El 11 de febrero, día internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia, y ahora que Alejandro Amenábar ha puesto de moda a Miguel de Unamuno y su famosa frase «Venceréis, pero no convenceréis», se me ocurre traer a colación otra expresión conocida del intelectual vasco: «Que inventen, pues, ellos».
Unamuno pronunció esa frase en un artículo de 1906, cuando España no sólo había perdido ya su imperio sino también la oportunidad de ser uno de los países líderes del proceso industrializador. La cita completa es la siguiente: «Que inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó».
Afortunadamente, en las últimas décadas se ha hecho un gran esfuerzo en pos del desarrollo de la ciencia y la innovación en España, que, aunque todavía insuficiente, comienza a dar sus frutos. Pero aquí, como en otros países, los que «inventan» principalmente son ELLOS. Y no me refiero al masculino genérico, que siempre invisibiliza a las mujeres, sino al género masculino.
Si bien las mujeres somos más del 50% de las egresadas universitarias, estamos por debajo del 30% en las llamadas carreras STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), porcentaje que disminuye aún más en el caso de las mujeres empleadas en esos sectores que apenas supera el 20%, que sigue disminuyendo si miramos a las emprendedoras dedicadas a ellos. Esto es así en parte porque el emprendimiento en esos ámbitos suele realizarse mediante start-ups que se caracterizan por un largo desarrollo previo a la obtención de resultados, de ahí que suelan financiarse con capital riesgo. En EEUU, que es donde más desarrollados se encuentran estos instrumentos financieros y la innovación asociada a ellos, sólo el 2,2% de esta financiación se destina a proyectos liderados por mujeres.
Del mismo modo que, como ha demostrado el tiempo, Unamuno se equivocaba al pensar que no importaba quien inventara, también yerran quienes piensan que no tiene importancia el género de la persona que investigue o innove, siempre y cuando el resultado sea bueno.
La realidad es que sí importa, como también importa saber qué consideramos como un buen resultado, porque en muchas ocasiones lo que se asume como criterios objetivos son en realidad indicadores construidos y, por tanto, sometidos a sesgos de todo tipo, también de género. Desde hace unos años medimos el impacto científico a través de un sistema mercantilizado de bases de datos de empresas privadas que miden el impacto de las publicaciones científicas por sus citas en las revistas que el propio sistema considera como científicas. De esa manera, se hace negocio en bucle y los artículos científicos se retroalimentan entre sí, sin que tengan un verdadero impacto fuera de los círculos de cada disciplina.
Por tanto, cabe preguntarse si una ciencia restringida y privatizada es un buen resultado. También si, teniendo en cuenta que los talentos están igualmente repartidos por sexo pero las oportunidades no, podemos avanzar en la frontera del conocimiento renunciando a los talentos y esfuerzos de niñas y mujeres socializadas para alejarse de la carrera científica antes de comenzarla, cuando sueñan con ella o apenas la están iniciando… Porque las mujeres nos vamos encontrando con sesgos implícitos y explícitos a lo largo de nuestra carrera profesional que hacen que, a igualdad de méritos, nos seleccionen menos, nos paguen menos, nos promuevan menos y nos reconozcan menos; que no tengamos mentoras, ni apenas referentes a quien querer parecernos y que, por tanto, nos autoexcluyamos desde la niñez y sigamos haciéndolo a lo largo de toda la vida. No en vano, la evolución de las mujeres en la carrera científica se suele proyectar en la imagen de una tubería que va perdiendo su contenido, haciéndose cada vez más estrecha.
Podríamos seguir no sólo enumerando lo que perdemos las mujeres, sino también insistiendo en lo que pierde la sociedad al completo, y, por cierto, no sólo con las mujeres sino con otros grupos de personas que, por su origen geográfico o clase social, ni siquiera pueden plantearse el dedicarse a la ciencia.
Porque, además, resulta que cuando las mujeres conseguimos abrirnos camino en el laberinto de la ciencia, los temas que elegimos, los proyectos que promovemos suelen, en general, estar orientados a la resolución de problemas reales de la ciudadanía y abogan en mayor medida por el uso de la ciencia para la transformación social y la construcción de un mundo más justo, más sostenible y más humano. Ese debería ser el impacto que contase para la promoción profesional y la consecución de proyectos de investigación o la financiación de la innovación.
