El debate sobre un supuesto “problema de las pensiones”, que promueven los bancos y las aseguradoras, a través de sus servicios de estudio y de una cohorte de expertos ligados a estos organismos, lleva muchos años presente en España y en otros países. Desde mediados de los años noventa vienen vaticinando la inminente ruina del sistema público, por una causa casi única: el envejecimiento demográfico. Como es fácil de constatar, esta profecía no se ha cumplido en España. Pero esto no impide que sigan intentando alarmar a la población con el mismo anuncio, ahora expresado como “necesidad de garantizar la sostenibilidad futura del sistema”. Este discurso catastrofista se mantiene, a pesar de que la realidad lo desmiente, en gran parte por la enorme capacidad de difusión de la que disponen los interesados en recortar las pensiones públicas, pero también porque no existe un discurso alternativo articulado que justifique el sistema actual y que desmonte la falsedad de los argumentos del lobby recortador. Para desarrollar esa alternativa es necesario reflexionar y actuar en tres direcciones principales: una profundización teórica del sistema público de reparto que sustituya la referencia implícita al sistema de capitalización que fundamenta la mayoría de las críticas y propuestas, un análisis de las proyecciones de gasto que deje claro el modesto papel que juega la demografía en el futuro del sistema y restablezca la importancia de la evolución del mercado de trabajo y de la distribución de la riqueza y, finalmente, sería conveniente artícular fórmulas políticas y legales para blindar las pensiones y ponerlas al abrigo de posibles reformas draconianas, como la de 2013, aprobada gracias a la mayoría absoluta del PP.
¿Qué es un sistema de reparto?
Es cada vez más habitual referirse a este sistema, que es el más antiguo y el más extendido en el mundo, como una forma incompleta y no eficiente, del sistema de capitalización. Así, se le designa, en inglés, como “unfunded system” en oposición negativa a los sistemas de capitalización que son “funded system”. El primero no estaría respaldado por ningún activo financiero, mientras el segundo sí lo está, lo que le otorgaría, según esta visión, mayor garantía. Lo primero que hay que decir es que cualquier sistema de pensiones es una forma, socialmente organizada, de transferir recursos de los activos actuales a los jubilados actuales. No existe, en la práctica, ninguna manera de organizar individualmente el traspaso de recursos de la edad activa al período de jubilación: Robinson no hubiera llegado a viejo en su isla. De manera que hay que preguntarse qué principios y qué mecanismos utiliza cada sistema de pensiones para organizar esta transferencia de recursos. La base de la modalidad de reparto es bien conocida: las cotizaciones de los trabajadores sirven para pagar las pensiones de los jubilados en cada momento, en nombre de la solidaridad entre generaciones. Es el sistema más parecido al que imperaba en las familias extensas donde los mayores se beneficiaban de los recursos aportados por los más jóvenes. Cuando cambió el modelo de familia, intervino el Estado, como intermediario y garante, ingresando las contribuciones de los que trabajan y repartiéndolas a los jubilados. El sistema resultante es contributivo, no porque cada uno ahorre para su pensión futura, sino porque contribuye, en la medida de sus posibilidades (salario), a aportar recursos a los mayores. El importe de la pensión que recibe el jubilado está relacionado con su contribución anterior, pero no determinado mecanicamente por ella, lo que permite introducir una cierta dosis de redistribución en el sistema. Su sostenibilidad financiera depende de la evolución del monto cotizado frente al gasto en pensiones de cada año. Suponiendo que la tasa de cotización sea la adecuada para los parámetros estructurales del sistema, importa la situación del mercado de trabajo y el reparto del PIB entre rendimientos del capital y rendimientos del trabajo, ya que solo de estos últimos salen las cotizaciones. Por su parte, el sistema de capitalización se basa en la compra por los trabajadores de activos financieros con la intención de venderlos a los trabajadores que existan cuando a ellos les llegue la hora de jubilarse. Admitiendo que, en aquel momento, seguirá existiendo un mercado de títulos