Por Mariano Bacigalupo, Profesor Titular de Derecho Administrativo (UNED)
La vida política y las instituciones públicas de nuestro país se hallan hoy sacudidas por un movimiento social efervescente de regeneración democrática. En el panorama político e institucional han irrumpido con fuerza nuevas formaciones políticas, llamadas emergentes, que –sesgos ideológicos aparte- comparten, con matices, un mismo diagnóstico: las instituciones públicas sufren un severo deterioro “partitocrático”, imputable a la “vieja política”, la que ha venido siendo protagonizada por los partidos políticos hasta ahora establecidos.
En este contexto uno de los debates recurrentes es el relativo a la “politización” que muchos ciudadanos perciben con inquietud en aquellas instituciones del Estado de las que, en tanto que instituciones “contramayoritarias”, se predica y espera una actuación independiente de las instituciones democráticas (parlamentos y gobiernos) en las que tiene su sede natural la acción política (me refiero a instituciones tales como el Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial, o los organismos reguladores y supervisores, tales como la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia o el Banco de España).
El diagnóstico crítico que se hace de estas instituciones converge en torno a la idea de la “colonización” de las mismas mediante mecanismos espurios de reparto de puestos entre familias políticas. De esta patología se hace responsable a la influencia política que estaría presente en los nombramientos de los máximos responsables de estas instituciones como consecuencia de estar atribuida la correspondiente potestad de nombramiento o propuesta a las instituciones democráticos (gobiernos y/o parlamentos). De ahí que la solución que se extiende cada vez más entre quienes denuncian este estado de cosas y reclaman su saneamiento radical y urgente consista en eliminar íntegramente o al menos reducir drásticamente el alcance de la participación de las instituciones democráticas en esta clase de nombramientos y sustituir o subordinar dicha participación a mecanismos de selección pretendidamente objetivos y meritocráticos, no muy distintos de los que se emplean en procesos selectivos de acceso a la función pública superior.
Aunque soy consciente de que es ir en contra del signo de los tiempos y de rozar cuando menos la incorrección política en plena efervescencia regeneradora, quiero manifestar mi discrepancia de este tipo de propuestas, discrepancia en la terapia no incompatible, eso sí, con un alto grado de coincidencia en el diagnóstico. Razonaré mi discrepancia del que reputo falso mito de la asepsia tecnocrática (detrás de la cual se esconde mucha política, solo que no explícita y casi siempre conservadora) con referencia particular a los organismos reguladores o supervisores y las autoridades de competencia.
Como es sabido, la idea que subyace a la creación de organismos independientes es la de desvincular de la política cotidiana que se sustancia en las instituciones democráticas (Gobierno y Parlamento) la gestión de determinadas políticas públicas, que por su especial sensibilidad u otras razones se considera que deben permanecer ajenas a las vicisitudes de la política partidaria (no de la política en sí, porque, como fácilmente se comprende, no hay ni puede haber ninguna política pública que carezca de una dimensión intrínsecamente política). Se persigue una cierta neutralización “partidaria” (insisto: no política en sentido amplio) de determinados ámbitos de gestión pública.
Ni la defensa de la competencia ni la regulación preventiva o ex ante de los servicios de interés económico general que se prestan en régimen de competencia es pura técnica. También es -y es ante todo- política, y de ahí que sea habitual que en los correspondientes ámbitos especializados se hable con total naturalidad de “política de la competencia” o de “política regulatoria”.
Por lo que se refiere a la primera, todo régimen de defensa de la competencia ha de definir si su finalidad inmediata es la protección de los competidores en el mercado o, alternativamente, la de los consumidores. De acuerdo con la primera opción, proteger la competencia equivale a garantizar la presencia del mayor número posible de empresas rivales en el mercado a fin de evitar los riesgos de la concentración económica y de la monopolización. En cambio, la segunda opción parte de que el régimen de la competencia ha de estar dirigido única y exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores en el más corto plazo, sin tener en consideración necesariamente la suerte de los competidores.