Es cierto que ya se están haciendo esfuerzos para promover sistemas de evaluación alternativos y fomentar la ciencia abierta y la ciencia ciudadana, pero la realidad es que cuando toca evaluar los resultados, los índices de impacto de las bases de datos privadas siguen siendo los reyes, de forma que los incentivos de la comunidad investigadora se orientan a publicar en las revistas allí indexadas aun a riesgo de que la investigación original quede mutilada, porque cada vez se admite un menor número de palabras por artículo, o de tener que transigir con la línea de pensamiento establecida en cada disciplina, penalizando el atrevimiento que debe llevar necesariamente aparejada la investigación científica. Lo mismo ocurre con la financiación de proyectos de investigación y empresariales.
Prescindir de la diversidad entre los profesionales y capar la innovación son realidades con consecuencias muy graves, sobre todo ahora que nos enfrentamos a retos muy complejos. La emergencia climática y la revolución digital son dos transiciones que se entrecruzan en nuestro futuro ya inmediato y que debemos afrontar con voluntad política –incluyendo la de la propia ciudadanía, que ha de intervenir a través de su voto, la movilización social y sus comportamientos y acciones individuales– y, sin duda, sobre la base de una innovación enraizada en el conocimiento. En la solución a ambos desafíos faltan mujeres. Si ante el reto medioambiental, la ausencia de mujeres se hace particularmente visible en los espacios de toma de decisión, ante el digital, resulta evidente en todos los ámbitos y niveles.
Esta situación es especialmente grave por cuanto los trabajos que van a crearse en el ámbito tecnológico estarán entre los mejor pagados y más demandados. Se estima que en todo el mundo se crearán en los próximos años 58 millones de puestos de trabajo vinculados con la Inteligencia Artificial, mientras seguirá destruyéndose empleo en muchos otros sectores, que acabarán siendo automatizados o se convertirán en prescindibles. Puesto que las ingenierías y las carreras técnicas están claramente masculinizadas y más aún lo están las profesiones asociadas a ellas, podemos ver crecer en un futuro no muy lejano las brechas salariales de género que tanto ha costado reducir. Esto, que de por sí es un problema, puede suponer un desincentivo para las mujeres a la hora de participar en el mercado de trabajo, al tiempo que disminuir nuestro poder de negociación de tiempos y trabajos en el seno de las familias. Como consecuencia, quedaría aligerada la corresponsabilidad de los hombres en los cuidados del hogar y la familia, lo cual reforzaría los estereotipos, restringiría aún más la menor disponibilidad de tiempo de las mujeres y consolidaría el círculo vicioso de la discriminación.
La realidad es alarmante, además, debido a la infrarrepresentación de las mujeres en los sectores técnicos que están diseñando la cosmovisión de nuestro mundo a través de algoritmos que deciden cuanto vemos y cómo se definen las cosas. El machine learning bebe de lo que hay y lo que hay es machista, racista y clasista. Y si esos sesgos no se corrigen, los estereotipos y las desigualdades no pararán de afianzarse, poniendo en peligro los procesos de deliberación democrática de nuestras sociedades y la democracia misma.
Por tanto, tenemos que tomarnos muy en serio la necesidad de cerrar esta brecha. Para ello hay que atacar de manera individual y, al tiempo, conjunta las causas que la explican. Aunque aún es necesaria mucha investigación, conocemos parte de las causas: una socialización diferenciada que lleva a una menor selección por parte de las jóvenes de los estudios que desembocan en las carreras STEM; una menor disponibilidad de tiempo y movilidad por parte de las mujeres por ausencia de corresponsabilidad y servicios de cuidado; una mayor aversión al riesgo entre las mujeres; los sesgos en los criterios y procesos selectivos, muy vinculados con los estereotipos de género que, además, no nos confieren la autoridad sí otorgada de manera casi natural a los hombres; la falta de mujeres entre los mentores e inversores, etc.
