París- Weimar, 80 años de lecciones en Francia

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Jose Candela Ochotorena, es Doctor en Economía y miembro de Economistas Frente a la Crisis EFC Valencia

El contexto creado por el Estado benefactor ha sido destruido parcialmente por las políticas neoliberales, y, aún más importante, por la globalización económica y el desarrollo tecnológico. El riesgo es que a las políticas -que están diseñadas con ideas socialdemócratas-  les falta la incorporación de los costes sociales asociados con esos desarrollos globales,… (John Gray: After Social Democracy)

El próximo mes de abril, Francia celebrará unas elecciones presidenciales decisivas para el futuro de Europa. Desde hace más de un año, solo hay un candidato seguro, Marine le Pen. Un año después de que el centro derecha francés eligiera a su aspirante, con el perfil más parecido a la ultra francesa, nadie puede decir en ese país quien se enfrentará al candidato de la extrema derecha oficial.

Ante la pérdida de control, el sistema de partidos francés ha entrado en barrena. El apoyo oficioso del social-liberalismo del PSF al candidato liberal-socialista, se ha trocado de abandono vergonzoso del aparato del partido al candidato de los militantes, Benoît Hamon, en franca traición. Valls, secretario general del PSF acaba de anunciar su apoyo oficial al candidato independiente, el ex ministro impulsor de las políticas de austeridad, Emmanuel Macron. Al tiempo que Fillón, el candidato conservador gaullista, se debate ante la prensa por sus problemas de nepotismo y mantiene su candidatura, negándose a obedecer al partido republicano, el candidato de la izquierda, Melanchón, pierde toda opción de pasar a la segunda vuelta, sobre todo después de descalificar al PSF como un todo.

Hamón necesita el alineamiento claro de la izquierda y centro izquierda, para poder acceder a una segunda vuelta, y ganar la presidencia. Su propio partido se lo impide, convirtiendo al liberal Macron en el auténtico protagonista de éstas elecciones, impidiendo, además, que se manifieste la opción positiva, de lo que representa éste Renzi parisino: su decidida apuesta por una confederación europea. Esta es la foto de las caras de la izquierda, el centro izquierda y el centro; ante las cuales el elector se encuentra desarbolado, frente a una derecha en franca debacle y con el populismo fascista en auge.

Como todas las elecciones en los países europeos, las francesas construyen el terreno de Europa, aunque curiosamente el debate europeo sea el ausente en todas ellas. Incluso en las primarias del PSF. El liberalismo democrático europeo renace en Renzi, en Italia, y en Macron en Francia. Y lo hace sobre el vacío político de la izquierda. Los orígenes liberal-demócratas del proyecto europeo en la Guerra Fría, favorecen a Macron, frente a la izquierda y el centro-izquierda, ambas perplejas por la inoperancia e impotencia del aparato estatal francés, para lidiar con el estancamiento económico y político derivados de la crisis financiera y las respuestas de austeridad que se les ha dado desde la Unión. El nacionalismo francés, patrimonio de todos sus partidos, observa la inacción de sus representantes en la Comisión frente al nacionalismo económico alemán renacido de la unificación, y su inteligente política de alianza conservadora en Europa.

Ensimismados en la contemplación de su ombligo nacional, Hollande y Valls no han sido capaces de aceptar el liderazgo que le ofrecían los gobiernos griego, portugués e italiano, ni de prever que Brexit no significa el renacimiento de la plaza financiera de París. Es más, el Brexit viene a complicar las cosas al gobierno francés, porque su descarte contra la izquierda, le impide ver los problemas a los que apunta la decisión británica. Problemas con los que tendrán que enfrentarse las clases trabajadoras europeas si quieren conservar el núcleo de sus conquistas y combatir la desigualdad y la desprotección social, creadas por la crisis económica y la austeridad. Fue el Reino Unido, liderado por Margaret Thatcher, el que mayor oposición presentó a incluir una carta de los derechos sociales europeos en los Tratados de la Unión. Y lo consiguió, apoyado en sus socios conservadores y la miopía socialdemócrata. La consecuencia lógica de esa decisión, es el refugio de los trabajadores en el nacionalismo, dado que la mayor parte de las constituciones incorporan esos derechos. Y la recesión ha evidenciado la falta de herramientas sociales en Bruselas para afrontar el aumento del desempleo y la descapitalización del Estado del Bienestar (un invento del laborismo británico, paradójicamente). Este repliegue coloca el voto obrero en la extrema derecha.