Por otro lado, una buena regulación presupone ciertamente conocimientos técnicos, económicos y jurídicos altamente especializados. Pero ello en modo alguno soslaya la dimensión eminentemente política de toda regulación. En cualquier opción regulatoria se manifiesta necesariamente una opción política (o, si se quiere, un sesgo ideológico). Por ello, se yerra de raíz si se asocia a la conveniencia de desvincular determinados ámbitos de gestión pública del espacio natural y legítimo que corresponde a la política partidaria en las instituciones democráticas la idea de que tales ámbitos son y deben ser, por tanto, políticamente neutros. La tarea regulatoria no es ni puede ser nunca, por definición, políticamente aséptica. No hay que confundir neutralidad partidaria con neutralidad política, ni está reñido por esencia el ejercicio de una opción política con una toma de decisión adecuadamente fundada en conocimientos especializados de carácter técnico, económico o jurídico.
Esta dimensión política de la regulación resulta evidente en el plano de la producción normativa o en el ejercicio de la función consultiva en el marco del proceso de elaboración de normas. Por el contrario, pudiera parecer que esa dimensión desaparece íntegramente cuando los organismos reguladores o de supervisión se limitan a aplicar la regulación o a ejercer potestades administrativas. Pero incluso aquí la dimensión política de la tarea regulatoria, aunque obviamente menor, no desaparece del todo. En primer lugar, los organismos reguladores también tienen atribuidas importantes potestades normativas. Pero además, no cabe desconocer que, incluso cuando los reguladores se limitan a aplicar la regulación, éstos siguen ostentando amplios márgenes de decisión en cuyo ejercicio intervienen inexorable y legítimamente consideraciones u opciones de política regulatoria.
Pues bien, la dimensión política (y no sólo técnica) de la regulación económica implica de suyo que la legitimación democrática de la actividad de los organismos reguladores y de supervisión no puede surgir sólo de su indiscutible sometimiento al principio de legalidad. Por el contrario, precisa de una vinculación directa con las instituciones democráticas (Gobierno y Parlamento).
Por ello, el verdadero problema que sufren en nuestro país las instituciones independientes (y entre éstas los organismos reguladores y de supervisión) no es en rigor, como suele pensarse, la “politización”, sino –más exactamente- la “partidización”, esto es, la colonización e instrumentalización partidaria de estas instituciones, que tienden a anular su carácter contramayoritario (que es, sin embargo, su razón de ser). Si a lo anterior se une la sutil influencia –rara vez transparente- que ejercen sobre estos organismos los propios sectores económicos sometidos a sus funciones de regulación y supervisión, se comprende fácilmente el desmoronamiento de su imagen y prestigio y de la confianza de la ciudadanía en su buen funcionamiento.
En definitiva, el nombramiento de los máximos responsables de los organismos reguladores y de supervisión, que no puede tener lugar sino en sede política, no debe impedir (esto es, debe ser compatible con) la selección de personas idóneas, es decir, debidamente cualificadas y preparadas para el ejercicio del cargo. Este es el verdadero reto de los organismos reguladores (y, en general, de las instituciones independientes) en nuestro país, pues no existe mejor garantía de independencia que la competencia profesional y la reputación contrastada de las personas elegidas.
Por ello, siguiendo el modelo que el Tratado de Lisboa ha diseñado para la designación de los jueces del Tribunal de Justicia y del Tribunal General de la Unión Europea (art. 255 TFUE), cabe proponer que la designación en sede parlamentaria de los máximos responsables de los organismos reguladores y de supervisión incluya la previa evaluación de un comité de expertos, que habría de emitir un dictamen favorable sobre el cumplimiento de los requisitos legales de idoneidad y solvencia profesional por los candidatos propuestos por los grupos parlamentarios. La emisión del dictamen favorable por el comité de expertos sería requisito necesario para la designación por el Parlamento de los candidatos propuestos. Este comité de expertos se configuraría como un comité asesor de la Comisión competente del Congreso de los Diputados, cuya intervención consultiva en el proceso de designación de los máximos responsables de los organismos reguladores estaría prevista en sus correspondientes leyes de creación y cuya composición, forma de elección de sus miembros y normas de funcionamiento habrían de regularse en el Reglamento del Congreso.