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La montaña mágica

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Cada año en el mes de febrero se reúne en Suiza el Foro Económico Mundial, justamente allí donde Thomas Mann situó el sanatorio de su excepcional novela sobre la decadencia de Europa. El encuentro de Davos reúne lo mejor de las fortunas y del capitalismo mundial en una especie de «feria de las vanidades» donde resulta muy importante dejarse ver. Lo más granado de las mayores fortunas, el empresariado de referencia, los grandes gurús de la tecnología, los más reputados catedráticos y opinadores, algunos influencers y todo tipo de vendedores de la ideología dominante explicitan sus recetas para hacer un sistema más competitivo y sostenible, permitiéndose algunas dosis de afectada humanidad. Lugar también donde los que cortan el bacalao de la economía mundial aprovechan para reunir a jefes de Estado de todo el mundo y leerles la cartilla, induciéndoles a practicar la “buena política”  y a practicar la mínima intervención estatal en la economía.

Hay multitud de sesiones públicas con una gran variedad de temas, pero sobre todo hay muchos encuentros privados y sin cámara donde se deciden cuestiones importantes y dónde también se cierran grandes negocios. También hay esquí y muchas fiestas organizadas por las más reputadas corporaciones. Ser o no ser invitado a determinadas soirées determina hasta qué grado cuentas o no en un mundo que, en realidad, lo forman gente que vive fuera del mundo. No será casualidad que el cantón suizo donde se concentra esta gente, resulta el paraíso fiscal mayor del planeta y donde están fiscalmente radicadas más de 30.000 grandes empresas.

En esta pasada edición del Foro, los temas centrales de preocupación, al menos sobre el papel, han sido la desigualdad y los problemas medioambientales. Más allá de que pueda parecer que tengan en ello solamente un interés impostado, las clases dominantes parecen estar dándose cuenta de que no es posible mantener procesos que generan un nivel de conflictividad que pone entredicho un cierto orden global. Incluso los más ricos acaban por ser conscientes de que la pulsión acumuladora no debería terminar por destruir el teatro de operaciones, y que sin una mínima redistribución de riqueza que contenga la desesperación de los excluidos y mantenga una cierta apariencia de orden social, el juego tiene escasas posibilidades de continuidad.

Que el rendimiento anual de los activos de las 10 personas más ricas del mundo multiplique por tres el ingreso de los 70 millones de personas que viven en Etiopía es mental y moralmente inasumible, y más, si pensamos que dentro de Etiopía también hay ricos y que por tanto la brecha de ingreso de la mayoría de etíopes es aún mayor. Mientras la renta per cápita en Luxemburgo es de 78.668 dólares anuales, en el Congo sólo son 300 dólares. Los patrimonios concentrados por las quince mayores fortunas del planeta, superan el PIB de todos los estados al sur del Sahara, exceptuando Sudáfrica. El volumen de negocio de General Motors excede el PIB de Dinamarca y la valoración bursátil de Google se acerca al PIB español. La facturación de cada una de las 100 corporaciones transnacionales más importantes, excede la totalidad de las exportaciones de los 120 países más pobres del planeta. O que las 200 multinacionales más importantes controlan el 23% del comercio mundial. Y como nos recuerda el economista francés Thomas Piketty, la desigualdad es creciente y es acumulativa. Un estudio de la NASA ya en 2015 nos alertaba que la combinación de la desigualdad, el calentamiento global y el crecimiento de la población planetaria, acabaría por dar lugar a grandes conflictos y convulsiones y que cuestionaría seriamente la viabilidad futura del planeta

Resulta bastante obvio, que no será con la moderación voluntaria y la autorregulación con que se podrán revertir tendencias tan destructivas. No serán las buenas intenciones de las grandes corporaciones o las pulsiones compasivas de los ricos los que nos llevarán hacia nuevos caminos económicos y medioambientales, más sostenibles y solidarios. La solución, si es que la hay, está en la voluntad colectiva que se ha de expresar y materializar en la política. No nos engañemos, no nos sacarán del atolladero aquellos cuyos intereses desaforados justamente nos han llevado a estar en el trance en el que estamos.

About Josep Burgaya

Decano de la Facultad de Empresa y Comunicación de la Universidad de Vic-UCC, de la cual es profesors desde 1986. Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Autónoma de Barcelona. Entre el 2003 y 2011, fue concejal del Ayuntamiento de Vic en representación del PSC, donde ejerció de teniente de alcalde de Economía y Hacienda y responsable de promoción económica. Autor de “El Estado de bienestar y sus detractores” (Octaedro, 2014), fue Premio Joan Fuster de ensayo por “Economia del Absurdo” (Deusto, 2015). También ha publicado "Adiós a la soberanía política" (Ediciones Invisibles, 2017), "La política malgrat tot" (EUMO, 2019) y, elúltimo, "Populismo y relato independentista en Cataluña" (El Viejo Topo, 2020). Josep Burgaya es miembro de Economistes Davant la Crisi (EFC Cataluña).

1 Comments

  1. Demetrio Vert el marzo 15, 2020 a las 12:36 pm

    Que no van a ser las buenas intenciones, la moderación voluntaria o la autorregulación lo que haga cambiar el sistema es de cajón. El alma humana parece que no está hecha para tales tareas. La prueba, con otro asunto que está en las antípodas de lo de Davos, pero que desde el punto de vista de cómo funcionan nuestros impulsos, razonamienntos o intereses, la tenemos estos días con el coronavirus. Las autoridades se han cansado de pedir responsabilidad a los ciudadanos, que siguieran voluntariamente ciertas reglas, y obviamente no se les ha hecho ni puñetero caso. No es que se fueran (los ciudadanos) a la sierra de Gredos a disfrutar, donde caben todo Madrid bien alejados (a kilometros) uno de otro, sino que se fueron al mismo punto para estar bien juntitos. Y esto es solo un ejemplo. ¿Que han tenido que hacer las autoridades? Todo el mundo en casa bajo pena de sanción. Así es el alma humana. Por eso, a los de Davos y compañía no los cree nadie minimamente sensato. Como dice el doctor de forma mas seria que yo, solo se les podrá meter en vereda si los ciudadanos tomamos el poder político y actuamos en consecuencia. ¿Que usted tiene tanto y yo ni una migaja? Pues mire, se le requisa y lo repartimos. En serio, lo que no puuede funcionar, o al menos no podemos asumir ese riesgo, es que la gran economía la muevan unos pocos, según sus intereses, sus puntos de vista, o el humor con el que ese día se han levantado. ¿Puede la sociedad asumir ese riesgo?

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