Sin embargo, el Brexit también ha puesto en el primer puesto de la agenda europea el futuro de la Unión. Al coincidir con la crisis de los refugiados de la guerra civil y religiosa en Oriente Medio, centradas en Siria, Irak y Yemen, el referéndum del Reino Unido ha sacado a la luz, en negativo, las consecuencias de una ampliación de la Unión hacia el Este, realizada al dictado de la política imperial USA. Sin tiempo para adecuar y consolidar las instituciones, y con el único objetivo de robustecer el derrumbe de la URSS, se unieron a la UE unos países recién salidos de un imperio en descomposición. Además, esos países se vieron a sí mismos, no bajo la protección de la Unión Europea, sino de la expansión imperial, consentida y deseada, estadounidense. Con ello, también, USA se garantizaba un agente interno en Europa, que ha trabajado, desde el principio y en coalición con Londres, contra todo intento de autonomía europea. Este conjunto de acontecimientos ha puesto en crisis a la Unión Europea. Y la obliga a preguntarse ¿qué quiere ser de mayor? Brexit, neo-autoritarismo en el Este, xenofobia e incumplimiento de los tratados internacionales en materia de asilo, todo obliga a la Unión a repensar el futuro.

Por lo pronto, el presidente del Consejo ha planteado la pregunta: ¿Qué Europa queremos? Como buen liberal y elitista, ha formulado esa pregunta a los gobernantes, cuando es una cuestión que interesa a todos los ciudadanos. Lógicamente, de un político que pactó en su país con las principales multinacionales, para estafar los impuestos al resto de los estados de la Unión, no podía esperarse otra cosa, no fuera a colarse en 2017 lo que Thatcher consiguió evitar en los años noventa del siglo XX. Pero la cuestión es ineludible. Todos los indicadores apuntan a la imposibilidad de una unidad europea sin afrontar los problemas de la mayoría de su población: la protección social al ciudadano, como persona que vive de su trabajo. Y las opciones nacionales no parecen ser viables.

Ya hemos visto a diversas plataformas de izquierda en Grecia, España y otros países, volver los ojos a la socialdemocracia, en cuanto se ha pasado el primer y romántico momento de su fundación.

En un mundo globalizado, económicamente integrado por el capitalismo, la vuelta al marco nacional es una quimera, aunque no deje de tentar a las poblaciones. El voto descontento de parados, jóvenes sin expectativas y trabajadores amenazados, se distribuye entre la izquierda y el populismo de derechas. Los populismos, tanto el de derechas como de izquierdas, cultivan esa ilusión, porque se adaptan a la falsa percepción popular; pero, mientras a la derecha no le preocupa la viabilidad de sus fantasías, porque desprecian el contexto tanto como a sus votantes, para la izquierda es letal sumarse al folclore. Para las políticas trasformadoras, es esencial el conocimiento y control del ámbito de actuación para poder cambiar las cosas; porque, desde el gobierno nacional, está obligada a la aceptación de los límites que la burocracia comunitaria y las instituciones del capitalismo global imponen.

Mientras, las políticas socialdemócratas a nivel nacional, aunque limitadas, permiten paliar el sufrimiento de las poblaciones trabajadoras y, desde áreas de poder, buscar y trazar alianzas para cambiar las instituciones clave, que residen en Bruselas y Estrasburgo; y el avance de fuerzas de izquierda, con coaliciones adecuadas, ampliar las instituciones democráticas y participativas de los países miembros. Esto último, no nos engañemos, crea inestabilidad política, que solo se puede resolver con acciones en las instituciones clave, es decir fuera del ámbito de cada país concreto. Pero sin esa ampliación de la democracia será imposible el avance. Un equilibrio difícil, pero necesario.

Por lo tanto, mientras la izquierda no asuma el desguace paulatino y controlado del Estado nacional, y el objetivo de la constitución democrática de una confederación europea, no podrá superar la impotencia del que no sabe ni donde está, ni a donde dirigirse. Porque, como dice Wlallerstein, la izquierda, ante “la decadencia definitiva del actual sistema capitalista… (debe desarrollar) una habilidad para combinar las políticas de alianzas a corto plazo que minimicen el daño que los presupuestos le hacen a los estratos más pobres, una fiera oposición a que el control del Estado lo obtengan los movimientos antiestablishement de ala derecha, y la continua organización de la izquierda mundial de abajo hacia arriba en lo político. Esto es muy difícil y requiere una claridad constante en el análisis, opciones morales firmes para la clase de otro mundo posible que queremos y decisiones políticas tácticas con sabiduría” 1

 

1 Immanuel Wallerstein: ¿Cómo le ponemos un alto al viraje político a la derecha?

 

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