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Rehuyendo el mesianismo económico

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DOS LIBROS ESENCIALES QUE CONVIENE NO OLVIDAR:

1.500 PÁGINAS MUY IMPORTANTES DE DOS POTENCIALES

PREMIOS NOBEL

  1. La Sala de los Espejos

            La Gran Recesión, la crisis económica más importante desde los años 1930, está generando un gran alud de bibliografía de desigual fractura. Ésta trata de analizar el proceso desde perspectivas aplicadas –a veces oportunistas– y con una visión muy coyuntural. Pero, en paralelo, se han prodigado obras que buscan en la Historia Económica recetas que ayuden a entender con más corrección qué está pasando en la Gran Recesión, con su contraste más genuino y apropiado: la Gran Depresión surgida a raíz de la caída de la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929. En tal sentido, trabajos como los de Nick Crafts han supuesto un reto inestimable para los historiadores económicos, que han podido comprobar cómo su disciplina puede ser de enorme utilidad en los problemas y retos actuales. Cuando el economista se mete en ese escenario, la coyuntura cede paso a la estructura, a una óptica mucho más certera de estudio, en la que las trayectorias decididas por las instituciones y los agentes económicos y sociales son más identificables y, sobre todo, cuentan con un factor clave, que el economista no debe descuidar: la experiencia. Es aquí donde despliega todo su poder explicativo la Historia Económica. Y esto es precisamente lo que trata de analizar en su libro el economista e historiador económico Barry Eichengreen.[1]

            El profesor Eichengreen explora si las lecciones derivadas de la crisis económica de los treinta se aplicaron adecuadamente a raíz de la Gran Recesión en América del Norte y Europa. El principal mensaje de este libro –en el que el lector encontrará además otros vericuetos que enlazan más directamente con la política– es el siguiente: aunque los políticos han aplicado algunas de las principales lecciones de la crisis anterior, sus esfuerzos no han ido lo suficientemente lejos en las medidas propuestas, de manera que se ha dado lugar a una tibia recuperación y, lo que es más importante, al riesgo de una crisis más profunda en el futuro. Un aviso para navegantes, que coloca a nuestro autor en un grupo de historiadores económicos y economistas críticos hacia la salida actual de la Gran Recesión. Eichengreen analiza causas y respuestas a cada crisis, e introduce en su relato la actuación de personajes principales y anécdotas para edulcorar temas que son ostensiblemente densos.

            La Historia no se repite, dicen algunos. “Esto es distinto”, afirmaron otros ante el terremoto de la Gran Recesión. Ambos axiomas tratan de eludir responsabilidades claras para la disciplina de la Economía: su incapacidad de previsión tras experiencias ya conocidas y no tenidas en cuenta. Tales asertos han sido convincentemente rebatidos en trabajos de gran calado que, como los de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, tienen en la Historia Económica su principal piedra de toque, con corolarios claros: el pasado ayuda a entender el presente, de forma que pueden observarse condiciones y causas que, lejos de ser distintas a las actuales, riman mucho con ellas y ponen un énfasis preciso en un hecho que cuestiona la metodología económica actual: no todo está en los modelos matemáticos, ni en las regresiones que se derivan de ellos. La explicación convincente debe adoptar otras herramientas, un horizonte más holístico, con las armas del historiador económico. Aquí, pensamiento económico y teoría económica se dan la mano, junto a los datos históricos. Esta es la base epistemológica de la aportación de Barry Eichengreen.

            El libro de Eichengreen consta de cuatro partes y unas conclusiones:

