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Desigualdad, economía.

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La desigualdad se ha convertido en un tema central en la disciplina económica. Bien es verdad que existe un componente ideológico innegable para abordar dicha temática; pero incluso desde parámetros de economía convencional se aprecian inquietudes académicas para analizar un proceso que, a pesar del crecimiento económico, aparece con claro recrudecimiento desde la década de 1980. Anteriormente, la Segunda Guerra Mundial impuso un cambio radical en el mundo. La división de éste tras la Paz de Yalta infiere sendas concepciones políticas, culturales y económicas. En el ámbito occidental, las preocupaciones radicaron, entre otras, en demostrar la efectividad del sistema capitalista sobre el denominado “comunismo”. Algunos economistas, en tal sentido, utilizaron los nuevos instrumentales económicos, provenientes de la macroeconomía keynesiana, para demostrar que la desigualdad podría ser un fenómeno inherente en las primeras fases del crecimiento económico, pero que se corregiría con el tiempo (informaciones detalladas en: Carles Manera, La extensión de la desigualdad. Austeridad y estancamiento, La Catarata, Madrid, 2014).

Esta es la base teórica de la curva de Simon Kuznets quien, a partir de series históricas, detalla la evolución de la renta en países concretos (B. Harbaugh-A. Levinson-D. Wilson, “Reexamining the Empirical Evidence for an Environmental Kuznets Curve”, Review of Economics and Statistics, 84, 3, 2002). La advertencia de Kuznets, y sobre todo sus conclusiones empíricas, eran de gran calado: la desigualdad aparece, sin negarlo, en las primeras fases del crecimiento económico; ahora bien, éste acaba por inducir cambios importantes en la estructura económica que afectan la estructura social, de forma que la desigualdad va desapareciendo de manera gradual. Dicho de otra forma: crezcan ustedes lo más que puedan, no se inquieten si hay desigualdades flagrantes, porque el maná del crecimiento acabará por equilibrar la situación social. El paradigma recuerda mucho las fases del crecimiento económico de W. W. Rostow (Las etapas del crecimiento económico, FCE, México, 1965), tan en boga en las teorías del crecimiento económico en los años 1960 y 1970: deben ustedes crecer a partir de unas fases concretas, explícitas, con características específicas (inversión técnica, división y especialización laboral), tal y como hizo Gran Bretaña en su revolución industrial; verán entonces una gran pista de despegue, cuando todos los indicadores económicos se empiecen a disparar: su economía irá hacia un take-off sostenido. Este es el crecimiento que elude la desigualdad.

En fechas más recientes emergen aportaciones seminales de autores de referencia: Branco Milanovic (La era de las desigualdades, Sistema, Madrid, 2006), Amartya Sen (La desigualdad económica, FCE, México, 2016) y Anthony Atkinson (Desigualdad, ¿qué podemos hacer?, FCE, México, 2019) serían los más representativos. Éstos han trabajado bases muy potentes de indicadores que colocan la desigualdad como un factor más a tener en cuenta en los grandes presagios de la economía convencional. Su procedencia académica en instituciones como el Banco Mundial, el acceso a unos materiales extraordinarios y  capacidad teórica y técnica para procesarlos, hace que sus trabajos sirvan de base científica, sólida y útil para los científicos sociales del mundo, y para los economistas de manera especial. Estas contribuciones se nutren de estudios empíricos: he aquí su enorme valor. Y ese empirismo no descansa tan sólo sobre amplios fajos de estadísticas dispersas que se acaban colocando, hábilmente, en un programa informático. No; la historia económica juega aquí un papel central, historia económica que debe recurrir a los trabajos de campo, de archivo, como placenta básica para construir nuevos indicadores. Tales trabajos, que delatan la desigualdad, serán recibidos por economistas del desarrollo, con una “nueva radicalidad” mucho más efectiva: la que vincula la superación de la desigualdad a la justicia y la democracia en una economía con un mercado sometido a mayores reglas y controles, sin el liberalismo salvaje que ha presidido su pauta conductual.

