De lo que se trata, dicen muchos de los que proponen este mecanismo de filtro que supuestamente ha de otorgar la autoridad última a los padres acerca del tipo de educación moral o religiosa que quieren para sus hijos, es de prevenir que el Estado de forma indebida incurra en una labor de adoctrinamiento. Esta visión, que comparten muchos de los que en su día se opusieron a la asignatura obligatoria de educación para la ciudadanía, parece descansar sobre la idea de que al Estado le corresponde la transmisión de conocimientos, pero que solo a los padres les corresponde la enseñanza y transmisión de valores de tipo moral o religioso, idea que dicen amparada en el artículo 27.3 de nuestra carta magna en virtud del cual “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones.”
Lo cierto, sin embargo, es que nuestra Constitución dice muchas más cosas en ese precepto (el art. 27) acerca del derecho a la educación y que solo de una lectura conjunta de su articulado, a la que obliga el criterio de la interpretación sistemática, se deriva el modelo educativo constitucionalmente consagrado. Para entender tal modelo hay que partir de la base de que la Constitución no consagra únicamente un derecho sino también un deber de educación (al proclamar en el art. 27.4 la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza básica), derecho/deber cuyos titulares son los menores no solo frente al Estado (que tiene que garantizar la prestación) sino también frente a sus padres que están de esta forma obligados a permitir tal enseñanza más allá de que crean o no, desde sus más profundas convicciones morales o filosóficas, en su bondad o necesidad.
De lo que se trata lógicamente es de garantizar un amplio abanico de opciones a los menores que algún día dejarán de serlo y querrán ser autosuficientes y perseguir sus proyectos de vida, en el ejercicio de su autonomía y libre desarrollo de su personalidad, ámbito profesional incluido. De lo que también se trata, sin embargo, es de que el Estado siente las bases para que los futuros ciudadanos sean formados en aquellos valores cívicos que son necesarios para el mantenimiento de las instituciones democráticas y del orden constitucional. Esa formación pasa por supuesto por la adquisición de determinados conocimientos, como podrían ser las nociones básicas de nuestro sistema político y de los derechos fundamentales en los que se asienta, pero también por el desarrollo de determinadas actitudes, como la tolerancia, el respeto a la diversidad y el compromiso con la no-discriminación, pues todas son parte de ese conjunto de virtudes cívicas sobre las que descansa la salud de nuestra democracia constitucional. No bastan los conocimientos. Por eso, precisamente por eso, la educación es un deber cívico. Y esa es la síntesis liberal-democrática que refleja el modelo de educación que subyace a nuestra Constitución cuando, en su artículo 27.2, reconoce que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales.”
En puridad, y frente a los que afirman la posibilidad de separar contenidos y valores para relegar éstos al ámbito familiar y parental, la enseñanaza nunca puede ser axiológicamente neutra. La neutralidad educativa es una quimera. No existe sistema educativo alguno que se limite a la transmisión de conocimientos y habilidades axiológicamente asépticas. No se trata solo de los hechos que se transmitan sino también del método de transmisión. Decisiones tales como quién enseña, qué se enseña y con qué grado de importancia, quién puede ser admitido a las aulas, cómo ha de sentarse el alumnado, qué reglas de conducta imperan, todas ellas reflejan un sistema de valores, ya sea éste explícitamente reconocido o no, y se suman a lo que, en definitiva, constituye una experiencia educativa dentro de un ámbito de socialización esencial para los menores. Tal vez por eso, por esa imposible neutralidad, quiso nuestro sistema constitucional reconocer junto al derecho de enseñanza la libertad de enseñanza pero también el derecho a que, dentro de la enseñanza pública se pueda dar la transmisión de contenidos y valores religiosos para los padres y madres que así lo quieran para sus hijas e hijos.