–  La primera parte fija el trayecto histórico y las condiciones que desembocaron en ambas crisis. El autor defiende que “la acumulación de vulnerabilidades [en la Gran Recesión] dio a luz a más de un parecido con la década de 1920”. De hecho, este año concreto es para el autor el gran punto de partida en su investigación. En los dos casos, las burbujas alimentaron la bomba: el auge del valor de la tierra en Florida en los años veinte y los préstamos hipotecarios y el auge de la vivienda en Estados Unidos y la Europa del sur en la crisis actual. Todo estuvo provocado por la estrategia de las instituciones financieras, que asumieron riesgos elevados en su búsqueda de mayores rentabilidades. Y esta propensión al riesgo se reforzó por la idea central de qué partes significativas del sistema financiero eran excesivamente grandes y poderosas como para dejarlas caer. A su vez, la existencia de cambios fijos (derivados del patrón oro en la Gran Depresión; y del euro en la Gran Recesión) eliminaron salidas plausibles, como las devaluaciones. Las diferencias entre los dos sistemas eran claras: en 1930, era posible abandonar el patrón oro de forma unilateral, a partir de una decisión de legislatura; dejar el euro supone negociar esa huida con los socios de la Unión (algo que se está viendo ahora mismo con el proceso derivado del Brexit).

– La segunda parte del libro señala accidentes que definieron las dos crisis. Aquí los parecidos son también relevantes. Eichengreen denota su amplio conocimiento de las economías de los años treinta, especialmente el papel de las políticas comerciales de perfil proteccionista que perseguían arruinar al vecino, un fenómeno que apareció, nebuloso pero igualmente tangible, a raíz de 2007. Sin embargo, los actores actuaron ahora de forma distinta. Eichengreen alaba la posición de Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal –gran estudioso del crack de 1929–, en particular su planteamiento de aportar liquidez al sistema (un aspecto profusamente explicado por el propio Bernanke en su reciente libro de memorias sobre la crisis). Los resultados: el PIB mundial se redujo un 1% de media entre 2008-2014, mientras que en 1929-1932 lo hizo en un 15%. Este elogio a Bernanke no elimina críticas: pudo hacerse más –algo que Paul Krugman ha explicado con reiteración en sus artículos más divulgativos–, y el estímulo monetario debiera haber sido mucho más contundente antes del propio estallido de la recesión. En paralelo, la crítica es demoledora hacia las instituciones y los gobiernos europeos: el temor a la inflación –el fantasma de la hiperinflación germánica se ha convertido en la excusa perfecta para el Bundesbank, en su cruzada por avivar la mal llamada “austeridad expansiva”– paralizó la recuperación temprana de la Unión Europea, más atenta a la evolución de los precios –bajo el liderazgo alemán– que a la creación de empleo y el crecimiento económico.

– Las dos últimas partes de la obra abordan las respuestas a las crisis. ¿Por qué diferían? ¿Qué más se podría haber hecho? Para responder a la primera pregunta, Eichengreen cree que los políticos aplicaron con éxito algunas de las principales lecciones extraídas de la Gran Depresión, especialmente la necesidad de una política monetaria flexible en tiempos de crisis. El autor indica que la Gran Depresión fue más grave que la Gran Recesión, y que algunas lecciones que se adoptaron se tuvieron en cuenta parcialmente; el desconocimiento no era, en tal sentido, un eximente: la creación del seguro de depósitos, la ley Glass-Steagall que separa la banca comercial y la de inversión, así como la formación de la Comisión de Valores, son factores adoptados que deberían haber sido mandatos claros y operativos antes de la Gran Recesión. A su vez, la génesis de nuevas agencias reguladoras como la Oficina de Protección Financiera al Consumidor y el Consejo de Supervisión de Estabilidad Financiera, así como los nuevos requisitos para las agencias de calificación, las aseguradoras y bancos en la sombra de la ley Dodd-Frank Act de 2010, se dirigió tan sólo a partes limitadas del sistema financiero, tras largas deliberaciones legislativas y contenciosos. Falló aquí la experiencia acumulada, habida cuenta que desde los años 1980 se relajaron notablemente las normativas en el mundo financiero y, en cierta forma, se volvió al escenario de la Belle Époque, bajo la asunción de que una nueva crisis profunda era impensable. Al mismo tiempo, la noción de que los ciclos económicos habían desaparecido impulsaba mayores flexibilizaciones en los operativos bancarios, a partir del avance imparable de los productos derivados. Todo bajo la estabilidad en los tipos de interés –muy bajos, a raíz de los atentados del 11 de septiembre–. Una bomba de relojería, con todos sus mecanismos activados. Y sin nadie que revisara sus dispositivos.

