El amor a la patria en tiempos de pandemia

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Los españoles no debemos perdernos en un juego tan humanamente comprensible como finalmente estéril como es el del debate infinito acerca de lo que se hubiera podido hacer y no se hizo y en un ejercicio obsesivo de atribución de responsabilidades

En medio de la inmensidad y del apremio de las necesidades que la pandemia del coronavirus está planteando a nivel personal, familiar, local, regional, estatal y global, cuesta aclararnos acerca de a quién nos debemos principalmente desde un punto de vista moral.

En los países e instituciones de la Unión Europea se debate ad infinitum si la crisis y sus nefastos efectos económicos deben o no afrontarse de forma mancomunada y los organismos internacionales, como la ONU y la OMS, y algunas voces destacadas, como las del filántropo Bill Gates, hablan de la necesidad apremiante de una gobernanza global ante un reto de escala también global. Sin embargo, lo que hasta ahora hemos visto predominar, es una acción liderada por los Estados, afectados todos en mayor o meno medida, tratando de abordar la crisis pensando fundamentalmente en términos de intereses nacionales: salvar las vidas y los recursos de sus ciudadanos nacionales. Incluso dentro de los Estados, teniendo en cuenta el desigual grado de incidencia del virus en unas regiones y otras, hemos visto debates acerca de si es de obligado deber ayudar a las regiones o ciudades más duramente afectadas aunque eso suponga la merma de recursos propios.

En realidad, pocos parecen dudar de que nuestra obligación primaria, en términos morales, se debe a los que tenemos más cerca, a los más allegados, a modo de círculo concéntrico, empezando por nuestra familia, nuclear y extensa, siguiendo por nuestros vecinos del barrio y nuestra ciudad. ¿Podemos tachar esto último de insolidario o cuanto menos de defectuosamente solidario? ¿Debiéramos pensarnos más bien como ciudadanos del mundo cuya lealtad primaria se debe a la humanidad en su conjunto? En definitiva, ¿es moralmente reprobable que “nuestros” muertos y nuestras finanzas nos duelan más?

Como en tantos escenarios de verdadera complejidad moral, no nos debe sorprender que las respuestas tengan que ser igualmente complejas y matizadas y que debamos, como línea de máxima, tratar de apartarnos de simplismos o falsas dicotomías. Respiren los lectores. Es perfectamente normal e incluso deseable, que “nuestros” muertos nos duelan más. Pero eso no significa ni que la vida de los demás cuente menos, ni que nuestras obligaciones morales se limiten al círculo de los allegados. Tampoco prejuzga si, desde un punto de vista de la gobernanza, tenga más o menos sentido abordar algunas cuestiones de forma local o global. Por partes.

La pregunta acerca de los confines de nuestras obligaciones morales es una pregunta que ya ocupó abundantemente a nuestros clásicos. Reconocía Plutarco (Moralia, IV, 24: sobre la Fortuna o Virtud de Alejandro Magno) que debíamos considerar a todos los seres humanos como a nuestros compatriotas y vecinos. Pero, ¡ojo!, Plutarco usaba las categorías de compatriotas y vecinos, no hablaba ni de una patria ni de una vecindad global. En realidad los estoicos insistían en que para ser un ciudadano del mundo no era necesario que uno renunciara a su identidad local, identidad que podría ser una fuente enorme de riqueza en la vida. No se trataba pues de abolir formas locales o nacionales de organización política ni de crear un Estado mundial. Pero sí se trataba de reconocer que los seres humanos debemos nuestra principal lealtad no a un gobierno en concreto sino a la comunidad moral compuesta por la humanidad en su conjunto. Esta era la verdadera esencia de la doctrina moral de los estoicos, desde Zenón de Citio, pasando por Panecio y Posidonio, hasta Séneca y Marco Aurelio. Y todo ello, insisto, sin negar que el amor a lo propio y cercano sea una experiencia necesaria para la formación de las capacidades morales que permiten la empatía y solidaridad con el más distante.  

En estas semanas nos hemos emocionado ante las expresiones de solidaridad individual y vecinal que han surgido de forma espontánea para cuidar no solo a nuestros familiares (eso se da por descontado) sino a las personas de nuestro entorno con necesidades especiales. Hablo de miles de ciudadanos, y sobre todo ciudadanas, fabricando en sus casas mascarillas de protección; de vecinos llevando alimentos a otros vecinos de alto riesgo; hablo de empresas textiles donando tejido para su fabricación; hablo del sector de la hostelería facilitando excedentes de alimentos y uso de espacios, y de clínicas privadas involucradas en la distribución del material sanitario en residencias. Esta generosidad local es sencillamente maravillosa y nos enaltece como seres humanos. Se ve propiciada por la posibilidad de hacer algo que esté en nuestro radio de acción y movida por la empatía, siendo a su vez la empatía un sentimiento que se ve facilitado por la cercanía geográfica, pero también la identidad compartida y la consciencia de interdependencia entre quienes se saben parte de un destino común. Por eso, apelar a la necesidad de que nuestra solidaridad no quede reducida al barrio, la ciudad o la Comunidad Autónoma, sino de que abarque a todos nuestros compatriotas, más allá de cualquier consideración, es apelar al patriotismo cívico en su mejor sentido. Por eso está bien que en los albores de la pandemia desde Andalucía o Galicia se mandaran respiradores y otro material sanitario a Madrid. Y por eso nos debe entristecer que no hayan sido muchas las voces de los mandatarios políticos que, en el contexto de creciente polarización política ante las críticas vertidas contra el gobierno central por la gestión de la crisis, no se hayan atrevido a recordarnos ese patriotismo cívico y sí que algunos hayan querido aprovechar la crisis para avanzar en sus causas independentistas y partidistas.