Esto es, justamente, lo que ha sabido tabular, de manera solvente, Thomas Piketty (Capital e ideología, Deusto, Barcelona, 2019): sus análisis beben de fuentes enormes de datos históricos, se retrotraen a trescientos años, se centran en pocas formalidades matemáticas (utiliza, sobre todo, estadística descriptiva), hace transparentes los materiales que conducen a una conclusión fundamental: el sistema provoca desigualdad, que puede ser medida, ahora sí, con mayor profusión de datos y con mejores instrumentos que los utilizados por Kuznets. Harry Frankfurt (Sobre la desigualdad, Paidós, Barcelona, 2016) otro autor a considerar, nos habla de la “doctrina de la suficiencia” (que acaba por refutar, según la idea de Frankfurt, la utilidad marginal decreciente), a saber: lo moralmente importante respecto al dinero es que todo el mundo tenga el necesario. En tal sentido, asevera Frankfurt, la exageración de la igualdad conduce a la alienación: separa a la persona de su propia realidad individual, de forma que ello induce a que tenga deseos o necesidades que no son realmente los suyos. Sin embargo, sostiene este autor, las situaciones que suponen desigualdad son desequilibradoras porque lesionan esa visión de suficiencia. En tal sentido, la preocupación de Frankfurt radicaría más en las capas masivas de la sociedad –con énfasis preciso en las clases medias– que en la obsesión por el 1% más rico, que parece ser el objetivo a batir por parte de economistas como Joseph Stiglitz (El precio de la desigualdad, Debolsillo, Madrid, 2017), Oded Galor (El viaje de la Humanidad, Destino, Barcelona, 2022) o el propio Piketty.

En otras palabras: el estatus económico de alguien, en comparación con otras personas, no debería tener influencia en la fijación de prioridades personales. Nuestras preferencias, por tanto –y según Frankfurt–, deben fijarse sin considerar a los demás. He aquí el “suficientismo” de Frankfurt, que se opone al “igualitarismo” que parecen perseguir aquellos economistas que trabajan la distribución de la renta y, por extensión, el fenómeno de la desigualdad. La tesis de este autor, por tanto, tolera –por decirlo de alguna forma– la desigualdad siempre que los más vulnerables no se sitúen por debajo de un cierto umbral de bienestar. Nos recuerda esto al “salario de subsistencia” de David Ricardo, si bien se es consciente que no es exactamente lo mismo.

La creciente desigualdad supone una bajada significativa de la inversión y un menor crecimiento de la renta. Esto infiere, a su vez, una caída de la tasa de beneficios en los sectores productivos. Tal situación no se genera en la esfera de las finanzas, sobre todo por el desarrollo intenso de los procesos de desregulación. La derivada es clara: se desincentivan inversiones en los sectores productivos, de manera que se fomenta la captación de rentas por parte de las franjas más ricas de la población. Esto se concreta en los mercados financieros, estimulados por productos de elevada ingeniería. La situación no parece haber cambiado con los letales impactos de la Gran Recesión: aquellas medidas que se adoptaron a raíz de la Gran Depresión, y que supusieron un mayor control en el movimiento de capitales, no se están aplicando en la economía actual. Esto significa, en definitiva, la consolidación de la acumulación de capital en los segmentos más poderosos y en un escenario de crecimiento económico limitado y, por consiguiente, el avance de la desigualdad social. Dos factores deben considerarse:

  1. Las desigualdades se acrecientan en el marco de burbujas especulativas. Esto es lo que puede apreciarse en las series trabajadas por Thomas Piketty, con ascensos relevantes de la desigualdad en el período calificado como Belle Époque.
  2. En el origen de las burbujas, podemos encontrar revoluciones tecnológicas a las que se suman las desregulaciones de los mercados financieros, según los trabajos aportados por Carlota Pérez (Revoluciones tecnológicas y capital financiero, Siglo XXI, Madrid, 2008) y Hyman Minsky (Estabilizando una economía inestable, Profit, Barcelona, 2020). Estos aumentos de la desigualdad están en la base explicativa del “estancamiento secular” teorizado en su momento por Lawrence Summers (“U.S. Economic Prospects: Secular Stagnation, Hysteresis, and the Zero Lower Bound”, Business Economics, vol. 49, 2, 2014) desde una premisa básica: la propensión marginal a consumir de las rentas más bajas en Estados Unidos es mayor que en las familias con rentas elevadas. Es decir, un incremento de la desigualdad significa que esa propensión marginal a consumir desciende, de manera que ello incide sobre las decisiones de inversión. Para Summers, una combinación de factores (exceso de ahorro, escasa inversión, población más envejecida, aumento de la desigualdad) puede haber provocado que los tipos de interés se colocaran en tasas negativas del –2% o –3%. O sea: tipos próximos al cero, muy alejados de lo que sería una situación de equilibrio. La alternativa no es otra que incrementar la inversión pública. Y ser muy prudente con la política monetaria.