En términos de lo que se podría haber hecho en esta ocasión, Eichengreen es menos explícito. Esto refleja la tendencia de su libro, extenso en diagnósticos y limitado en recetas. Sostiene Eichengreen que las respuestas eran adecuadas, pero insuficientes. Pero no detalla cómo la Reserva Federal o el Banco Central Europeo podrían haber mejorado las políticas de estímulo más allá de compromisos retóricos (recuérdense las palabras de Mario Draghi, presidente del BCE: hacer “lo que sea necesario”, una frase célebre que condicionó la evolución en las primas de riesgo) para activar de nuevo las economías. Igualmente, el autor lamenta la reticencia de la Reserva Federal para rescatar a prestamistas en dificultades, y la falta de reformas regulatorias significativas en Estados Unidos, a pesar de la hostilidad del clima político norteamericano para este tipo de acciones. En el caso del BCE, la preocupación se centró –concluye Eichengrreen– más en los gobiernos que en los mercados: el banco se preocupó de aliviar la presión sobre aquéllos, más que en estimular el crecimiento económico. “Éste se convirtió en el enemigo”, remata nuestro autor. Siguiendo con sus respuestas, Eichengreen indica que los gobiernos de los años 1930 se dejaron tentar de nuevo por las políticas proteccionistas, guiados por dogmas económicos –una característica que se repite en el curso de la Gran Recesión, desde 2010–: cortaron el gasto público en el peor momento posible, obsesionados por mantener el patrón monetario y sus secuelas –equilibrio presupuestario, control de los endeudamientos, tipos de cambio fijos–. En 2008, la respuesta fue la expansión monetaria, como se ha dicho, y gracias a ello el declive productivo y de empleo, junto a las dislocaciones sociales, fue menor. Sin embargo, estas iniciativas de política económica no tuvieron resultados homogéneos: en Estados Unidos fueron mejores que en Europa. Aquí se cayó en una doble recesión, en una llamemos “renovación” de la crisis, a partir de 2011. No se ha llegado, en absoluto –a pesar de los cantos de sirena– a una vigorosa recuperación, como se había prometido tras anunciarse las medidas de austeridad. Esto es particularmente visible en Grecia y, en menor medida, en España, Italia y Portugal. Si entre 2008 –Eichengreen indica que el mercado de las hipotecas subprime se colapsa a mediados de 2007, de forma que la crisis se inicia en diciembre de ese año– y 2010 se adoptaron políticas de carácter keynesiano –una lección clara, aprendida de la Gran Depresión–, a partir de ese último año el giro se derechiza –la expresión es del propio Eichengreen– y se pasa a la austeridad más estricta: un renacimiento de las premisas del patrón oro, adobadas con los severos requerimientos derivados del Tratado de Maastricht para el caso de Europa. La Historia Económica, en tal contexto, sabía acerca de recaídas: la de 1937 es la más subrayable. Estados Unidos venía de crecimientos del 8% entre 1933 y 1937 –tras el impacto del New Deal– y la retirada de estímulos hundió de nuevo la economía americana. Algo parecido se ve en las variables macroeconómicas entre 2007 y 2014 –que el propio Eichengreen ha tabulado con un programa comparativo entre la Gran Depresión y la Gran Recesión, de gran utilidad docente–. El PIB se recuperó entre 2008 y principios de 2010 –de hecho, salió de sus franjas negativas en prácticamente toda Europa y, por supuesto, en Estados Unidos–, pero se derrumbó de nuevo en la Unión Europea al retirarse los estímulos monetarios, que la Reserva Federal siguió manteniendo. Entre 2011 y 2013, la Europa periférica perdió mucho fuelle económico y, en el caso de Grecia, las consecuencias han sido letales. El mismo Fondo Monetario Internacional ha reconocido sus errores, y ha llegado a afirmar, en un reciente informe, que los recortes derivados de la política de austeridad aplicados en Grecia tenían como único objetivo devolver los capitales a los bancos franceses y alemanes. Un reconocimiento brutal, que enlaza con el que cometió la misma institución con su cálculo de los multiplicadores del gasto público, un trabajo firmado por Olivier Blanchard que se reveló erróneo, y que obligó igualmente a pedir disculpas. Pero el mal ya estaba hecho: la obstinación en el error, sin embargo, sigue.

