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La Declaración de Filadelfia

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En mayo de 1944, la segunda guerra mundial no había terminado todavía pero los aliados ya se sabían vencedores. El diez de ese mes, la Conferencia General de la Organización Internacional del Trabajo adoptó lo que se conoce como “Declaración de Filadelfia” (O.I.T., 1944) sobre fines, objetivos y principios que deberían inspirar la política de sus miembros. No fue este el único acuerdo o declaración que alumbraron los años en torno al final de la guerra, pero fue el primero. A pesar de algunas iniciativas previas como la Carta del Atlántico o la Declaración de las Naciones Unidas, este gran foro mundial no fue creado hasta un año después y, solo en 1948, se aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. El objetivo general de todas estas manifestaciones, fruto de la unidad de los que habían vencido al nazismo, era sentar las bases para que el enfrentamiento entre naciones no se repitiera.

Los principios que reivindicaban eran, por consiguiente, aquellos cuyo olvido podía haber contribuido a originar la catástrofe que estaba a punto de terminar y, a la vez, aquellos que era necesario mantener en el futuro para evitar la repetición de la historia. Nadie dudaba entonces de que el estallido lo hubiera provocado la loca y desmesurada ambición de un hombre y nadie entonces buscaba excusas para el horror del nazismo. Pero los que se dieron como objetivo nombrar y defender todo lo que debía proteger a la humanidad de un nuevo cataclismo no dudaron en situar la economía, las relaciones laborales y el reparto de la riqueza entre los factores esenciales, cuyo descuido pondría de nuevo en peligro la paz del mundo y la vida y la dignidad de hombres y mujeres.

¿Qué ha sido de aquellos principios, de aquel programa?  ¿Se han cumplido? ¿Ha resultado su cumplimiento insuficiente para proteger a la humanidad?, ¿O los hemos vuelto a olvidar, incapaces de aprender de nuestra propia historia?

La Conferencia de la OIT de 1944 constata que “la experiencia ha demostrado plenamente … [que] la paz permanente solo puede basarse en la justicia social” y afirma que el propósito central de la política debe ser lograr las condiciones para que todos los seres humanos, sin distinción, ejerzan su derecho a perseguir su bienestar material en condiciones de libertad y dignidad, de seguridad económica y en igualdad de oportunidades. Entre los principios que reafirma figura, en primer lugar, que el trabajo no es una mercancía, igualmente reivindica la libertad de expresión y de asociación y declara que “la pobreza, en cualquier lugar, constituye un peligro para la prosperidad de todos”. La Conferencia entiende fomentar, entre todas las naciones del mundo, programas que permitan, entre otros objetivos, aplicar medidas destinadas a garantizar a todos una justa distribución de los frutos del progreso y un salario mínimo vital para todos los que tengan empleo y extender las medidas de seguridad social para garantizar ingresos básicos a quienes los necesiten y prestar asistencia médica completa.

Podría pensarse que la OIT, a la hora de bosquejar el futuro, se mostrara más sensible a lo laboral y lo social. Sin embargo, la posterior Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) incluye, desde su preámbulo, la necesidad de liberar a los seres humanos del temor y de la miseria, como condición para disfrutar de las libertades esenciales. Recuerda, en su artículo 22, que toda persona tiene derecho a la seguridad social y reafirma, en su artículo 23, el derecho al trabajo y a la protección contra el desempleo. La DUDH llega hasta enumerar con detalle los elementos básicos del nivel de vida adecuado al que toda persona tiene derecho: alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica y servicios sociales, así como la protección en los casos de enfermedad, invalidez, viudez, vejez y cualquier otra causa de pérdida de los medios de subsistencia por circunstancias independientes de su voluntad (art. 25.1).