Lo que no pueden pretender los defensores del pin parental es que esta libertad y este derecho agoten el ámbito de la formación en valores que se transmiten a través de la enseñanza puesto que el Estado tiene no solo un interés legítimo sino una auténtica obligación constitucional de transmitir valores como la tolerancia frente al pluralismo y el respeto a los derechos fundamentales para garantizar el buen funcionamiento de las instituciones democráticas y el respeto a los derechos de todos, empezando por los de las minorías y grupos oprimidos (art. 9.2). Que pueda darse cierta disonancia entre esos valores constitucionales que, por serlo, nos obligan a todos más allá de nuestras particulares ideologías políticas o convicciones morales, y los valores religiosos y la formación moral que los hijos reciben en sus hogares no constituye lesión de derecho alguna sino un entrenamiento en la tolerancia a la diversidad y el pluralismo y un aprendizaje necesario de que, más allá de nuestras preferencias o convicciones, o las de nuestros progenitores, están las reglas básicas del juego que son los mandatos constitucionales que obligan a todos por igual. En eso consiste la democracia constitucional.
Todo ello conduce a que en una teoría liberal-democrática de la educación, el adoctrinamiento indebido (que debe ser denunciable) es únicamente la transmisión de supuestas verdades religiosas o la imposición de opciones políticas partidistas, pues esto sí iría más allá de aquello a lo que la Constitución obliga y el mantenimiento de las instituciones democráticas requiere. Se trata de algo que ya reconociera nuestro Tribunal Supremo al declarar la imposibilidad de la objeción de conciencia frente a la asignatura de educación para la ciudadanía. Se trata de algo que también reconoció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ya en 1976, cuando en su sentencia Kjeldsen, Busk Madsen y Pedersen contra Dinamarca, decidió que la inclusión de la educación sexual en el currículo académico obligatorio no podía verse como una infracción del derecho a que la educación de sus hijos respetara sus convicciones religiosas y filosóficas (amparado por el art. 2.1 del Primer Protocolo Adicional de la Convención) precisamente por la importancia de que en democracia el alumnado pudiese ser expuesto a una diversidad de visiones en torno a la sexualidad. Y es que ciertamente es difícil que sin esa actitud de tolerancia a la diversidad formemos a ciudadanos que sean respetuosos frente a los derechos y libertades de los que difieren de la mayoría en identidad o preferencias sexuales, algo a lo que todos tenemos derecho, en términos constitucionales. Esta idea de la importancia de inculcar el respeto ante la diversidad y el pluralismo en la escuela como esencial a la hora de garantizar la cohesión social y el respecto de los derechos fundamentales inspira igualmente la Recomendación (2002) 12 del Consejo de Ministros de la UE, sobre educación para la ciudadanía democrática.
Que los contenidos de asignaturas como la educación para la ciudadanía o la educación ético-cívica se impartan a través de los manuales de las asignaturas únicamente o con la ayuda de actividades y especialistas que amplíen los márgenes de la experiencia educativa del alumnado es algo no solo secundario sino en cierta medida amparado por la propia libertad constitucional de cátedra de la que, por cierto, disfrutan todos los docentes y no solo los universitarios, aunque sea de forma más reducida sobre todo en centros con ideario propio. Y de la misma forma que sería impensable permitir la objeción de conciencia de unos padres creacionistas si un reconocido científico (ya sea del ámbito académico o profesional) acudiese a las aulas a explicar las últimas investigaciones sobre el origen del universo, resulta inaceptable que se permita la objeción de conciencia frente a iniciativas de transmisión de contenidos o fomento de disposiciones y habilidades destinadas a abordar los retos más acuciantes que enfrenta nuestra sociedad a la hora de garantizar el principio y derecho constitucional a la igualdad (art. 14) entre los cuales, qué duda cabe, se encuentran el sexismo, la homo-, trans- e islamofobia, así como el racismo. Articular un mecanismo a la carta es transmitir la idea errónea de que lo que deben ser contenidos necesarios en el sistema educativo democrático-liberal se perciban como objeto de preferencias individuales tanto para quienes acepten como para quienes rechacen esa formación. Y este es precisamente el punto central: que los derechos fundamentales no son el resultado de las preferencias individuales de cada uno, ni de nuestros progenitores, sino de un consenso básico acerca de lo que debe ir más allá de las diversas ideologías políticas y convicciones religiosas que deben poder convivir en sociedad.