El minucioso trabajo de Eichengreen enfatiza aspectos más concretos, que tienen una gran transcendencia actual, y que se recuperan en sus conclusiones. El autor es consciente de los grandes problemas que supone la contracción del gasto privado –tanto en la Gran Depresión como en la Gran Recesión–, de forma que aboga por un aumento del gasto público como factor que contrarreste. Esta tesis ha sido más aceptada por la economía académica en Estados Unidos, pero menos aplaudida en Europa, donde la austeridad ha dominado –y domina– la actuación de las instituciones económicas. Aquí reside una clave, según Eichengreen, del retraso en la recuperación europea, una realidad que ha sido destacada por economistas e historiadores económicos como Larry Summers, Paul de Growe, Kevin O’Rourke y  Robert Mundell, entre otros, muchos de ellos provenientes de la economía más netamente liberal. Si a éstos añadimos las aportaciones de la economía heterodoxa, la nómina de críticas fundamentadas sería muy extensa. Aquí baste con citar el reciente libro de Anwar Shaikh sobre el capitalismo, un trabajo que es igualmente demoledor con las políticas de austeridad desplegadas en Europa. En este punto, la función del conocimiento histórico se revela, de nuevo, como fundamental: la visión de la crisis actual desde la conocida de los años 1930, puede explicarse porque los gestores públicos, como el propio Bernanke o Christina Romer –jefe de la asesoría económica del presidente Obama– estudiaron Historia Económica en sus trayectorias académicas. Esto permitió prevenir lo peor: la Reserva Federal proporcionó liquidez –no en los mismos términos y cantidades el BCE, en los primeros años de la Gran Recesión– y la extensión del crédito. La fluidez monetaria fue una respuesta adecuada, que contrasta con la cerrazón de los grifos financieros en los años 1930.

Bernanke y Romer conocían la Historia Económica y el pensamiento económico; pero no todos los policy makers sabían de las aportaciones de Friedman, Keynes o Polanyi, por citar tres gigantes económicos. Pero, a pesar de ese desconocimiento directo, las tesis de esos tres autores citados habían pasado de generación a generación para constituir, dice Eichengreen, “la norma de una narrativa histórica”. Esto es lo que no justifica que se actuara a ciegas, sin más referentes que la exuberancia irracional de los mercados, en palabras de Robert Shiller. En efecto, la falta de anticipaciones se repite en ambas crisis. En la Gran Recesión, esa irracionalidad a la que aludía antes impedía la posibilidad de prever una caída económica; esto también aconteció en la Gran Depresión. La inhabilidad de gobiernos y economistas fue clamorosa, y cegó una realidad de riesgos que se iban tejiendo en un marco de pretendida estabilidad en los felices años 1920 y en los tiempos de vino y rosas de los primeros años del siglo XXI. Mientras los economistas no aprendan que la Economía no se puede asimilar a la Física –con leyes más irrefutables– y que urgen más historiadores económicos que “modelizadores”, tal y como indica Bradford DeLong, resultará muy difícil hacer entender a los diferentes mainstream que hurgar y estudiar el pasado no es un ejercicio banal, sino todo lo contrario.

Una gran conclusión se desprende de esta importante aportación de Eichengreen, que el propio autor detalla: la crisis de la democracia, que muchos anticipaban con la previsible caída del euro –recuérdese que economistas como Lapavitsas o el exministro de Economía de Francia Arnaud Montebourg lo preconizaban–, no se ha producido. Los gobiernos que gestionaron las puntas álgidas de la crisis han caído, pero la democracia –insiste Eichengreen– ha sobrevivido. Esto es lo contrario que sucedió en los años 1930: la inestabilidad económica y social –al no existir las coberturas que hoy se encuentran presentes, en mayor o menor grado, en todos los países occidentales– cristalizó en una gran sacudida política que hundía sus raíces en las consecuencias del Tratado de Versalles, algo sobre lo que Keynes ya había advertido. Pero, a pesar de esto y en definitiva, Eichengreen argumenta convincentemente que la Gran Depresión y la Gran Recesión tienen claras similitudes: rimas que se repiten en la Historia, y que deberían ser de mayor utilidad para los actuales policy makers.

