Tres días antes de las elecciones, participé en un coloquio con el Director General de Medio Ambiente de la Comisión Europea, el español Daniel Calleja; alguien en absoluto sospechoso de ecologismo antisistema ( ha sido, entre otras cosas, jefe de gabinete de Marcelino Oreja y de Loyola de Palacio).
Ante los muchos empresarios presentes, Calleja afirmó con rotundidad que en España no mejorará la competitividad si no se incorporan, en serio, las exigencias ambientales: reducción de toda forma de contaminación, protección de la biodiversidad, consumo responsable de las materias primas..
Un llamamiento desde las instancias europeas que viene acompañado de «palo “y de «zanahoria»: España puede ser multada por incumplir objetivos en energías renovables, y, al mismo tiempo, España puede beneficiarse extraordinariamente del acceso a fondos europeos para implantar tecnologías más limpias y eficientes.
Confío en que el futuro Gobierno sea capaz de reorientar el modelo productivo de acuerdo con estas pautas: no habrá verdadera recuperación económica si se siguen reduciendo costes laborales y retrocediendo en exigencias ambientales…
Pero no nos engañemos; no serán suficientes cambios puntuales aislados: es necesario un proceso de transformación muy profundo del modo de producir y de consumir.
En la magnífica novela de «Il Gattopardo», Lampedusa acuñó una expresión cargada de cinismo:» hay que cambiar algunas cosas para que no cambie nada». Y ese planteamiento subyace, por desgracia, en muchas de las decisiones en el ámbito empresarial o político, con las que se pretende demostrar que, por fin, se ha entendido la necesidad urgente de tener en cuenta las exigencias ecológicas, para evitar el colapso social y ambiental sobre el que nos alerta la comunidad científica.
Igual que ha sucedido con la expresión » desarrollo sostenible»- incorporada en el lenguaje políticamente correcto, pero en la práctica apenas traducida en medidas suficientemente efectivas-, la expresión » economía verde “o » crecimiento verde» concitan, en apariencia, mucho consenso. Tanto, que apenas han ocupado espacio en los debates de esta campaña electoral, salvo las referencias al compromiso de retomar con determinación el apoyo a las energías renovables, común a todos los partidos, excepto el PP.
En realidad, la urgencia de una verdadera transición ecológica de la economía es cada vez mayor.
De poco servirá, por ejemplo, la innovación tecnológica que permite la electrificación del transporte, mientras la electricidad que se utilice siga proviniendo en un alto porcentaje de combustibles fósiles; o los innegables avances en la eficiencia de los motores de combustión, mientras tales avances se vean más que neutralizados por el rápido aumento en el número de vehículos, sobre todo en los países emergentes.
La tecnología, sin ninguna duda, nos permite hoy garantizar el bienestar y la creación de empleo con un menor consumo de recursos y con una menor huella ecológica por unidad de PIB. Ello se traduce, por ejemplo, en el progresivo desacoplamiento entre crecimiento económico y emisiones de CO2, en el caso de Dinamarca – y del conjunto de los países de la UE, donde se han reducido en un 17% desde 1990 mientras su PIB total crecía en un 45% en dicho periodo-.
Pero la realidad es mucho más compleja, entre otras cosas a causa de la creciente interdependencia asociada a la globalización; así, buena parte de las emisiones de CO2 que se han reducido en el conjunto de los países de la UE, se están generando ahora en los países emergentes, como consecuencia de la producción, en dichos países, de un volumen creciente de los bienes que consumimos en la UE.
Muchas de las industrias más contaminantes- así como el «tratamiento “de los residuos de mayor toxicidad- se han desplazado desde los países más desarrollados hacia los más pobres, aprovechando la inexistencia en estos últimos de legislación ambiental o de instituciones con suficiente capacidad de control.
Así que algunas empresas, que presumen de » verdes» y de socialmente responsables, están trasladando costes ambientales – y sociales- hacia otras latitudes menos exigentes, sin que se haya generalizado todavía un mecanismo obligatorio de rendición de cuentas, a escala global, que evite dichos efectos.
Es cierto, no obstante, que, cada vez más, la ciudadanía se moviliza para hacer visibles tales comportamientos, e incluso reprobarlos como consumidores.
La cuestión básica es la total confianza en la posibilidad de un crecimiento económico ilimitado – facilitado por la innovación tecnológica – , que sigue inspirando las políticas económicas. Y sin embargo, resulta cada vez más evidente que el incremento del PIB no genera automáticamente ni suficiente empleo de calidad, ni los servicios públicos imprescindibles; ni reduce la brecha creciente de las desigualdades sociales, ni garantiza la preservación del patrimonio natural … Y no constituye , por lo tanto, un indicador adecuado para medir el progreso.
Existe ya un importante consenso en el seno de numerosas instituciones internacionales – Naciones Unidas, la Comisión Europea, la OCDE ..- sobre la necesidad de reorientar la economía considerando los denominados «limites planetarios”, es decir los umbrales de una serie de ciclos biofísicos (el clima, el nitrógeno, el fósforo, la biodiversidad, el agua dulce…), que, si se superan, pueden comportar efectos irreversibles.
De hecho, en el caso del cambio climático ya se ha superado el correspondiente umbral en la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera: ello implica que, incluso reduciéndose drásticamente a partir de ahora las emisiones de CO2, la humanidad tendrá que adaptarse a las consecuencias de un significativo incremento de la temperatura media del planeta.
No se trata, por lo tanto, de » colorear» el paradigma económico dominante, sino de iniciar una transición gradual, a escala global-y también a escala nacional-, hacia una economía compatible con los equilibrios ecológicos básicos. La principal consecuencia de tener en cuenta los «límites planetarios “debería ser el reconocimiento de que no es sostenible el crecimiento continuado del PIB mundial; y que, por lo tanto, habrá actividades y países que frenarán su crecimiento mientras crecerán otras actividades y países.
Ello implicaría una significativa redistribución de la renta, de la riqueza y del acceso a los recursos naturales, para garantizar la satisfacción equitativa de las necesidades de todos los ciudadanos del planeta, eliminando el actual despilfarro y reduciendo el impacto ambiental global.
Una transición de esta envergadura requiere liderazgo político y social, desde una visión integral y a largo plazo de los desafíos sociales y ambientales a los que nos enfrentamos. Algo muy diferente del enfoque más limitado y cortoplacista de la «economía verde». España podría jugar un papel crucial en dicha transición a escala europea… En el caso de que así lo entiendan quienes dirijan – y de quienes condicionen – el próximo gobierno.
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