Cada tarde a las ocho se llenan los balcones en España y en muchas otras naciones del mundo de ciudadanos que aplauden al unísono para agradecer a los más expuestos y a los más sobrecargados: al personal médico y a las fuerzas de seguridad centradas más que nunca en el concepto de seguridad humana. Ondean banderas patrias de algunos balcones, y en casa a veces nos permitimos rebasar el nivel de decibelios para recordar que este es un reto de toda la ciudadanía, que debemos estar unidos como patria más que nunca, que al vivir confinados en nuestras viviendas día tras día estamos cumpliendo con un deber patrio también nosotros, y que no podemos quedarnos en la esfera de lo local sino que debemos esforzarnos por empatizar con los compatriotas más necesitados (más allá de los signos políticos de sus gobiernos o cualquier otra consideración). En definitiva, tratamos de reapropiarnos, en aras del deber y la solidaridad cívicas, de un símbolo patrio, cosa que a mi entender los espíritus progresistas de nuestra querida España no hemos sabido hacer bien hasta la fecha.

Dicho esto, conviene recordar que nuestras obligaciones morales no se limitan a lo que marcan las fronteras estatales. Y es que en medio de la angustia generalizada son aún pocos los que en este contexto intentan que recordemos eso que los estoicos nos recordaban: que nuestra lealtad moral lo es frente a cada ser humano del planeta. Por eso nos toca recordar a nuestros gobernantes su obligación moral de atender a las necesidades imperiosas de los españoles pero también a las que se están planteando en Estados que se están enfrentando al reto con sistemas de sanidad mucho más precarios y con recursos mucho más exiguos, pues, como apuntaba nuestra secretaria de Estado de Cooperación Internacional, Moreno Bau, en una reciente entrevista, hay países como Malí en los que hay un respirador por cada millón de habitantes y otros como Ruanda con menos de 30 en todo el país. En Asia y el Pacífico el 70% de los trabajadores viven de la economía informal, realidad que comparten en mayor o menor medida muchos países de América Latina, como comparten también la de vivir con economías asfixiadas por su nivel de deuda, deuda que muchos esperan sigan pagando en estas circunstancias dramáticas. Estos países se enfrentan a la pandemia sin recursos, en un mercado global en el que los productos médicos necesarios se han convertido en bienes escasísimos y en unas circunstancias en las que el distanciamiento social, por hacinamiento, falta de vivienda o simplemente necesidad de salir a ganarse el sustento más básico resulta sencillamente imposible.

Siguiendo la misma lógica los países europeos más vulnerables y severamente afectados por la pandemia, tenemos el derecho a esperar la solidaridad de nuestros vecinos del norte. Y por esa misma razón, los españoles no debemos perdernos en un juego tan humanamente comprensible como finalmente estéril como es el del debate infinito acerca de lo que se hubiera podido hacer y no se hizo y en un ejercicio obsesivo de atribución de responsabilidades. Si lo hacemos damos munición a quienes, desde afuera, prefieren criticar nuestra supuesta inoperancia y soslayar sus obligaciones de solidaridad, aludiendo a su superioridad y poniendo el énfasis en todo lo que se hubiera podido evitar y no se evitó, en vez de en todo lo que, en ningún caso, hubiéramos podido evitar los más gravemente afectados por causas azarosas. Y sí, ya lo sé, no es solidaridad, sino interés común lo que debe mover a Europa en un contexto de economía globalizada y hegemonía política en disputa, pero yo hoy quiero hablar de solidaridad como obligación moral en un mundo en el que parece que la lógica instrumental lo domina todo, contribuyendo a la deshumanización colectiva.

Cuestión distinta es la del nivel de gobernanza desde el que se deba gestionar la pandemia. No se trata, para quienes defendemos la posibilidad de conciliar el patriotismo cívico o republicano y humanismo cosmopolita, de proclamar necesariamente la muerte del Estado en aras de un gobierno mundial. Repito, el orden de Estados, bien entendido y sobre todo en algunas de sus conformaciones (como el Estado social de derecho), ha ampliado las capacidades de la solidaridad interpersonal mucho más allá de cualquier otra forma de gobierno conocido hasta la fecha. Hoy en día, la idea de un Estado global se acercaría mucho más a la de una economía global insolidaria que a la de una democracia global equitativa, pues sería complicado pensar que los que se encuentran hoy en posición de hegemonía económica e ideológica no la impusieran sobre el resto.

La lección que creo que debemos sacar de todo esto es otra, pero es importante: son de naturaleza cada vez más global las amenazas a los bienes públicos más necesarios para la supervivencia de la especie (salud pública o medio ambiente sostenible). Estos retos globales sólo pueden abordarse desde la multi-gobernanza que resulte de unas instituciones globales necesariamente fortalecidas, por supuesto, pero también desde la disposición que las distintas instancias de gobierno, desde las más locales hasta las de mayor ámbito geográfico, muestren al diálogo, la cooperación y la solidaridad global. De lo contrario, se seguirán ganando elecciones dentro de cada Estado, pero continuaremos perdiendo horizonte todos. 

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Este artículo ha sido publicado el 23 de abril en eldiario.es. Se reproduce en ésta WEB con autorización de su autora

 

About Ruth Rubio Marín

Ruth Rubio Marín, Catedrática de Derecho Constitucional Comparado del Instituto Universitario Europeo de Florencia, Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla, es miembro de Economistas Frente a la Crisis

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