  1. Repensando el Capitalismo

            He aquí otro libro fundamental que todo economista debería consultar. El libro del profesor de The New School for Social Research, Anwar Shaikh, es importante por varios motivos.[2] En primer lugar, porque recoge prácticamente el grueso de la investigación de su autor, es decir, más de treinta años de investigación económica –con peso relevante de la historia económica–. En segundo término, por la extensión y complejidad del trabajo, que trata de construir una especie de nueva “teoría general” económica, en la que los temas se abordan desde postulados teóricos, pero con una gran carga empírica (avalada por el instrumental matemático, que el autor aplica estrictamente como una herramienta y no como un fin en sí mismo). La realidad es, pues, el punto de salida. Y esta idea metodológica enfrenta al autor a la visión abstracta de la teoría neoclásica, ya desde las primeras páginas de la obra. En esta estación de salida, Shaikh tiene como acompañantes teóricos a los economistas clásicos –Adam Smith, David Ricardo, pero, sobre todo, Karl Marx–, cuyas enseñanzas resultan mucho más atractivas para el economista pakistaní que los argumentos que emanan del mainstream económico.

            El objetivo de Shaikh con esta monumental investigación es, de alguna forma, impulsar un marco que acomode, en el pensamiento post-keynesiano, una idea básica que emana de la economía de Marx: que el proceso de acumulación es impulsado por la rentabilidad del capital, y que la demanda agregada tiene a su vez un gran impacto en la producción y el desempleo. En paralelo, el autor reivindica las luchas laborales como un elemento clave para determinar los salarios reales, una estrategia que considera crucial en el contexto de una actuación del capital que mantiene –incluso en una situación de normalidad– una cantidad de mano de obra desempleada para incidir, por tanto, en la fijación de los salarios. Es la búsqueda de la superación de la famosa “síntesis neo-clásica” de Samuelson, por otra nueva, de difícil conceptualización (¿keynesiano-marxista?).

El libro de Shaikh es difícil, complejo, muy erudito y, al mismo tiempo, impregnado de una apuesta teórica, nunca amagada por el autor, que no elude un conocimiento profundo y preciso de otras contribuciones procedentes de escuelas antagónicas de pensamiento. Pero veamos algunos de los factores fundamentales que el autor aborda, y que a mi entender resultan substanciales para las investigaciones en historia económica (el telón de fondo de la historia económica es, por consiguiente, mi hoja de ruta en los comentarios sobre el libro):

  1. La noción de competencia perfecta. La postura de Shaikh es, en esta importante cuestión, radical: la idea de competencia perfecta forma parte, para él, de ese mundo hipotético abstracto e irreal. Aquí, indica el autor, se nos ha dicho con reiteración que la economía funciona en competencia perfecta, donde consumidores y empresas trabajan para conseguir resultados positivos para ambos. Para Shaikh, el keynesianismo también incurre en esta óptica, desde el momento en que se habla de posibles “imperfecciones” (que hacen por tanto “imperfecto” un sistema que funciona). Sin embargo, para Shaikh la competencia que realmente se produce es definida como una guerra de todos contra todos. Y que el autor resume en: lucha entre trabajo y capital, entre capital y capital, entre trabajo y trabajo; una pugna, pues, recíproca, que no se aviene con la lectura edulcorada de la economía de mercado. En este escenario, dice Shaikh, las empresas se abocan a reducir costes para contribuir a fijar precios más competitivos. Este hecho afecta a todos los segmentos empresariales –los más modestos o medios, pero también los más poderosos–, toda vez que siempre entran nuevos jugadores en el mercado, con costes más bajos y, por tanto, con nuevas tensiones en los mercados ya existentes. Esto, para Shaikh, no son puras “imperfecciones”, toda vez que se trata de un factor esencial en el funcionamiento del capitalismo. Así pues, el autor prefiere más hablar de competencia “real” que de competencia “perfecta”. De hecho, explica que la competencia existe, probada por datos empíricos. Esto provoca “turbulencias” en los mercados, inherentes a las contradicciones que surgen en las relaciones que se operan en los mismos. Aquí adquieren gran relevancia las diferencias en los comportamientos de los agentes económicos, tanto los individuales como los colectivos. Esto hace que el autor señale que existan monopolios con tasas de beneficio persistentemente elevadas, pero que cada empresa –al margen de las anteriores– acaba por definir sus márgenes de ganancias. La pregunta que cabe formularse entonces –y que no siempre se aclara en el texto– es si la economía se encarrila hacia un proceso de convergencia en una tasa “común” de beneficio empresarial; o, si, por el contrario, la propia realidad individual –por la complejidad que encarna– no facilita esa convergencia.

