Las medidas que se van adoptando en las comunidades autónomas de Madrid y Andalucía en relación con el financiamiento de las universidades públicas, forman parte de una estrategia calculada de desmantelamiento progresivo de los servicios públicos. El hecho se aviene con otra pieza de caza mayor para los conservadores: la sanidad pública. Educación y sanidad públicas se han visto mermadas en las opciones presupuestarias de aquellos mandatarios regionales. La pírrica asignación económica, por ejemplo, a las universidades públicas madrileñas –apenas un incremento que no llega al 1%, cuando los rectores reclaman cerca del 18%, para poder sostener sus instituciones– es muestra ilustrativa. En paralelo, se apuesta por las mal llamadas “universidades privadas” que, en muchos casos, son entidades que no llegan al nivel de una academia de repaso, con pésimas infraestructuras y con plantillas devaluadas, pero que ofrecen salidas a los estudiantes que no alcanzan las medias necesarias para ingresar en las universidades públicas, a cambio del pago de matrículas cuantiosas.
Las universidades públicas y los centros de investigación públicos en España constituyen la parte del león de la investigación en nuestro país, con todos los defectos que se quieran. De esas instituciones surgen investigaciones básicas y aplicadas en todos los campos del conocimiento, cuya transferencia al sector privado enriquece la competitividad y la productividad. Hace pocos meses, la plataforma Webometrics (https://www.webometrics.info/en/GoogleScholar/Spain) publicó un ranking, elaborado a partir de datos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), de los diez mil investigadores españoles más importantes. Más del 70% proceden de universidades públicas y centros públicos de investigación –con participación de universidades y del CSIC–, incluyendo las investigaciones biomédicas realizadas en hospitales públicos. Los investigadores y docentes universitarios trabajan en muchas ocasiones con precariedad presupuestaria, y sus resultados, publicados en revistas de impacto en los diferentes campos de la ciencia, acreditan su tesón y esfuerzo. No vemos universidades privadas españolas, por ejemplo, en el ranking de Shangai, y sí algunas universidades públicas madrileñas entre las 300 mejores del mundo, sobre un universo analizado de 20.000. A su vez, muchos grupos competitivos de investigación en entidades públicas buscan y obtienen financiación complementaria –que nutre el presupuesto público de sus instituciones de origen– en proyectos competitivos, de carácter nacional e internacional. El acceso a las posiciones académicas, a pesar de múltiples acusaciones de endogamia –que nadie niega, pero que no son el modus operandi generalizado–, se resuelven por oposiciones y procesos de acreditación en la ANECA, en convocatorias abiertas y con informaciones simétricas.
Todo esto que comentamos tiene, como es natural, sus puntos débiles que deben encararse, y que serían objeto de otro comentario. Pero lo que resulta indudable es que este acerbo de conocimiento que proviene de universidades y centros de investigación públicos es lo que no puede ignorarse, con traslados evidentes a la macroeconomía. Un ejemplo elocuente es la evolución de las exportaciones de servicios no turísticos en los registros exteriores de España: aquí, el crecimiento de esos datos denota la transferencia de conocimiento y el know how profesional de los egresados formados en universidades públicas en su mayoría, si se tienen en cuenta las magnitudes de las cifras. La cuestión es de tal relevancia que indica algo que se está debatiendo con fuerza en muchos encuentros de economía aplicada: la diversificación del tejido productivo español, gracias a la aplicación del conocimiento.
Las universidades públicas, además, ostentan otros círculos virtuosos: constituyen un ejemplo de ascensor social, de posibilidad tangible para que hijos e hijas de las clases menos favorecidas puedan acceder a la enseñanza superior, conseguir una formación adecuada y poder obtener empleos mejores. A su vez, esto infiere otro elemento crucial: el acceso a la cultura, a la asunción de conocimientos específicos y también holísticos. Una formación integral.
La obsesión por orillar todo lo público y favorecer lo privado, constituye un ropaje ideológico que se incardina en sendos principios para sus hacedores: la reducción de la inversión pública y el recorte de los impuestos a las capas más ricas de la población. Todo junto a un tercer pilar: la privatización gradual de los servicios públicos, en los que la sanidad y la educación constituyen objetivos prioritarios. Si un gobierno apuesta por dar más empuje a las universidades privadas, es una opción lícita. Pero no puede hacerlo a costa de otorgar presupuestos anémicos a las públicas, recursos fundamentales que les son sustraídos para engordar proyectos que, en muchísimas ocasiones, no tienen garantía alguna ni de calidad científica, ni investigadora, ni docente. Es un negocio más que expide títulos a cambio de sumas considerables. Manda la cuenta de explotación.
Madrid y Andalucía se está erigiendo en los exponentes de esa estrategia de desmantelamiento de las universidades públicas, mientras incentivan las privadas des-dotando las partidas correspondientes a las primeras. No es un hecho aislado, o un error. Forma parte de una particular hoja de ruta cuyos prolegómenos hemos visto ya en ejemplos muy concretos de la gestión sanitaria en esas comunidades autónomas. Los rectores madrileños ponen un negro horizonte a pocos años vista con el mantenimiento de una estrategia depredadora que alude a adoctrinamientos y otras falacias para justificar una decisión impresentable. Los mismos dirigentes y sus acólitos se llenan la boca con asertos como captación de talento, fomento de la innovación, calidad de la investigación, aumento de la productividad, desarrollo de la competitividad. Pero lo que están promoviendo va justo en la dirección contraria: hacia el abismo del conocimiento que recuerda aquella escalofriante soflama de “muera la inteligencia”.