El debate sobre el Presupuesto de 2019 que ha empezado a elaborar el gobierno de Pedro Sánchez, se ha iniciado con gran virulencia. Y se ha hecho con una enorme carga ideológica por parte de sus detractores principales, el PP y Ciudadanos. El primer envite va a ser la aprobación del objetivo de déficit y del techo de gasto. Las cifras recientes son ilustrativas: el déficit para 2019 va a pasar del 1,3% sobre PIB al 1,8%, tras las negociaciones de la Ministra de Economía en Bruselas. Es decir, un mayor margen que se evalúa en medio punto, cinco décimas que suponen unos 6.000 millones de euros de mayor capacidad de gasto e inversión para el Ejecutivo. De esas cinco décimas, dos se adjudican a las comunidades autónomas, dos a la Seguridad Social y una a la Administración central. Esto, de entrada, debiera ser una buena noticia, aplaudida por todos los representantes políticos. Y es así porque el resultado tangible sobre la ciudadanía se concreta en una mayor disponibilidad de recursos para las regiones, que podrían obtener un margen extra de unos 2.500 millones de euros. O sea: más y mejor incidencia en aquellos servicios que están transferidos, como Sanidad y Educación, y que redundan en el bienestar de la población. Un reforzamiento, por tanto, del Estado del Bienestar. ¿Se quiere esto o empequeñecer las capacidades de la economía pública? Nos tememos que lo segundo.
Ante estos datos, objetivos y plausibles, la actitud de la oposición conservadora, un bloque en el que suman PP y Ciudadanos, es claramente ideológica: bloquear esa posibilidad en el Senado, un hecho que paralizaría la perspectiva de tirar adelante unos presupuestos con márgenes de déficit público mayores, avalados además –recuérdese–por Bruselas. El mensaje justificativo de Casado y Rivera ha sido común: no más déficit, seguir con la austeridad, exponer retóricamente que se seguirán defendiendo pilares básicos del Estado del Bienestar y, además, bajar los impuestos. Toda una cuadratura del círculo, un mantra que forma parte del frontispicio de una ideología pretendidamente liberal, pero que se aleja de posibilidades reales para mejorar las condiciones de vida de las personas.
La idea puede parecer atractiva: no abrir más déficits públicos, recortar la presión fiscal y fiarlo todo a un crecimiento económico que inundará de nuevos ingresos las arcas públicas. Una tesis abstracta que no se sustenta en casos robustos de historia económica. Prácticamente en ninguno. Y que retrotrae tales planteamientos a los preceptos conocidos a principios de los años 1980, con el presidente norteamericano Ronald Reagan y la famosa, por fallida, curva de Laffer. Todo un despropósito en economía, incapaz de llevar a buen puerto lo que se preconizaba como positivo. El recordatorio es pertinente: la aplicación de ese recetario –menos gasto social, reducción de impuestos– llevó a las cuentas públicas de Estados Unidos a una situación dramática a fines de los años ochenta, caracterizada, precisamente, por la generación de déficits draconianos y un incremento monumental de la deuda pública. Este y no otro, abstracto y teórico, es el corolario de tal planteamiento en política económica, que es el que defiende Casado y su gurú económico, Daniel Lacalle. Éste, nos ha obsequiado recientemente con una retahíla de reducciones tributarias de gran calado, abonadas con toda una fraseología liberalizadora y simplona, pero que no acierta a explicar cómo es posible multiplicar panes y peces mientras se reducen las capacidades de generación de ingresos y, al mismo tiempo, se colapsan posibles vías de inversión y asignación de recursos a partir del gasto público. Lacalle debería conocer toda una potente literatura económica, que emana del FMI con Olivier Blanchard y sus trabajos sobre los multiplicadores, para ser más cauteloso y menos aguerrido en sus soflamas ideologizantes. Porque la oposición frontal a la nueva senda de déficit –que implicaría pasar del 1,8% sobre PIB en 2019 al 0,4% en 2021, todo santificado por Bruselas: perdóneseme la insistencia en este punto– no obedece a elementos de carácter técnico, que comportaran la imposibilidad de su aplicación o a la previsión de un posible desfase presupuestario importante. Es, pura y simplemente, una posición ideológica de enorme dureza –aplaudida además por la FAES de Aznar–, cuyas consecuencias las van a pagar los ciudadanos, en forma de menor disponibilidad de dinero para sus necesidades esenciales, la Sanidad, la Educación, la Seguridad Social y las pensiones. Este es el meollo del tema, y no otro. Que no se nos engañe.
En paralelo, deben advertirse otros dos escenarios determinantes. Primero: disponer de un mayor margen fiscal será igualmente beneficioso para los ayuntamientos, toda vez que el gobierno podrá modular mejor la regla de gasto e, incluso, permitir que una mayor parte de los superávits municipales se canalicen hacia políticas sociales. Y segundo: resultaría difícil aceptar, desde el punto de vista técnico y político, que otras formaciones se opongan al Presupuesto, arguyendo que el techo de gasto es insuficiente. Éste aumenta un 4,4% en el Presupuesto para 2019, tres décimas por encima del PIB nominal previsto, que es del 4,1%. En otras palabras: el gasto sube más que el PIB nominal, una condición que algunos partidos políticos –como por ejemplo Podemos– exigía para la elaboración de las cuentas públicas. Se puede pedir más; pero no se debiera exigir ahora mucho más cuando lo que se ofrece es lo que se solicitaba al principio del proceso.
Los números son tozudos. Enfrentarse a ellos, tal y como están presentados en el Presupuesto 2019 en sus factores esenciales de déficit y techo de gasto, obligará a los opositores a explicar, a su propio electorado, los motivos para torpedear de forma torticera unas cuentas que, de entrada, conceden más oxígeno a las administraciones públicas y, por tanto, a ayuntamientos y gobiernos regionales, para implementar aquellas políticas que acaban por impregnar el bienestar de la población. Lo otro, la oposición frontal porque sí, se adentra más en las procelosas aguas de una ideología ultraconservadora, austericida y escasamente conectada con una realidad económica que exige medidas concretas y huir de abstracciones sin fundamento científico alguno.
Un artículo veraz y riguroso. Ésto es hablar claro.
Gracias, Pilar, por su comentario.