En este sentido, el autor relaciona salarios y productividad. Shaikh subraya que los ingresos que se generan en la producción provocan tensiones y conflictos entre los trabajadores y los poseedores del capital. El autor plantea hipótesis que abrazan tanto la producción como el consumo, y que aplica a las empresas. Para Shaikh el salario real se ha de situar entre dos límites, uno inferior –que está de alguna forma determinado históricamente– y otro superior –relacionado de manera directa con la productividad del trabajo–. Las luchas individuales entre capital y trabajo llevan a una relación particular entre salario medio y productividad, en el marco de una situación de estabilidad en el conflicto capital-trabajo de cada empresa. Y esas luchas rompen con la tesis de los principios de igualación de precios y ganancias: en ambos casos, los resultados forman parte de un conflicto y no son una convención o una premisa dada (como defiende la teoría neoclásica). En tal aspecto, la conflictividad social, el enfrentamiento por las contradicciones que se generan entre el capital y el trabajo, se encuentra en la base de estos factores, que las explicaciones más convencionales dan como supuestas de entrada: una cierta armonía en la fijación de precios –fruto de sucesivos encuentros en los mercados por parte de los agentes económicos–, y unas tasas de ganancias que vienen pre-figuradas en la mente de los empresarios.

  1. La relevancia de la tasa de ganancia. La cuestión de la competencia tiene esta derivada crucial, que Shaikh interrelaciona con la tasa de interés e, igualmente, con la inversión y el crecimiento económico. Según el autor, el tipo de interés es la referencia que incumbe a la rentabilidad del capital que se deposita en los bancos en lugar de ser activado en procesos de inversión. Esta es una señal clara que puede cotejarse con las expectativas reales de beneficios en los mercados: ese diferencial entre tipo de interés y tasa de ganancia neta acaba por impulsar –o no– la inversión (tal y como preconizaban Marx y Keynes). Pero de nuevo Shaikh recuerda la realidad compleja de la economía: en ésta coexisten diferentes perfiles empresariales, de forma que el beneficio neto de cada uno de ellos puede variar, en función de su situación particular. Con todo, el autor anota la idea de un nivel “normal” que aplica a la igualación en las tasas de beneficio neto sólo a las empresas más rentables del mercado. De nuevo, la crítica a la microeconomía neoclásica aparece aquí con toda evidencia, de forma que Shaikh se posiciona, en este aspecto, al lado de aportaciones precedentes como las de Steven Keen, con su crítica demoledora hacia los extendidos preceptos microeconómicos del mainstream.
  2. Contradicción entre capital y trabajo. Dice Shaikh: “la capacidad del factor trabajo es empleada por el capital, pero no es producida por él”. O, en otros términos: los trabajadores pueden tener –al menos teóricamente, diría yo, en contraste con la afirmación del autor– una capacidad autónoma de decisión. En tal sentido, la defensa de Shaikh se centra en un elemento esencial, a su juicio: la lucha por los derechos laborales. Este aspecto conduce a otras aseveraciones del autor: según él, ni en los modelos neoclásicos –cosa que me parece más obvia– ni en los post-keynesianos, se comenta la función –digámoslo así– económica de los trabajadores. Éstos, de hecho, se encuentran incapacitados en la determinación del reparto salarial. Los motivos argumentados por Shaikh son claros: en el enfoque neoclásico, el salario viene marcado por la condición de pleno empleo; mientras que en el post-keynesianismo es la productividad y el margen fijado por las empresas. No hay, pues, espacio para una respuesta autónoma del factor trabajo.
  3. Una demanda efectiva vinculada a la expansión del crédito bancario. Shaikh defiende, de entrada, que ahorro e inversión no son independientes, contraponiendo tal idea a la de Keynes, que aseguraba la independencia de ambas variables. Shaikh indica, en tal sentido, que en el ámbito doméstico, en la economía de los hogares, este planteamiento es cierto; pero no lo ve así en la esfera empresarial. Para Shaikh, el ahorro de la empresa se relaciona directamente con su estrategia de inversión, con su tasa inversora. Con datos concretos, el autor constata que en Estados Unidos la tasa de ahorro empresarial –que afecta a los negocios– se correlaciona con la tasa de inversión. En ese contexto, Shaikh concluye que el desarrollo del gasto, que implica la demanda efectiva, es posible si se amplia y extiende el crédito bancario. Esto infiere un incremento de la deuda comercial –alimentada por las nuevas inversiones provenientes de la expansión financiera–, lo cual supone a su vez una mayor demanda de fuerza de trabajo. Shaikh lo expresa así: se estaría entonces ante una caída del denominado por Marx “ejército de reserva”. Lo cual, a su vez, puede condicionar el crecimiento futuro: más expansión inversora, más demanda de crédito –influida por la capacidad de ahorro de las empresas–, más necesidades de contratar trabajadores, salarios tal vez más elevados y, en su conjunto, un impacto relevante sobre la rentabilidad de las empresas. Dos ideas-fuerza surgen entonces: primera, la tasa de ganancia emerge de nuevo en el discurso del economista pakistaní; segunda, la inviabilidad de reducción del paro mediante políticas fiscales y monetarias adecuadas, tesis que defiende la economía keynesiana y la post-keynesiana.

            Llegados a este punto… a continuación algunas reflexiones críticas sobre el libro:

  1. La perspectiva que se dibuja es pesimista. Esto no es una crítica en sí misma, toda vez que el autor aporta baterías ingentes de datos que van en esa dirección. Shaikh es consciente de esta conclusión de carácter muy general; pero de alguna forma nos está indicando que es muy difícil solventar uno de los problemas estructurales más importantes del capitalismo –la generación de grandes bolsas de desempleo– con los instrumentos convencionales de la economía. La filosofía del autor se centra más en resultados que pueden surgir de procesos de lucha en el marco de las contradicciones del sistema capitalista, pero con escasa concreción. O, tal vez, de la aplicación de una nueva política económica que no se explicita con la claridad necesaria. En tal sentido, quizás sea el autor demasiado severo con las capacidades que tiene la política económica de corte keynesiano, y que se han revelado efectivas en un período histórico dilatado (1945-1980, grosso modo). Pienso que éste puede ser un aspecto en el que incidir en futuras investigaciones.
  2. Sería importante que hubiera referencias más amplias de las crisis económicas, habida cuenta que el National Economic Research detalla su cronología.[3] La riqueza de fuentes en Estados Unidos, que Shaikh conoce muy bien, contribuiría a establecer algo que la literatura económica sobre las crisis suele obviar, con algunas excepciones: que es posible datarlas con variables regulares y que, por tanto, podemos identificar comportamientos que se han ido repitiendo en el curso de las grandes crisis económicas pero que, sorprendentemente, pocos economistas contemplan. En tal aspecto, Shaikh fue quizás uno de los pocos economistas académicos que identificó la emergencia de la crisis de 2008, gracias precisamente al procesamiento de datos clave, esenciales para la historia económica: la evolución de la tasa de ganancia, entre ellos. Esta posición de Shaikh me parece más solvente que la de otros científicos sociales de izquierdas que, o bien insisten en la idea de que el capitalismo está en fase terminal (Mandel, Wallerstein) –que se me antoja muy larga…–; o que experimenta crisis permanentes, sin precisar cronologías (Arrighi, Harvey). Esforzarse por datar es importante en economía; y aquí la historia económica juega un papel determinante.
  3. Esto puede servir, entonces, para una finalidad que la obra de Shaikh no pretende, pero que algunos críticos al libro le asignan: Shaikh no realiza augurios, no actúa de mago como lo hacen voces muy autorizadas del mainstream económico –las mismas que aventuraban la desaparición de los ciclos económicos, insignes Premios Nobel de Economía algunos de ellos–. Aquí peca de modesto, y esta sería mi crítica en este campo. El volumen de datos de los que dispone, junto al análisis económico que realiza, sí que faculta para intuir algunas claves, en función de lo que el mismo autor ha desgranado en el curso del libro. Dicho esto, aplaudo su cautela para no incurrir en mesianismos económicos, algo mucho más prudente que, por ejemplo, las afirmaciones de Fama, Premio Nobel de Economía, casi negando la existencia de una recesión o, peor todavía, indicando que es imposible predecirla, toda vez que las fluctuaciones económicas no siguen patrón alguno. En tal aserto le acompaña Mankiw –que fue economista jefe de los asesores del president Busch–, otro prócer del mainstream.
