tratado de Roma y continuó con numerosas directivas e innovaciones políticas, ha sido una prioridad en esta evolución y se ha considerado fundamental para la puesta en práctica de la agenda económica y de crecimiento.

Concretamente, desde mediados de los noventa, Europa abandonó su preocupación central y exclusiva por el desempleo masculino. En el marco de la Estrategia Europea de Empleo, formulada en un contexto que hacía presuponer oportunidades de empleo ilimitadas, la promoción del empleo de la mujer y de la igualdad de género adquirieron una legitimidad renovada desde la cual se impulsó a todos los estados miembros de la UE a mejorar sus sistemas de permisos parentales y a ampliar los servicios de guardería para contribuir con ello a cumplir el objetivo de aumentar la tasa de ocupación laboral de las madres sin por ello desincentivar la reproducción en una Europa cada vez más envejecida.

Por otra parte, más allá de consideraciones económicas, tanto la Unión Europea como el Consejo de Europa comenzaron a formular desde finales de los años 80 y sobre todo desde mediados de los 90, un objetivo más ambicioso, el del “empoderamiento” de la mujer, como criterio fundamental de la democracia, haciéndose eco de la preocupación expresada en el ámbito mundial en la Conferencia y Plataforma de Acción de Beijing. Y así, en varios países el objetivo pasó a ser la democracia paritaria, un concepto acuñado en Europa.

Lamentablemente, el análisis de los documentos recientes sobre políticas de la UE, incluyendo los que definen metas e instrumentos, así como el entorno en que se están elaborando, sugieren que las políticas sociales están siendo subordinadas a los objetivos económicos y que se le está prestando menor atención, en cantidad y calidad, a las cuestiones de género que en décadas anteriores. Esta sensación de decreciente urgencia por abordar la desigualdad de género en las políticas europeas está, qué duda cabe, relacionada con el estallido de la crisis financiera y económica y con las medidas de austeridad y políticas de consolidación fiscal que, una vez finalizada la breve e inicial fase expansionista, le siguieron. Por desgracia, la percepción de que la crisis económica la han soportado principalmente los hombres borró toda consideración a la igualdad de género en la formulación de políticas durante la primera y la segunda etapa de la crisis. La mayoría de los países ha reducido sus compromisos de igualdad de género y ha desmantelado o reducido significativamente la maquinaria e institucionalidad a su servicio. Predomina el sentimiento de que tales políticas de género no suponen más que, en el mejor de los casos, una distracción en la crisis actual.

No se trata de negar que la última década haya traído también algunos logros. Así, especialmente en la lucha contra la violencia se han dado hitos importantes, como la adopción, en el marco del Consejo de Europa, del Convenio de Estambul para prevenir y combatir la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, en 2011 o la adopción, en el ámbito de la UE, de la Directiva sobre la prevención y lucha contra el tráfico de seres humanos (2011) y la Directiva sobre las víctimas (2012). No obstante, a excepción del Acuerdo Marco sobre el permiso parental que amplía el período de permiso de 3 a 4 meses, el resto de las iniciativas legislativas con vistas a un mayor “empoderamiento” de la mujer y a la ulterior subversión de roles de género ha fracasado. Han fracasado las propuestas de reforma de las Directivas sobre permiso de maternidad y jornada laboral, y la propuesta de Directiva sobre paridad de género en los consejos de administración.

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Para emprender la adopción de medidas que puedan revertir la parálisis y avanzar nuevamente hacia la igualdad conviene en todo caso partir de una pregunta: ¿cómo les ha ido en realidad a las mujeres y qué ha pasado con las brechas de género durante la crisis y bajo las políticas de austeridad? ¿Y qué nos dice lo que ha pasado acerca de las perspectivas de futuro para las mujeres en Europa? Pues bien, en estos tiempos de crisis, hemos aprendido fundamentalmente tres cosas:

  1. En primer lugar, independientemente del descenso significativo tanto de la tasa de empleo masculina como femenina tras el estallido de la crisis, la participación de la mujer en el mercado laboral ha aumentado durante estos años debido al “efecto del trabajador añadido” (aunque haya empezado a descender en los últimos años en países con una tasa de desempleo altísimo como el nuestro). En general, las mujeres en Europa, lejos de abandonar el mercado laboral, siguieron en búsqueda de empleo cuando perdieron su trabajo. Es más, muchas llegaron a convertirse en el único sustento familiar y otras se incorporaron por vez primera vez al mercado laboral. El retorno al modelo familiar del varón sustentador, el varón ganapán, el breadwinner, simplemente no cabe en las economías avanzadas porque descansa sobre unas estructuras familiares tradicionales basadas en fuertes lazos familiares que son cada vez menos frecuentes, así como sobre la seguridad del empleo masculino y la existencia de trabajos que proporcionaran un salario suficiente como para sustentar a toda una familia, nada de lo cual parece probable.
  1. En segundo lugar, se ha notado una leve disminución de las desigualdades de género en el trabajo. Esta disminución de la desigualdad desafortunadamente se debe a la mayor pérdida de empleos y a la proliferación de modalidades de contratación flexible y a tiempo parcial entre los hombres, a la congelación y recortes salariales y, en definitiva, a la precarización y el deterioro generalizado de las condiciones de trabajo, todo ello con repercusiones de largo alcance. En otras palabras, lo que se ha producido es un proceso de nivelación a la baja que ha cerrado, en cierta media, la brecha de género.
  1. Por último, en el marco de las políticas de austeridad y consolidación fiscal, se ha producido una contracción del empleo en el sector público, importante fuente de contratación para las mujeres –en parte porque les permite conciliar–así como una importante retirada del Estado del ámbito del cuidado, la dependencia y, en definitiva, la reproducción social, situación que a su vez ha sobrecargado aún más a las familias y, dentro de ellas, a las mujeres. Esta evolución implica que la desigualdad de género propiamente dicha se está volviendo menos crítica que otras tendencias como las que la economista estadounidense Nancy Folbre ha dado en llamar el «empobrecimiento de la maternidad» o la «maternalización de la pobreza», tendencias que, evidentemente, inciden especial y negativamente sobre las mujeres.

Aquí es donde estamos y nada de la lenta recuperación que Europa experimenta augura cambios importantes si no se toman políticas mucho más agresivas. De cara al futuro estas tendencias parecen apuntar a dos escenarios posibles. Sólo uno de ellos resulta compatible con el compromiso de Europa con la igualdad de género, la democracia y la justicia social.

En el primer escenario, se prevé que persistan las tendencias actuales hacia la intensificación del neoliberalismo, así como los postulados que ven en la economía y en las políticas económicas las fuentes de riqueza y productividad, en contraposición a las políticas sociales que serían improductivas, costosas y no harían sino atrofiar el crecimiento. En este escenario, según la opinión de muchos, se prevé que las sociedades se vuelvan más polarizadas en función de la clase y la etnia. Es decir, cabe esperar una equiparación de las condiciones económicas y de empleo entre los trabajadores con menor cualificación y migrantes (ya sean hombres o mujeres), así como la ampliación de la brechas entre éstos y los mejor formados y más cualificados, panorama que ya es una realidad en Estados Unidos. Como resultado se producirá previsiblemente una nivelación general a la baja de los puestos de trabajo y expectativas laborales tanto para hombres como para mujeres. Al mismo tiempo, la merma de inversión estatal en labores de cuidado hará que las mujeres con menor formación o inmigrantes acaben aumentando el número de horas que dedican al trabajo doméstico y al cuidado, o, en todo caso, a trabajos a tiempo parcial o precario mientras que  las mujeres con mayor formación seguirían en condiciones de contratar a quien se encargue de las tareas domésticas, entre las clases deprimidas, y tendrán además, por su mayor poder de negociación y elección, mayores posibilidades de distribuir de forma equitativa el trabajo doméstico con sus parejas. Además, las tasas de fertilidad también se mantendrán a la baja lo cual acelerará el envejecimiento de la población europea.