Ahora bien, según Michael Kalecki (Ensayos escogidos sobre dinámica de la economía capitalista, FCE, México, 1977), el multiplicador de inversión se hace en términos de la participación de las rentas no salariales en la renta nacional; lo que no son rentas salariales son Excedentes Brutos de Explotación. Pero, a diferencia del multiplicador keynesiano, el de Kalecki depende de la participación de los salarios en la renta nacional y de la propensión a ahorrar de los ingresos no salariales. Las condiciones de distribución, en definitiva, se hacen depender de la participación de los excedentes empresariales en la renta nacional. Las condiciones de producción se vinculan a la evolución de la tasa de beneficios. Y el nexo que une ambas condiciones, de producción y de distribución, es el progreso técnico a través de la productividad del capital. Estas magnitudes son cruciales, toda vez que el bloqueo de la productividad del capital a fines de los años 1960 ha supuesto para el capital un conjunto de acciones agresivas, de carácter normativo y de reasignación de recursos, con un corolario claro: para mantener la tasa de beneficio, en contextos de rendimientos decrecientes del capital, la solución adoptada ha sido incrementar la desigualdad (sobre esto, nuestra reciente investigación: Carles Manera-José Pérez Montiel-Ferran Navinés-Javier Franconetti, “Capital productivity and the decreasing wage share in the United States: a Keynesian approach”, Journal of Postkeynesian Economics, 2022).

Frente a la desigualdad, Frankfurt plantea que existe un efecto inflacionario en la redistribución de las rentas. Esto es difícil de demostrar empíricamente; de hecho, los efectos de consumo sobre la inflación son más complejos, como para culpar a la redistribución del ingreso. Aún aceptando que asegurar el bienestar de todo el mundo es imposible, ello no es óbice para proporcionar recursos iguales, es decir, la tesis de “igualdad de oportunidades” de John Rawls (Teoría de la justicia, FCE, México, 2012), que supone que deben ser los individuos quienes deben gestionarlas.

Una línea parecida es la de Amartya Sen: para éste, la cuestión radica en la “teoría de las capacidades”, o sea, aportar recursos y garantizar que cada individuo acceda a ciertas capacidades básicas. El punto es equidistante entre la teoría de la suficiencia de Frankfurt y, tal vez, la noción del igualitarismo de los recursos de Rawls.

Zygmund Bauman (Modernidad líquida, FCE, México, 2004) ha enfatizado, en una línea más acorde con Sen, que la democracia es la primera víctima de la desigualdad en la sociedad de “modernidad líquida”, tal y como lo expresa el sociólogo polaco. Bauman, además, aporta su amplia visión a la desigualdad: mercado, justicia, sentimientos morales, distribución de la renta, ideas todas ellas que presiden la preocupación de gran parte de los economistas.

Desigualdad y economía siempre han ido unidas; en algunos períodos, y en función de las teorías aplicadas, esta relación ha sido más llevadera; en otros, la primera se ha acabado instalando. Pero no son procesos inocuos, ni abstractos, ni aparecen “de la nada”; tras ellos están las personas agazapadas en las estructuras productivas, tienen su posición definida, sus intereses particulares, y ello provoca distribuciones inequitativas en la distribución de la renta: lo que llamamos, en suma, la desigualdad. Un debate muy abierto.

About Carles Manera

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009); y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011), del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com

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