La preocupación por lo social impregnaba entonces la reflexión en torno a las causas del conflicto bélico y sobre las políticas necesarias para evitar su retorno. Los que alumbraron la Declaración de Filadelfia, y las posteriores, trataban, sin decirlo explícitamente, de una cuestión central: la necesaria cohesión social como condición de la estabilidad de las naciones. Durkheim utiliza por primera vez el concepto de cohesión social, en su libro de 1893 “La división del trabajo social” (Durkheim, 1987), para designar una situación de adecuado funcionamiento de la sociedad, basado en la solidaridad entre los individuos y la existencia de una conciencia colectiva. Partiendo del concepto de solidaridad de Durkheim, Donzelot (2007) analiza posteriormente la “invención” de la cuestión social como producto de la permanente tensión entre lo económico y lo social. La histórica pugna por el sometimiento de uno de estos ámbitos al otro, y de las fuerzas sociales que los sustentan, condiciona la cohesión social. En los tiempos anteriores al capitalismo, la economía no constituía un ámbito autónomo, sino que estaba integrada en las estructuras sociales y a ellas se adaptaba. La lógica económica, que busca el máximo rendimiento para el capital, ha ido impregnando gradualmente el resto de la actividad social, sobre todo a partir de la revolución industrial, y modificando el equilibrio de la sociedad. Esto ha hecho surgir la necesidad de regular el contrapeso que lo social ejerce para mantener la cohesión que la lógica económica tiende a romper, a través, por una parte, del desarrollo del derecho del trabajo y, por otra, de una verdadera “propiedad social” (Castel, 1995), cuyo objetivo es la protección del conjunto de la población frente a los riesgos profesionales y vitales. Esto es lo que subyace en los análisis y los propósitos de los que, a punto de finalizar un largo período cruento[1], concluyen, en resumen, que para evitar las guerras es necesario fomentar la cohesión social.

Las buenas resoluciones duraron poco. En el plano político, España fue la víctima más clara de la “realpolitik” que se practicó abiertamente nada más acabar la guerra. Las Naciones Unidas acogieron pronto en su seno a un país que carecía de las libertades más elementales consignadas en la Declaración de Filadelfia, en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ejemplos similares se han ido repitiendo, hasta el día de hoy.

En lo económico, las cosas parecieron tomar otro camino. Un General (de Gaulle), a mil kilómetros del de Madrid, se dedicó a nacionalizar grandes empresas y a instituir un sistema de seguridad social universal. En Gran Bretaña, los electores jubilaron al héroe de la Guerra y entronizaron un gobierno laborista que, entre otros logros, sentó las bases del Estado del Bienestar. En Europa se consolidaron los sistemas políticos socialdemócratas, basados en un eficaz equilibrio entre las aspiraciones de los trabajadores y el interés de los inversores. La socialdemocracia se apoyaba sobre una negociación permanente de las condiciones laborales, y en particular de los salarios, y en el desarrollo de una extensa protección social, principalmente a cargo del Estado. La gran importancia que en ella adquiere lo social en relación con lo económico se tradujo en años de alta cohesión social y en notables avances en la producción de riqueza (los treinta años gloriosos). Sin embargo, a partir de los años setenta del siglo pasado, la contrarreforma neoliberal puso freno al modelo anterior y alentó la progresiva preeminencia de la lógica del máximo rendimiento a corto plazo en las empresas y en sectores cada vez más amplios de la sociedad. La Unión Europea tuvo una primera época en la que consideraba la cohesión social como una condición esencial para el crecimiento económico y propiciaba la extensión del “modelo social europeo”. Hoy, convertida en un eficaz instrumento de la ideología neoliberal, propugna la austeridad en el gasto público e impone recortes a los sistemas de protección social y las pensiones.

La verdadera afirmación del nuevo régimen económico llegó en 1989 cuando, con el derribo del muro de Berlín, se inicia el desmantelamiento del mundo comunista y la liquidación de la Unión Soviética. Un proceso que se desarrolla de forma vengativa y sin ninguna visión a largo plazo. Del hasta entonces impenetrable mundo detrás del telón de acero, emerge un mosaico de reinos de Taifas, todos abrazados, con entusiasmo, a un neoliberalismo brutal que engendró un pequeño grupo de oligarcas exageradamente ricos y causó un enorme sufrimiento a la población. Se alinearon los precios con los de Occidente, pero no los salarios; en nombre de la eficiencia empresarial, se destruyeron miles y miles de puestos de trabajo y la protección social quedó en niveles de miseria. Ocurrió en Polonia, en Ucrania, en Hungría y también en Rusia. Un proceso que acabó engendrando a Putin, a Orbán en Hungría y a los hermanos Kaczynski en Polonia, por ejemplo. La entrada de muchos de estos países en la Unión Europea, en la llamada ampliación, acabó consolidando el papel de guardián de las esencias neoliberales a la que ésta ha quedado reducida, dificultando sin duda la necesaria extensión de los términos de la Unión, que diera luz a una verdadera entidad política, capaz de promover un modelo de convivencia basado en la democracia y la importancia de lo social.