En un escenario diferente que muchos deseamos, la actual situación sería una oportunidad para apartarse del modelo neoliberal de capitalismo imperante poniendo bridas al proceso de financiarización de la economía. En su lugar, podría crearse un modelo de desarrollo más inclusivo que tenga en cuenta el valor productivo y social de otras actividades más allá de las del mercado, como serían las del cuidado, actividades que por cierto pueden compatibilizarse bien con la meta de un medio ambiente sostenible. Sería para ello necesario revertir la tendencia hacia las políticas deflacionistas y la merma de la inversión pública que ésta conlleva y combatir la percepción de mayor urgencia, en un contexto que no posibilita el pleno empleo, por solucionar el paro masculino. En este nuevo marco emancipatorio habría que buscar la representación igualitaria de las mujeres en cada proceso de toma de decisiones, es decir, la paridad democrática, pero además de esta presencia igualitaria de mujeres que debiera abarcar también las cúspides de las empresas, se requeriría la puesta en práctica de innovadoras políticas macro-económica, educativas y laborales. Así habría que pensar en la adopción de medidas para revertir el deterioro y la precarización generalizada de los mercados de trabajo pues tanto los sueldos que no permiten salir del nivel de pobreza como las jornadas interminables o la flexibilidad a demanda del empleador (contratos de cero horas, mini jobs, etc.) hacen imposible la conciliación. Además, las políticas de conciliación que habría que entender como beneficiosas para todos y no sólo para las mujeres, incluirían previsiblemente un sistema de permisos por nacimiento o adopción igual para madres y padres, remunerado al 100% y no transferible y servicios de calidad para el cuidado de los más pequeños, tanto en el horario escolar como fuera de él, así como para la atención a otras personas dependientes, incluyendo los mayores y aquellas con capacidades mermadas. Igualmente indispensable resultaría aportar versatilidad al diseño de la jornada laboral y de la modalidad de trabajos, una versatilidad que permitiera, entre otros, trabajar desde casa, repartir el trabajo entre varias personas, horarios y jornadas diarias y semanales flexibles y otras medidas innovadoras que fomentasen el reparto igualitario de las tareas domésticas y de cuidado, incluyendo, a través de un sistema de adecuados incentivos fiscales e intervenciones en el ámbito educativo que buscaran la subversión de roles de género, el cultivo de nuevas masculinidades y el incentivo de la participación de la mujer en las profesiones más masculinizadas, como las ingenierías.

Sólo en este segundo escenario albergamos la esperanza de prevenir el deterioro general de las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas, así como el miedo, la inseguridad y la sensación de impotencia y expropiación que minan a una juventud que no puede ni siquiera confiar lo suficiente como para reproducirse. Porque el miedo, la inseguridad y el sentimiento de impotencia sólo pueden ser alimento de los fundamentalismos religiosos, fundamentalismos que en gran medida se ceban en el control del cuerpo y de la sexualidad de la mujer. Que nadie se engañe: este miedo, inseguridad y sentimiento de impotencia tampoco permitirá a los hombres europeos renunciar al privilegio de la dominación masculina, ya que, en este contexto de emasculación y desesperanza, es posible que el hombre acabe percibiendo la jerarquía de género precisamente como un último reducto de seguridad e identidad.

Por todo ello ahora precisamente, y más que nunca, es el momento de sacar a relucir la opresión de la mujer y de abordar todas aquellas cuestiones que están estrechamente relacionadas con ella. Hacerlo requiere arrinconar múltiples dogmatismos, entre ellos, las supuestas bondades de los mercados financieros no regulados o de los Estados neoliberales austeros o la diferenciación valorativa entre el trabajo productivo y reproductivo. Pero en la nueva Europa social no puede permitirse el lujo de que en ella siga oprimida más de la mitad de su población.

About Ruth Rubio Marín

Ruth Rubio Marín, Catedrática de Derecho Constitucional Comparado del Instituto Universitario Europeo de Florencia, Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, es miembro de Economistas Frente a la Crisis

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