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Inmigración en Alemania: un acuerdo necesario y previsible

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La noticia de que en Alemania se ha producido un amplio acuerdo en el que figuran el gobierno, la patronal y los sindicatos, para facilitar la entrada de 1,4 millones de inmigrantes, podría marcar un punto de inflexión en el tratamiento de las migraciones en la Unión Europea. Para ello será necesario que, en el conjunto de Europa, se acometa una reflexión en profundidad sobre los discursos y las políticas que imperan ahora en esta materia, de la que se deben derivar nuevas acciones y nuevas políticas.

Era previsible que Alemania acabara tomando alguna iniciativa de este tipo, porque su economía funciona ahora en régimen de pleno empleo, pero también porque es Alemania el país de Europa donde primero se empieza a notar el efecto de la baja natalidad de las últimas décadas sobre la población en edad de trabajar (grupo de edad 15-64 años), que condiciona la oferta de trabajo. La necesidad de acoger un mayor número de inmigrantes se reconoce con una política de Estado, de la que solo se quedarán previsiblemente fuera los partidos ultraderechistas, que han basado su éxito electoral en buena parte en el rechazo sin paliativos de la inmigración. El gran problema es que los demás partidos políticos, y especialmente los de centroderecha, que ahora gobiernan en Alemania y otros países de la Unión Europea, han tendido a apropiarse del discurso extremista por miedo al anticipado coste electoral de mantener una posición que, según se aprecia hoy en Alemania, era racional desde el punto de vista económico y social. Esta falta de firmeza ha sido, sin lugar a duda, una gran torpeza política, ya que los datos demográficos y de empleo mostraban desde hace años la necesidad de contar con la inmigración para mantener la actividad económica. La renuncia a ejercer una pedagogía necesaria hacia la población para facilitar la acogida de los inmigrantes conduce hoy a anticipar reticencias en algunos países, aunque la situación exija acuerdos como el de Alemania.

La cifra avanzada para un único país, aunque se trate del gigante europeo, contrasta con lo módico del número de ilegales que abordan las costas mediterráneas. Es difícil entender que, cuando se acepta como deseable por necesaria la llegada de casi un millón y medio de personas, se toleren situaciones de crisis humanitarias, se acepten centenares de muertos cada año y se movilicen cuantiosos recursos para controlar unas llegadas que nunca han superado las sesenta mil personas en un año. Claro que los que llegan en pateras a nuestras costas no poseen las cualificaciones que los alemanes desean. Y aquí nos encontramos con una importante contradicción que puede tener consecuencias muy negativas a medio y largo plazo. Los países que se resuelven a admitir inmigrantes desean imponer como una de las condiciones principales que los que llegan sean personas cualificadas, bien adaptadas a las necesidades del mercado de trabajo. No es imposible que lo consigan, teniendo en cuenta de que, en general, los países de origen no ofrecen futuros brillantes a las personas bien formadas. Sin embargo, los efectos de esta selección son a la larga negativos, tanto para el país de acogida como para el país de origen. Privar a los países más pobres de su capital humano de manera sistemática es una forma extrema de expoliación, más odiosa y perniciosa, si cabe, que la de sus recursos naturales. Las migraciones son una respuesta racional a la situación demográfica del mundo, con países que ostentan todavía altas tasas de crecimiento de la población frente a otros, los más ricos, donde esta disminuye. Son una forma de reducir las grandes diferencias existentes, fuente de problemas por exceso o por defecto. Pero este reequilibrio deja de serlo si el coste es asumido solo por los países pobres, que aportan personas y años de formación, y los beneficios van a parar exclusivamente a los países ricos.

La exigencia de un nivel alto de cualificación en los inmigrantes es, hasta cierto punto, una novedad. Ha sido más habitual en la historia de las migraciones que los recién llegados estén en los niveles más bajos. Un ejemplo, entre otros, es el caso de la inmigración a Cataluña desde el resto de España, en los tiempos del desarrollo. Los que arribaban ocupaban la base de la pirámide social y fomentaban un movimiento de ascensión social de los que ya estaban, del que ellos mismos se beneficiaban, a medida que iban llegando nuevos inmigrantes. Sería necesario fomentar un mecanismo de este tipo en Europa, de manera que la inmigración permitiese, a la vez, resolver la escasez de mano de obra en los países desarrollados y aliviar el peso del desempleo en los países de origen, sin atentar a su capacidad de progresar económicamente gracias a su población formada.

Pasar de una política basada en la desconfianza, sometida a tentaciones de repliegue, va a exigir a los países europeos un análisis renovado del fenómeno migratorio. La tentación de envolver una política como la que inaugura ahora Alemania en condiciones restrictivas, con el objetivo de que sea aceptada, o no combatida con saña, por los partidos de la extrema derecha y por una opinión pública que se renuncia a informar debidamente, conduce al fracaso. Los países de origen no van todos a aceptar sin rechistar desprenderse de los mejores. Además, en un futuro nada lejano, los países ricos van a competir por atraer a los inmigrantes mejor formados y más integrables. La solución es integrar, pero no solo por el aprendizaje de la lengua o su inserción en el empleo. Se trata de integrar en un sistema de movilidad social que la llegada de nuevos inmigrantes puede contribuir a dinamizar, si la economía lo permite. Las políticas de atracción y sus exigencias, así como las de acogida e integración deben derivarse de una estrategia global que contemple tanto el corto plazo de las necesidades del mercado laboral y el medio plazo de la cohesión social, como el largo plazo del reequilibrio económico y demográfico del planeta. Todos estos objetivos no son solo compatibles, sino que son complementarios y condicionan el éxito de una buena política migratoria.