Pero también hay que prestar atención al diseño del sistema. No sólo al propio diseño masculino de los mercados de trabajo, sino muy especialmente al de las carreras científicas y tecnológicas. Ya que si no abordamos también estas otras causas, las medidas positivas que se están poniendo en marcha nunca serán suficientes. El hecho de que, por ejemplo en España, el porcentaje de jóvenes que se han decidido por las STEM haya disminuido en los últimos años, pasando del 16,1% de la población con estudios técnicos en 2015 al 14,6% en el 2017, demuestra que las medidas que se están aplicando hasta ahora sólo abordan parte del problema.
Por tanto, hay que seguir elaborando medidas específicas de fomento de la ciencia y la tecnología entre las niñas –así como de la cultura del cuidado entre los niños–. Pero el trabajo con las niñas y los niños no sólo se debe restringir a la escuela, también debe alcanzar el ocio y la regulación de los espacios y programas audiovisuales orientados al público infantil: ¿por qué no un programa televisivo «Master conocimiento» con el concurso de los colegios y garantizando la participación paritaria?
Hay que seguir mejorando la transparencia en los sistemas de selección, sin que ello implique necesariamente un aumento de la burocracia, al tiempo que se deben revisar los criterios «objetivos» que, como ocurre con los ítems que se remuneran en muchos convenios colectivos, en el caso de la promoción científica coinciden de manera milimétrica con las posibilidades reales de los trabajadores libres de cuidados (históricamente, los varones). En este sentido, como para todo el mercado de trabajo en general, es fundamental seguir avanzando en un sistema de cuidados por motivo de nacimiento y adopción igual, intransferible y remunerado al 100% para hombres y mujeres que, junto con el mayor desarrollo de los servicios públicos de cuidados, debe ir fomentando la corresponsabilidad y la ética del cuidado entre los hombres, y la de compartir ese cuidado entre las mujeres, que de esa manera deben ir perdiendo el sentimiento de culpa que socialmente se nos impone si no ejercemos de cuidadoras.
Igualmente, es necesario seguir estableciendo comités de selección paritarios, desarrollando programas de mentorización y elaborando criterios alternativos para seleccionar los proyectos y a las personas que se financian, así como apostar definitivamente por la ciencia abierta y por procesos de selección y promoción que no fomenten el individualismo sino la cooperación. Eso no sólo redundará en una mejor situación de las mujeres sino en el avance del conocimiento.
En definitiva, tenemos que replantearnos una concepción del éxito que en la actualidad es todavía totalmente androcéntrica. Eso que es cierto para la sociedad en general, lo es aún más para los sectores del conocimiento, la ciencia y la tecnología, donde la falacia de la meritocracia es prácticamente una religión, algo intrínseco que ni siquiera se cuestiona. En ese sentido, resulta llamativo el caso de algunas mujeres que sí han llegado a la cima y que, como si de abejas reinas se trataran, contradicen lo que muchos estudios demuestran: que los sistemas no son meritocráticos. Negar esa realidad no ayuda a crear conciencia feminista y perjudica a las que vienen detrás, aunque se puede entender que esas mujeres estén condicionadas por la presión y el miedo a ser señaladas y a que la gente piense que han ganado sus cátedras o hecho carrera por el simple hecho de ser mujeres y no precisamente a pesar de ello.
Por tanto, como en otros ámbitos, para que el pie de las mujeres pueda ajustarse a la horma de un zapato llamado ciencia o STEM, no se trata de que éste se vuelva tan largo o tan ancho como el de los hombres, sino de cambiar la propia horma de las carreras y profesiones científicas y tecnológicas de manera que todos los pies, también el de las mujeres, se adapten a ella sin necesidad de que les salgan juanetes o rozaduras, que antes o después les obligarían a abandonar el zapato. No podemos, como sociedad, renunciar a la participación de nadie ni sacrificar ningún talento, pues cada uno de ellos es esencial para poder enfrentarnos a la emergencia climática y la revolución digital e inventar entre todos y todas un futuro humano, verde y justo.
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Este artículo ha sido publicado por eldiario.es el 11 mde feberero de 2020. Se reproduce en esta Web con autorización de la autora.