La muerte del economista Samir Amin ha rememorado, en distintos medios, sus más recientes trabajos en el campo de la economía y de la globalización, destacándose sobre todo su tesis de la «desconexión» de la periferia con el centro capitalista, formulada en 1988 . Una tesis que, en sus orígenes, emana de los trabajos más novedosos que publicó el economista egipcio en los años setenta, junto a otros colegas heterodoxos, como André Gunder Frank. En esos años, los postulados de la teoría de la dependencia impregnaban a buena parte de la izquierda en los países en vías de desarrollo. Los ecos de las teorías de Amin y Gunder Frank fueron importantes en países latinoamericanos, en donde ya se habían generado investigaciones que apuntalaban las tesis de los dos expertos citados, al tiempo que se abrían nuevas vías para el análisis económico y social, con la teoría de la dependencia como fundamento esencial.
La base histórica argüida descansaba, a su vez, sobre el trabajo del sociólogo norteamericano Immanuel Wallerstein y la tesis de la economía-mundo capitalista, en la que se identifica un centro dominante (las naciones avanzadas), una periferia expoliada (los países coloniales) y una semi-periferia (categoría en la que se incluían algunos de los imperios en decadencia, como España y Portugal). El nexo de unión de esos espacios es el tráfico de mercancías, y esta es la transcendencia central del proceso social y económico. Estaríamos ante una Primera Globalización –que posteriormente ha sido revisada por los trabajos de Kevin O’Rourke, Jean Louis Van Zanden y Jeffrey Williamson, a partir de análisis econométricos sobre los precios– que supondría la concepción de una verdadera economía mundial, articulada mercantilmente. Adam Smith no lo hubiera defendido mejor. Tales investigaciones tuvieron una palestra relevante en el Ferdinand Braudel Center, de la State University de Nueva York, con el propio Wallerstein y Giovanni Arrighi como inspiradores y editores de la revista Review.
El sustrato teórico, igualmente, bebía de los postulados de Paul Sweezy y de su «marxismo circulacionista»: una idea que, en suma, adjudicaba la situación de «capitalista» a todo país, a cualquier espacio, que estuviera anudado a la economía mundo por la vía del intercambio de mercancías, independientemente de su forma en producir las mercancías. Curiosamente, se proyectaba a su vez en todo esto la sombra del gran historiador francés Ferdinand Braudel –que había escrito un libro seminal: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, un producto potente de la factoría de la escuela gala de los Annales–, un autor que no puede adscribirse en absoluto a la historiografía marxista.
Sweezy encarnó un primer gran debate sobre la transición del feudalismo al capitalismo con tales premisas, teniendo como opositor a Maurice Dobb, más partidario de analizar los procesos de cambio desde ópticas endógenas y no tan exógenas, es decir, desde la perspectiva de la estructura de clases más que desde las coordenadas del comercio internacional. Wallerstein protagonizó en los ochenta una nueva reedición de este debate, con Robert Brenner como contrincante preferente. En esta riquísima esgrima de las ciencias sociales, diferentes expertos se posicionaron en uno u otro bando, o aportaron reflexiones que matizaban y/o enriquecían las dos tesis.
Amin, junto a Gunder Frank, se alinearon de manera más explícita con las contribuciones circulacionistas: el segundo tenía en la historia económica la explicación razonada –siguiendo a Wallerstein– de los orígenes históricos de la dependencia, desde la visión de lo que el economista Emmanuel definió como «intercambio desigual», una expoliación de recursos en toda regla. Pero estas aportaciones se volcaron, además, en explicar los procesos económicos presentes, a partir de lecturas diametralmente distintas de la evolución de la economía capitalista.
Así, Gunder Frank y Amin hablan de «crisis de acumulación» para explicar las crisis de 1973 y 1979, es decir, una recesión de carácter sistémico, que igualmente defendían otros economistas como James O’Connor. Unas consideraciones que se inspiran, a su vez, en los cambios tecnológicos vinculados a los ciclos Kondratieff y, en ellos, la capacidad o la incapacidad del capital para tirar adelante nuevos procesos de inversión que superen su fase crítica. Aquí, la imagen de la caída de la tasa de beneficio constituye uno de los frontispicios explicativos: es el rendimiento decreciente del capital lo que le conduce a la crisis, no el alza en los precios de la energía, hasta el punto de que ambos datan el inicio de la recesión de los años 1970 entorno a 1965-1966, en función de la pérdida en la tasa de ganancia empresarial.
Esto ha llevado a ofrecer diagnósticos a veces demasiado voluntaristas –aquí es donde se persigue anudar la ciencia social y el activismo político–, como la postura de que el capitalismo se encuentra ya en su fase terminal y que el empuje definitivo depende de la actitud de las fuerzas sociales, una tesis que ha sido refutada, entre otros, por Rolando Astarita, un economista marxista argentino, con un enorme bagaje investigador a sus espaldas.
En tal contexto, Amin, Gunter Frank y Hosea Jaffe –un economista sudafricano defensor del anti-imperialismo– escriben un libro en el que tratan de preconizar cómo será el futuro del capitalismo en un plazo de tiempo no muy dilatado. A mediados de los setenta, aparece «¿Cómo será 1984?» un trabajo que toma como referencia la novela de George Orwell y que conjetura sobre la trayectoria de un sistema económico en el que no resultaría excéntrico pensar en mecanismos severos de control de la población, la división de la economía mundial en grandes espacios definidos y, como telón de fondo dramático, la consecución de guerras. Es decir: nuevas inversiones en tecnologías controladoras de la gente, des-localizaciones productivas y la apertura de una nueva geo-política en la que la pos-verdad –un aspecto muy subrayado en las páginas de Orwell– es también una práctica cotidiana.
1984 se veía entonces como algo más lejano (a pesar de que sus textos se escribieron tan sólo una década antes), pero no cabe duda que su relectura permite comprobar que algunas de las impresiones de Amin, Gunder Frank y Jaffe no iban nada desencaminadas.