financieros, se plantean tres tipos de incertidumbre. El primer peligro sería colocar sus ahorros en un activo equivocado, cuya cotización habrá disminuído cuando llega el momento de venderlo. Por ello existen fondos de pensiones que permiten diversificar los activos y diluir ese riesgo entre todos los partícipes, aunque las comisiones de gestión y el beneficio de las entidades gestoras suponen un coste para el ahorrador. El segundo peligro es que el momento de la jubilación coincida con un período de crisis o, simplemente, un momento bajo del ciclo económico, que provoque una disminución generalizada del valor de los activos financieros. El tercer peligro es que el ahorrador viva más de lo que había previsto y tenga que estirar el capital acumulado o asumir el coste de una renta vitalicia. En los modelos basados en la capitalización, todos los riesgos son asumidos por el jubilado. Las ventajas que se les atribuyen son que promueven el ahorro y que los activos que los respaldan son inversiones que favorecen el crecimiento económico, aunque no necesariamente en el país del ahorrador. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, cuando un sistema de capitalización alcanza su regimen de crucero, su funcionamiento no difiere mucho del de un sistema de reparto: las aportaciones de un año compensan lo que se paga a los jubilados de ese año. La diferencia es que un sistema de capitalización habrá acumulado un capital que proviene del tiempo que media entre las aportaciones de los primeros partícipes y el pago de las pensiones correspondientes. Durante aproximadamente cuarenta años, este sistema ingresa sin tener que pagar, lo que le impide, en la práctica, sustituir fácilmente a un sistema de reparto en funcionamiento, pero explica que exista un capital acumulado que genera intereses y, eventualmente, plusvalías, que se añaden a la pensión que recibirá el ahorrador (lo que no deja de ser una forma de detraer recursos existentes, por otras vías).
Estas son algunas de las cuestiones en las que sería necesario profundizar para poder analizar el sistema público actual según su propia lógica y no asimilandolo a otro distinto, que ni siquiera se describe tal como es en realidad.
¿Es insostenible el sistema actual?
El diagnóstico de no sostenibilidad se apoya en la evolución demográfica proyectada, sin entrar en los mecanismos concretos por los que se transmiten los cambios demográficos al equilibrio financiero del sistema público. En general, se invoca simplemente la llamada “ratio de dependencia”, un indicador puramente demográfico que relaciona la población en edad de trabajar (habitualmente de 16 a 65 años) con la que ya ha cumplido los 65 años. De su evolución, se deriva la conclusión de que habrá cada vez menos cotizantes por cada pensionista. Se olvida de que no todos los que tienen edad de trabajar están efectivamente ocupados y cotizando y de que existe margen para que se mantenga o incluso aumente el número de ocupados, aunque disminuya la población en edad de trabajar. Por ejemplo, la llegada de las mujeres al mercado de trabajo ha aumentado considerablemente la proporción de los cotizantes entre los que tienen edad de trabajar y la reducción del paro tiene un efecto similar. Se olvida también de que, a pesar de que hace cuarenta años que la natalidad en España no basta para renovar la población, esta ha aumentado más que nunca gracias a la llegada de inmigrantes, que alimentan directamente la población en edad de trabajar. La “ratio de dependencia” no tiene tampoco en cuenta que una parte de los mayores no depende del sistema de pensiones y que sus recursos pueden provenir de prestaciones llamadas no contributivas, que se pagan con cargo a los ingresos generales del Estado. Un único factor demográfico es relevante para el gasto en pensiones: el aumento de la esperanza de vida de los jubilados. En un sistema de capitalización, como lo es el sistema de cuentas nocionales, por ejemplo, el riesgo de vivir más de lo esperado recae sobre el jubilado, que verá mermada su pensión mensual. Es necesario abrir una reflexión sobre la mejor manera de hacer frente a los costes de este aumento de nuestros años de vida, sin olvidar que es el fruto de un proyecto social de mejora general, que no tienen por qué pagar solo los jubilados, ni olvidar tampoco sus beneficios, que son muchos.
