Cecilia Castaño, Capitolina Díaz, Nuria Oliver, María Ángeles Sallé
Conseguir que la vida cotidiana funcione pese a los riesgos sanitarios de la COVID-19 es un reto colectivo. Es esencial que cada mañana las niñas y niños vayan al colegio; que el comercio, las farmacias, los mercados, estén abiertos, con estanterías llenas; que no solo la sanidad sino también el resto de servicios públicos funcionen. En este contexto, destaca la centralidad de los cuidados. Sin cuidados, no resolvemos la salud y el bienestar, y sin salud, no recuperaremos la actividad económica; sin atender las emergencias sociales, la recuperación puede ser aparente pero parcial, solo para unos pocos. Esta situación hace más evidentes las costuras reventadas de los servicios públicos de salud, educación y atención a la dependencia, tras diez años de políticas de austeridad y recortes que hicieron recaer esta carga sobre los hogares, es decir, sobre las mujeres. Cada vez que se elimina una beca de comedor, hay una mujer que tiene que dejar de trabajar, o pasar a jornada parcial, para hacerse cargo de preparar la comida de sus hijos.
Los impactos de género de la crisis del coronavirus están siendo ignorados en la respuesta a la misma, porque se tiende a equiparar las situaciones de crisis con las guerras y, entre metáforas militares, se presume que las guerras son cosas de hombres. La Gran Recesión de 2008 (Mancession) inicialmente afectó más a los hombres, en la construcción, la industria y el transporte. El sector servicios, feminizado, experimentó con crudeza, a partir de 2011, las políticas de austeridad expansiva, basadas en recortes en el Estado de Bienestar (salud, educación, dependencia) que ahora lamentamos. La Sheausterity afectó de manera muy negativa al empleo de las mujeres, mayoritarias en estas actividades, a sus condiciones de trabajo -menor jornada y peores salarios- y también a sus condiciones de vida, obligadas a ofrecer en sus hogares aquellos servicios que el sector público recortaba, combinando con empleos a jornada parcial.
Algunos datos de la última Encuesta de Población Activa (3T 2020) nos ayudan a comprender el papel crucial de las mujeres en la primera línea de protección de la ciudadanía, allí donde la exposición al virus es mayor, y la necesidad de tener en cuenta su experiencia y necesidades. Hay medio millón largo de mujeres en las ocupaciones de profesionales de la salud (70,5% del total, duplicando el número de hombres); un millón más de mujeres (que representan el 80% del total) en residencias de mayores, atención a enfermos y dependientes en el hogar; empleadas domésticas, trabajadoras de la limpieza, etc. Estas dos categorías de ocupaciones representan conjuntamente el 17% del empleo femenino, por solo el 5% del masculino. En comercio y hostelería, un millón y medio de mujeres, casi el 60% del total, nos atienden en estos trabajos imprescindibles, aunque poco considerados, mal pagados y particularmente impactados por la crisis.dos tercios son mujeres, que están atendiendo a niñas y niños, a estudiantes de todas las edades, combinando riesgo con precaución.
Según la cuarta ronda del Estudio de Seroprevalencia ENE-Covid[1], con datos de las últimas semanas de noviembre pasado, entre los trabajadores en activo el segundo grupo más afectado -después del personal sanitario en su conjunto con un índice de prevalencia global del 16,9%- son las mujeres que cuidan dependientes en el domicilio (16,3%), las mujeres ocupadas en tareas de limpieza (13,9%) y las trabajadoras del sector sociosanitario (13,1%).
Esta presencia abrumadora de las mujeres en la primera línea de la pandemia, no se refleja en la participación femenina en los centros de decisión para luchar contra la misma, lo que conlleva otra secuela grave: la ausencia de la voz de las mujeres y de una perspectiva de género en las medidas adoptadas, sanitarias, económicas y sociales. Un estudio reciente de la Fundación Bill y Melinda Gates llama la atención sobre ello: las mujeres son apenas el 19% de los expertos y el 13% de los políticos consultados en las noticias e información sobre la COVID19.
Si bien quedarse en casa forma parte integral de la estrategia contra la pandemia, la estrategia paralela de apoyo a los hogares es aún muy débil. Hemos destinado dinero a gastos importantes y urgentes, sanitarios y de empleo. Se han desplegado medidas de apoyo a variadas actividades económicas (cambios de horarios, de tipos y espacios de servicio, etc.). Los hogares -ahora convertidos en centros escolares de tele-estudio, restaurantes para toda la familia, ludotecas, centros de cuidados sanitarios de baja intensidad, centros de teletrabajo y varias cosas más- son los grandes olvidados. Se da por supuesto que los hogares son sitios seguros para todos sus miembros (cosa que los datos de violencia de género desmienten), que toda la ciudadanía tiene un hogar en el que puede aislarse en condiciones aceptables (aunque, según la encuesta ciudadana covid19impactsurvey, un 53% de los participantes menores de 60 años reporta no poderse aislar por compartición de hogar) y que las mujeres, que con mucho o con poco han sabido sacar la casa adelante, también la sacarán de la pandemia. Pero la situación de muchas mujeres y familias, como hemos descrito en los datos anteriores, es insostenible.