Así, cuando estalló la crisis en 2008, se respondió con políticas de austeridad que empobrecieron a los trabajadores y arruinaron algunos países. A pesar de ciertos cuestionamientos iniciales, la ideología económica dominante salió reforzada de esta crisis, sin que pareciera importar el evidente fracaso que supusieron tanto su desencadenamiento como los remedios que se le aplicaron. El saldo final fue una mayor degradación tanto de las condiciones laborales como de la protección social, los dos pilares sobre los que se asienta la cohesión social. La lucha contra los efectos económicos de la pandemia en la que todavía estamos inmersos ha permitido, al fin, demostrar la eficacia de medidas opuestas a las que se utilizaron durante la crisis anterior, pero no han servido para alterar las bases del sistema y las desigualdades han seguido aumentando. En España, pero también en otros países de Europa, bancos y grandes empresas acumulan beneficios inéditos a base de esquilmar a la población y de poner en peligro la familia, el medio ambiente y buena parte del sistema productivo.

Son notables ejemplos, el mercado inmobiliario, que niega a los jóvenes el derecho a la vivienda, y las empresas productoras de electricidad, que han conseguido vender su producto a precios estratosféricos, sin relación con los costes de producción, perjudicando así, sobre todo, a las familias más desfavorecidas y a las pequeñas y medianas empresas.

La llamada mundialización, que se reduce, en realidad, a la libre circulación de capitales en el mundo, se ha traducido en pérdidas de puestos de trabajo, bajadas salariales y precariedad laboral en el mundo desarrollado, situación aprovechada por el populismo de extrema derecha, erigido hoy en uno de los principales problemas en Europa y en Estados Unidos. La contrapartida no ha sido un claro aumento del nivel de vida de los países a los que se desplazan las fábricas, donde, más bien, se ha intensificado una explotación basada en bajos salarios y pésimas condiciones de trabajo. El afán de reducir los costes laborales se ha convertido en la seña de identidad más sobresaliente de un capitalismo depredador a escala mundial. Todo el progreso técnico y la inversión están hoy orientados a sustituir mano de obra por máquinas o inteligencia artificial, sin que nada se haga para evitar a los humanos, ni sus efectos inmediatos, ni el sentimiento de vacío y de inseguridad que suscita el futuro. El triunfo del neoliberalismo difumina la visión a largo plazo y revierte el proceso mediante el cual la protección social se había extendido a un amplio conjunto de la población. La política ha cedido frente a una cierta lógica económica que concede preeminencia al beneficio máximo e inmediato y sacrifica los elementos que más contribuyen a la cohesión social. Pero solo la cohesión social garantiza la continuidad de la sociedad, que exige un grado suficiente de integración de las personas, idealmente que cada uno se sienta vinculado a los demás y al conjunto, a pesar de los elementos de diversidad. La ruptura del vínculo social relega al individuo a los márgenes de la sociedad, de la que deja de sentirse solidario, con las consecuencias políticas que de ello se derivan.

