Juan Ignacio Bartolomé, miembro de Economistas Frente a la Crisis.
Sabido es que en una negociación compleja, en que están involucrados multitud de agentes, tan importante es el contenido del posible acuerdo como la necesidad de que cada una de las partes pueda “vendérselo” a su clientela. Tsipras necesita que su gobierno, de composición heterogénea, y el pueblo griego, tan castigado por acuerdos anteriores, piensen que ha obtenido todo lo que era posible y que llevará a una mejora duradera de su economía. Simultáneamente, los que negocian en representación de los acreedores son conscientes de que lo que se acuerde debe ser aprobado por los países implicados y que, por tanto, debe respetar las reglas del club al que todos pertenecen.
Compaginar ambos requerimientos no es fácil y, posiblemente, la redacción del texto final deba encargarse a un buen guionista en vez de a expertos en economía o ciencias jurídicas. Pero tan relevante como el texto del acuerdo es el camino recorrido hasta alcanzarlo y su diseño también forma parte del encargo a este guionista. Debe manejar bien las técnicas de la negociación y conocer con precisión los intereses de las partes. Tal vez sea solo casualidad pero da la sensación de que Tsipras cuenta con este guionista. El método empleado, el manejo de los tiempos, la escenificación, los pasos que ha ido dando… parecen combinar las reglas de un manual avanzado de negociación con la inspiración de un dramaturgo.
Primer paso: centrar con intensidad la controversia en lo que inevitablemente se debe ceder para que la otra parte pueda venderlo a sus representados, en este caso las condiciones de “austeridad”.
Segundo paso: llevar esta controversia hasta el límite de la ruptura para que la UE se enfrente a las consecuencias, tan desfavorables, del desacuerdo: un escenario en que la necesidad de tachar de sus activos la totalidad de la deuda griega y la imagen de reversibilidad del euro incidirían negativamente en la confianza de los inversores y provocarían un incremento de los tipos de interés en numerosos países, volviendo a diferenciales que desestabilizarían la cohesión de la zona euro. Y no solo de la UE, también el resto del mundo. Que Los Estados Unidos, tan pendientes siempre de la geoestrategia, vean el peligro de debilitamiento del flanco mediterráneo y que otras áreas económicas, como China o Japón, sientan los efectos colaterales sobre el comercio mundial, tan esencial para sus economías. La contemplación del escenario implícito en el desacuerdo supone una fuerte presión sobre los negociadores.
La escenificación de este segundo paso, el referéndum, se ha practicado con precisión, ha puesto a salvo la soberanía del pueblo griego y, además, ha reforzado la posición política de Tsipras.
Tercer paso: aceptación, prácticamente sin reservas, de las condiciones impuestas por los acreedores, para pasar a situar en el centro de la negociación las cuestiones que realmente le interesaban a Tsipras: la reestructuración de la deuda y un plan de inversiones en Grecia. Sabiendo que las condiciones que se le imponen son contraproducentes porque insisten en la depresión de la demanda interna, se trata de contrarrestarlas con ventaja a través de estas inversiones y la confianza que la reestructuración de la deuda aportará al mundo de los negocios.
Se ha empleado la técnica habitual en las artes marciales orientales: aprovechar el impulso del contrario para lograr nuestros objetivos. El referéndum se ha desarrollado en un ambiente en que los dirigentes de la UE insistían, entre amenazas, en la obligación inexcusable de aceptar sus condiciones. Pues bien, ya están aceptadas. Ahora vamos a lo que realmente interesa a la economía griega. La pelota del acuerdo o desacuerdo está en el tejado de los acreedores. Son ellos los que deben soportar las presiones para que se cierre el acuerdo y serían ellos los responsables ante el mundo del fracaso de la negociación.
Cuarto paso: redacción del texto final y su venta a las respectivas clientelas. La U.E. puede exhibir que se ha obligado a Grecia a cumplir sus reglas. Algunos analistas llegan a decir que el Gobierno Griego “se ha bajado los pantalones”. El Gobierno Español, que tanto ha trabajado por razones electorales para impedir el acuerdo, a pesar de que ello afectaría muy negativamente a nuestra economía, es un buen ejemplo. Puede comunicar la incapacidad de la izquierda: “no se puede”.
Por su parte, el Gobierno Griego puede argumentar la consecución de contrapartidas que permitan la aplicación de su plan de transformación de la estructura económica griega y su inserción en una senda de crecimiento sostenido. Y que ello justifica con creces cesiones que eran inevitables.
¿Es solo producto de una sucesión imprevista de acontecimientos? Tal vez. Pero, si finalmente esto acaba en un acuerdo que todos consideren a su favor, podría pensarse que el camino responde a un buen guión. Que lo que se auguraba como tragedia ha devenido en comedia. Y en ello los griegos son expertos.
El artículo de Juan Ignacio Bartolomé abre una perspectiva interesante. Es cierto que tanto en la vida real como en la ficción toda historia tiene múltiples caras, o como se dice abreviando, “nada es verdad ni mentira, todo depende del color del cristal con que se mira”.
Sin embargo, al leer el texto de Bartolomé, siento una inmensa tristeza al comprobar que la Europa que nos vendieron, aquella que iba a alzarse sobre los egoísmos nacionales, la que iba a convertirnos a todos en ciudadanos europeos con los mismos derechos y obligaciones, sigue igual que cuando las naciones se destruyeron en guerras fratricidas.
Se aducirá que al menos tenemos un “club” para entendernos, pero es falso. Lo que existe es una mesa donde se reúnen “i capi dei capi” para negociar sus propios intereses, tal y como lo hacía Al Capone. Discuten sobre intereses completamente ajenos a la población a la que representan. Tienen una mesa en la que se juegan a la ruleta quién pasará penurias insoportables y quién no cada día, tal tahúres del Mississippi.
Pobre Europa si no es capaz de guardar los nacionalismos en el baúl de los recuerdos, atar el cofre con fuertes cadenas y cerrarlo con cien candados, y después, echar el arcón al fondo del mar donde nadie pueda encontrarlo jamás.