Para las mujeres, la combinación de teletrabajo, apoyo al trabajo escolar de los hijos, tareas domésticas y de cuidados, conlleva un alargamiento de las 27 horas que ya venían dedicando semanalmente al ámbito privado (13 horas más que los hombres, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Trabajo de 2015). Esto las coloca ante una triple o cuádruple jornada: durante el día cocinan, limpian y ayudan a sus hijas e hijos con las tareas, aprovechando para teletrabajar por la noche, cuando éstos descansan. Tal situación, claramente inmanejable, puede forzarlas a renunciar a su empleo y se refleja en la prevalencia de la jornada parcial entre las mujeres (22,3% del total del empleo femenino, frente al 6,8% del masculino). La renuncia al empleo es un riesgo particularmente grave en los hogares monoparentales encabezados por una mujer (1.538.200 hogares según la Encuesta Continua de Hogares, 2018). Muchas de estas madres solas no tienen la posibilidad de teletrabajar, o simplemente no pueden trabajar en absoluto en esta situación.
La conciliación no puede resolverse solo con reducciones de jornada, permisos retribuidos y otras medidas que, si bien ofrecen tiempo a las mujeres, chocan con el exceso de responsabilidades que asumen y se convierten en una trampa para mantener el empleo y las posibilidades de promoción. La solución es la corresponsabilidad, no solo entre madres y padres, sino con la colaboración de los empleadores y un aumento considerable de los servicios públicos de cuidado -guarderías, centros de día, atención post escolar, etc.
Las políticas fiscales para hacer frente a la crisis deberían tener por tanto como objetivo específico a las mujeres, particularmente a las que están en el límite entre el sector formal e informal de la economía, que deberían ser beneficiarias prioritarias del Ingreso Mínimo Vital, combinando esta renta con empleo remunerado para que no abandonen el mercado de trabajo.
Finalmente, no podemos olvidar que la crisis derivada de la COVID-19 se desenvuelve en un contexto profundamente disruptivo marcado por la 4ª Revolución Industrial. En ese sentido, el Foro Económico Mundial -en su reciente informe sobre el futuro de los empleos 2020- advierte que, en ausencia de esfuerzos proactivos, las desigualdades de género se verán agravadas por el doble impacto de la transformación tecnológica y la recesión pandémica. De esta manera, la actual brecha laboral y social puede verse dramáticamente reforzada por la consistente -y creciente- brecha digital de género en los estudios, empleos, emprendimientos y espacios de innovación tecnológica que marcarán nuestro futuro inmediato.
Es momento, pues, para diseñar soluciones ambiciosas que partan de que el primer espacio en el que vivimos es el hogar. Es momento para incorporar más voces femeninas expertas a la elaboración de políticas, exigir un equilibrio de género en la toma de decisiones, así como para incluir la ignorada perspectiva de género para garantizar que las experiencias diferentes y, a menudo, contrapuestas de mujeres y hombres sean reconocidas y abordadas en todos los espacios.
El Plan de recuperación, transformación y resiliencia de la economía española del Gobierno reconoce el riesgo de agrandamiento de las desigualdades de género y apuesta por incorporar esta perspectiva como uno de sus cuatro ejes transversales. Igualmente, incluye, entre sus diez políticas palanca, un plan de choque para la economía de los cuidados centrado en las personas dependientes y mayores. Es sin duda un gran paso pero conviene lanzar tres ideas clave para su desarrollo, que son resultado de evidencias sistemáticas en la evaluación de estas políticas: 1) la igualdad de género ha de incorporarse en la agenda con un enfoque integral y multidimensional; 2) los cuidados atañen también, de un modo muy relevante, a la infancia y no solo a la dependencia; y 3) la transversalidad de género requiere de un liderazgo permanente, mecanismos claros de aplicación y evaluación, aprendizajes, participación, redes y comunicación para no diluirse en el universo de las buenas intenciones y fracasar.
Equilibrar la contribución aumentando la igualdad es hoy nuestro principal desafío y nos va, literalmente, la vida en ello.
Este artículo fue publicado en la sección de Opinión del diario El País 6 enero 2021
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