Alemania no es un caso aislado en la Unión Europea. En muchos países, es previsible que, en ausencia de inmigración, la evolución futura de la población en edad de trabajar no baste para cubrir la demanda de trabajo por parte de las empresas. Pero no todos están en la misma etapa de ese camino inevitable: todo depende de las perspectivas de crecimiento de la población en edad de trabajar y de la capacidad de movilizar mano de obra de dentro del país. En el cuadro siguiente figuran las tasas de empleo del grupo de edad 15-64 y la tasa media de crecimiento proyectada de la población en edad de trabajar entre 2018 y 2029 (un período de 12 años), utilizando el escenario de Eurostat sin inmigración.

Las situaciones en los países miembros son muy diversas. EUROSTAT proyecta para el período 2018-2029 una disminución de la población en edad de trabajar en el conjunto de la Unión Europea y en todos los países salvo Irlanda, con un descenso máximo proyectado en Alemania de  -0,96% de media anual para los próximos 12 años. Las tasas de empleo en la población de 15-64 en 2018 son también muy dispares: de 54,9% en Grecia a 77,4% en Suecia. Esto implica que la situación vis a vis la inmigración es igualmente muy diferente según los países. Los que presentan tasas de empleo reducidas tienen, en principio, una capacidad de movilizar mano de obra autóctona mayor que los que tienen tasas más altas. De la misma manera, aquellos países en los que disminuirá menos la población en edad de trabajar sufrirán menos del déficit de oferta que acecha a todos (menos Irlanda).

La combinación de estos dos indicadores permite situar a los países de la Unión Europea según la urgencia con la que deberán recurrir a la inmigración. En el gráfico siguiente aparecen los países representados como puntos en dos ejes de coordenadas que miden, en vertical la tasa media anual proyectada de la población en edad de trabajar (indicador de la oferta de trabajo) y, en horizontal, la capacidad de aumentar el empleo, medida como la diferencia con el máximo que representa Suecia en 2018 (77,4%, redondeado a 78%).  Alemania aparece en la posición singular de una casi nula capacidad de aumentar el empleo autóctono y una máxima disminución de la población en edad de trabajar. Lo que explica, como ya se ha dicho, que sea el primer país que asume con claridad la necesidad de acoger inmigrantes. En el gráfico aparecen dos ejes en punteado azul que representan la media de los 28 países en las dos variables consideradas. Junto a Alemania, aparecen otros países que se encuentran por debajo de la media europea tanto en su capacidad de aumentar la tasa de empleo como en el descenso de la población de trabajar. Son los países que, a más corto plazo, deberán emprender una política de acogida de inmigrantes. Entre ellos, se encuentran, por ejemplo, Austria y Hungría, países en los que la extrema derecha juega un papel dominante y que se distinguen por una política muy restrictiva en materia de inmigración. No hay duda de que esta situación provocará tensiones políticas y económicas. En el otro extremo, países por encima de la media europea en las dos variables y por lo tanto en los que se manifiesta una menor urgencia en acudir a la inmigración, domina Francia, pero también encontramos España, sobre todo por su baja tasa de empleo actual, que aparece aquí como una ventaja, además de un descenso proyectado de su población adulta de 15-64 algo menor que la media europea. Suecia, cuya tasa de empleo se ha tomado como objetivo máximo para los otros países, no experimentará en el futuro prácticamente ningún descenso de su oferta de trabajo.

Lo que se desprende del análisis anterior es que, en primer lugar, los países de la Unión Europea deben hacer un esfuerzo por aumentar sus tasas de empleo, cuando tienen margen para ello. La condición primera es que exista una demanda por parte de las empresas, pero también será necesario levantar los obstáculos que impiden a las mujeres acceder plenamente al mercado de trabajo, ampliando las políticas de apoyo a la conciliación entre trabajo y familia. Esto es especialmente aplicable a España donde la viscosidad de la oferta, así como la permanencia de las pésimas condiciones laborales actuales, pueden impedir que aumente la oferta de residentes, aunque se dinamice la demanda de trabajo. Así, si en todos los países será inevitable en algún momento acudir a la inmigración, el plazo a partir del cual la urgencia se hace manifiesta, como ahora en Alemania, varía en función de la situación actual y de las políticas que los estados desarrollen para mejorar la oferta interna de trabajo.

About Juan Antonio Fernández Cordón

Juan Antonio Fernández Cordón es Doctor en Ciencias Económicas y Experto-Demógrafo por la Universidad de París. Ha sido Profesor de las Universidades de Argel y de Montreal e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en el que fue Director del Instituto de Demografía. Ha ejercido también como Director de Estudios y Estadísticas del Ayuntamiento de Madrid y Director del Instituto de Estadística de la Junta de Andalucía. Ha sido miembro, como experto independiente del Grupo de Expertos sobre demografía y familia de la Comisión Europea y miembro del Consejo Científico del Instituto Nacional de Estudios Demográficos de Francia. Miembro de Economistas Frente a la Crisis

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