La necesidad de recortar ahora las pensiones se argumenta con proyecciones de gasto a treinta o más años vista. Las que se publican en el Ageing Report, un informe de la Comisión Europea, subestiman considerablemente la capacidad productiva futura de nuestra economía, al transmitir mecanicamente la disminución de la población en edad de trabajar que anuncian las proyecciones demográficas, a la población efectivamente ocupada. No contempla para el futuro lo que ha sucedido hasta ahora: que la llegada de de inmigrantes ha suplido con holgura la escasez de autóctonos. De hecho, es más bien la población ocupada, que depende de la demanda de las empresas, la que determina la población en edad de trabajar, por la llegada de inmigrantes, y no al revés. Si, por razones demográficas, las empresas no pudieran cubrir sus necesidades de mano de obra, las consecuencias para España serían desastrosas y superarían ampliamente el ámbito de las pensiones. Es por lo tanto necesario que se elaboren proyecciones demográficas que tengan en cuenta el mercado de trabajo como determinante de los flujos de llegada de inmigrantes, para poder estimar con mayor exactitud el porcentaje del PIB que se prevé dedicar al pago de las pensiones en los próximos años.
Prevenir reformas futuras indebidas.
Podemos anticipar actualmente tres niveles de amenaza para el futuro. En lo inmediato, existe la posibilidad de que la Comisión Europea obligue a realizar un ajuste, si prevalecen las proyecciones del Ageing Report que, como ya se ha visto, se basan en supuestos erróneos sobre la economía española. Más adelante, de aquí a unos dos años, la posibilidad de un cambio de mayoría política abriría la puerta a reformas, llamadas paramétricas, para modificar la edad de jubilación, el cálculo de la pensión inicial (alterando el período de cómputo de la base reguladora o introduciendo un factor para disminuirla si aumenta la esperanza de vida) y la fórmula de revalorización anual. Finalmente, a medio plazo, las entidades financieras y su entorno académico proponen con insistencia la implantación del sistema de cuentas nocionales, que tiene todos los inconvenientes para los trabajadores de un sistema de capitalización, con el agravante de que incluye mecanismos automáticos para eliminar, antes de que se produzcan, los déficits eventuales anticipados, mediante una disminución de las pensiones, tanto las que se están pagando en ese momento, como las futuras.
Las pensiones representan un frente de batalla importantísimo. El extraordinario empeño por reducirlas se debe, en primer lugar, a que son el elemento de la retribución de los trabajadores que, hasta ahora, mejor ha resistido la presión a la baja, al contrario de los salarios, que llevan en España veinticinco años congelados en términos reales, y, en segundo lugar, que un sistema público con simples pensiones de subsistencia, favorecería sobremanera el gran negocio de los fondos privados, del que se benefician los bancos y las aseguradoras.
La única forma, o al menos la más eficaz, de prevenir estos peligros sería incluir en nuestra Constitución una serie de restricciones a eventuales reformas del sistema público. En su defecto, sería posible plantear una Ley Orgánica de Pensiones renovada, en la que figuren los mecanismos necesarios, y las restricciones a reformas eventuales, para asegurar la sostenibilidad social del sistema. El objetivo sería la garantía de una pensión digna, que permita al jubilado mantener su nivel de vida anterior, teniendo en cuenta la nueva situación, lo que podría traducirse en fijar la pensión inicial utilizando una tasa de reemplazo calculada en función de los ingresos anteriores y de la posible disminución de las necesidades en la situación de jubilado. De esta manera, la tasa de sustitución de ingresos pasaría a ser un parámetro esencial en el sistema de reparto, que permitiría valorar el impacto de cualquier reforma y sería el objeto principal de la negociación entre las partes implicadas.
Conclusión
El debate en torno a las pensiones va a seguir y la ofensiva contra el sistema público se acrecienta en España debido a que la serie de reformas promovidas por el actual gobierno de coalición han tenido, por primera vez, más en cuenta el interés de los que se jubilan que el de las entidades que buscan hacer negocio. Frente a los medios de que disponen los partidarios de reformas a la baja, que han conseguido que sus tesis se erijan en pensamiento dominante, si no único, es necesario elaborar un discurso a la vez crítico y propositivo. Los comentarios anteriores se enmarcan en los tres ejes principales que, en nuestra opinión, deben estructurar un discurso progresista sobre las pensiones. A la incesante marea de estudios y opiniones que pretenden demostrar que el sistema no es sostenible y, por tanto, que es necesario reformarlo reduciendo el gasto, debe oponerse un discurso coherente, bien argumentado y apoyado en hechos, que no esté contaminado por los intereses del mundo financiero y, al contrario, tenga en cuenta con claridad el objetivo de una pensión digna para todos y elementos tan importantes como la evolución del reparto de la renta y de la riqueza y el aumento inquietante de las desigualdades.