  4. Los análisis sobre la evolución reciente del capitalismo son muy abundantes, y desde ópticas metodológicas e ideológicas muy diferentes. Para Shaikh, y sintetizando muchísimo, nos encontramos ante la lucha de todos contra todos y, más específicamente, resalta el autor el conflicto capital-trabajo. Esto es muy diferente a lo que defienden los economistas del mainstream y de la escuela neoclásica: la colaboración social como guía, determinada por un mercado eficiente que asigna a su vez eficientes puntos de equilibrio, de manera autónoma, y en donde todos ganan (y si alguno pierde, tal vez es porque lo merece…). En ambas polaridades, los post-keynesianos se remueven incómodamente. Para superar este escollo, el libro de Shaikh plantea esta llamemos “nueva teoría general”, que se edifica abordando la economía en los niveles macro y micro: todo un reto para un economista que nunca ha escondido su orientación marxista. Pero creo que afinar todas estas cuestiones requeriría un mayor esfuerzo de síntesis –como explicaba al principio de este comentario–, desde la base de reconocimiento de la decisiva aportación para la discusión sobre la Economía como ciencia que tiene este gran libro.
  5. Una crítica final: una “teoría general” actual –que parece ser la óptica teórica de Shaikh– no puede eludir, de ninguna forma, los problemas ambientales que está generando el sistema capitalista. Pienso que aquí el profesor pakistaní tiene un flanco en el que incidir en futuras investigaciones, a partir de los robustos fundamentos que defiende en el libro.

En definitiva, éste es un libro clave, necesario y de enorme utilidad para los economistas académicos –o para los que no lo son– que quieran aproximarse, sin prevenciones ideológicas, a la aportación de un científico social que nos obsequia con una obra decisiva para entender la evolución de la economía actual.

[1] Barry Eichengreen, Hall of Mirrors. The Great Depression, the Great Recession, and the Uses –and Misuses– of History, Oxford University Press, Oxford-Nueva York, 2015, 512 páginas.

[2] Anwar Shaikh, Capitalism: competition, conflict, crises, Oxford University Press, 2016, 979 páginas.

[3] Según el National Bureau of Economic Research, éstas son las crisis económicas detectadas en la economía americana: 1895, 1899, 1902, 1907, 1910, 1913, 1918, 1920, 1923, 1926, 1929, 1937, 1945, 1948, 1953, 1957, 1960, 1969, 1973, 1980, 1981, 1990, 2001, 2007.

About Carles Manera

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009); y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011), del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com

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