El mundo en el que vivimos desde que acabó la segunda guerra mundial tiene muy poco que ver con los escenarios que dibujaba la Declaración de Filadelfia. Los principios que debían ser promovidos no solo no lo han sido, sino que se han pervertido sistemáticamente: el trabajo es hoy más que nunca una mercancía, muy devaluada; además, el empleo, condición primera de la dignidad, ha sido convertido en un bien raro, la seguridad económica de los trabajadores ha sido sustituida por una creciente precariedad, la protección social es objeto de recortes que no parecen tener límites. Algunos dirán que se trataba de buenos propósitos utópicos que no han resistido la confrontación con la realidad de los mercados. Como si los mercados fueran la única realidad incuestionable, con raíces en la propia naturaleza humana, en el eterno “homo economicus”. Aunque esta sea la tesis que sustenta la llamada “ciencia económica”, tiene en contra la evidencia histórica lejana (ver Polanyi, 2016, pp. 103 y ss) y también la experiencia socialdemócrata posterior a la guerra, que sustrajo al mercado la prestación de servicios esenciales e integradores, como la salud y la educación, así como grandes empresas consideradas estratégicas que alcanzaron un gran éxito económico (como la industria automovilística en Francia, por ejemplo). La preeminencia “natural” de la economía es una falacia en la que se amparan los grandes intereses capitalistas para penetrar todos los sectores de la actividad humana y extraer ganancias crecientes que alteran la distribución de las rentas y de la riqueza en detrimento de los que menos tienen. Pero lo cierto es que en la pugna entre lo social y lo económico ha triunfado la economía que, inevitablemente, se va transformando en una máquina depredadora que terminará, sin duda, devorándose a sí misma y llevándose por delante a todo lo humano de nuestra sociedad. Esto debieron pensar los autores de la Declaración de Filadelfia, que vieron en la transformación de la economía una condición esencial para evitar guerras futuras.

Hoy, casi ochenta años después, la invasión de Ucrania por Rusia nos obliga a constatar que ese objetivo no se ha cumplido. El fracaso se hace evidente en las mismas tierras que fueron campo de batalla de aquella época, pero los conflictos que, desde nuestro centro del mundo particular, calificamos de “locales” no han dejado de sucederse, además de que el mundo ha vivido inmerso durante décadas en la guerra fría y en el terror nuclear.

Si atendemos a nuestra historia, no podemos contentarnos con culpar los desmanes de dirigentes autoritarios o dictadores, por mucho que estos merezcan condena, indignación y repulsa, sin caer en el psicologismo. Es el momento de preguntarse si aquellas declaraciones que siguieron a cinco años de una salvaje masacre como la historia no había conocido antes, no solo estaban impregnadas de buenas intenciones, sino que contenían un diagnóstico creíble y unas líneas de actuación adecuadas. Porque, tal vez, dentro de muy pocos años, toque elaborar nuevas declaraciones solemnes, como Sisífos inmunes al desaliento, para después seguir siendo incapaces de hacer que la economía esté al servicio de las personas.

 

 

Referencias

Castel, Robert (1995) Les métamorphoses de la question sociales, Paris, Gallimard Traducción al español: (1997) Las metamorfosis de la cuestión social, Paidós, Buenos Aires.

 

Donzelot, J. [primera edición 1984] (2007) La invención de lo social, Argentina, Nueva Visión.

 

Durkheim, E. [primera edición 1893] (1987) La división del trabajo social. Madrid, Akal.

 

O.I.T. (1944) Declaración relativa a los fines y objetivos de la Organización Internacional del Trabajo (Declaración de Filadelfia) https://www.ilo.org/legacy/spanish/inwork/cb-policy-guide/declaraciondefiladelfia1944.pdf

 

Polanyi, Karl [primera edición 1944] (2016) La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Virus editorial, Madrid.

[1] Se ha hablado de “la guerra de los treinta años” para designar el período 1914-1945, que se abre con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo y termina con las bombas de Hiroshima y Nagasaki.

About Juan Antonio Fernández Cordón

Juan Antonio Fernández Cordón es Doctor en Ciencias Económicas y Experto-Demógrafo por la Universidad de París. Ha sido Profesor de las Universidades de Argel y de Montreal e investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), en el que fue Director del Instituto de Demografía. Ha ejercido también como Director de Estudios y Estadísticas del Ayuntamiento de Madrid y Director del Instituto de Estadística de la Junta de Andalucía. Ha sido miembro, como experto independiente del Grupo de Expertos sobre demografía y familia de la Comisión Europea y miembro del Consejo Científico del Instituto Nacional de Estudios Demográficos de Francia. Miembro de Economistas Frente a la Crisis

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