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La economía de mercado falla.

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Recordando algunos pensamientos económicos útiles para la etapa actual

            En un libro que ya es un clásico, La gran transformación, el historiador y economista Karl Polanyi explicaba los orígenes y el desarrollo de la civilización industrial (Polanyi 2007). El autor escribía en una etapa convulsa para la historia europea, en 1944, cuando parecía que todo se iba a desmoronar sin remedio, y cuando poco antes, en 1942, un intelectual perspicaz de la talla de Stefan Zweig, sumido en un profundo estado depresivo, optaba por un suicidio individual que él presagiaba casi como colectivo: el de la Europa que había conocido, ese “mundo de ayer” observado con nostalgia (Zweig 2010). Albert Camus, años más tarde, recogía esa sensación que debió presidir el designio de Zweig, cuando escribe, en El hombre rebelde, que todo suicidio solitario, cuando no es por resentimiento, es, en algún modo, generoso o despectivo (Camus 2013: 18-19). El colapso europeo sumió en un estado de abatimiento a buena parte de la intelectualidad más responsable y comprometida, sacudiendo en profundidad sus conciencias ante un horizonte en el que no se veían salidas. Ese mundo pasado se hacía añicos. Un mundo aparentemente equilibrado, en el que se iba cociendo el germen de su inviabilidad.

            Polanyi nos recuerda que esa civilización, que llega hasta prácticamente 1914 (y que quizás, en algún aspecto, podríamos arrastrar hasta la década de 1930), se edificaba sobre cuatro ejes esenciales, que iban desde la existencia de un patrón monetario único, el patrón-oro; la formación y desarrollo de los estados liberales; un cierto equilibrio entre las principales potencias; hasta la asunción de una confianza ciega en los mercados. Pero, remachaba Polanyi, la economía de mercado, el libre comercio y el patrón oro son inventos ingleses, y quebraron al terminar la Gran Guerra. Esta afirmación está avalada por datos difíciles de rebatir (Eichengreen 1992, Kindlerberger 1992, Martín 2013). Estos cuatro vectores sólo disponían de una regulación férrea: la que garantizaba la consolidación de la potencia existente –Gran Bretaña– junto al avance imparable de otras naciones que empezaban a liderar la Segunda Revolución Industrial –Alemania, Francia, Estados Unidos–. Todas ellas necesitaban expansionarse, forjar imperios propios para extraer recursos fundamentales que alimentasen sus complejos industriales. Polanyi, que defendía la posibilidad de un socialismo democrático, advertía que, en ese aparente mundo de equilibrio, la oferta y la demanda no generaban puntos ecuánimes de respeto a los agentes económicos y sociales. Por ejemplo: utilizar el salario como un precio más –indica el autor húngaro– podía inferir, como de hecho así ocurrió con las catástrofes demográficas en Irlanda, que para que esos salarios subieran urgía la contracción de la oferta de mano de obra. Los rentistas británicos, nos recuerda en su reciente libro Thomas Piketty, Capital e ideología, no veían con malos ojos ese atroz sufrimiento si suponía abaratar costes (Piketty 2019: 562 y ss.). Un maltusianismo social en toda regla, que además venía avalado por los nuevos preceptos económicos surgidos de los economistas neoclásicos. La economía, como ciencia, trataba de equipararse a la física, y adoptaba las formulaciones matemáticas y la emisión de pretendidas leyes que sintetizaban el funcionamiento de la complejidad social. Esto ha llegado hasta hoy.

            La economía de mercado, proseguía Polanyi, debería enraizarse de forma social: el salario se formalizaría tras negociaciones colectivas y políticas. Al margen de los mercados. No obstante, Polanyi, en sus investigaciones sobre economías preindustriales, defiende la existencia de aquéllos, como formadores de precios para mercancías ficticias (Polanyi 2008: 119-171). Para él, tierra, trabajo y dinero fueron una innovación revolucionaria mayor que las invenciones tecnológicas del capitalismo industrial. La mercancía que tiene como nombre “fuerza de trabajo”, indica Polanyi, no puede ser maltratada, incluso inutilizarse sin que también se vea afectado el individuo, portador de esa mercancía especial. Sólo de forma ficticia el mercado puede tratar al hombre, la tierra y la moneda como mercancías, sin atender que el hombre y su entorno no se han “producido” para ser vendidos (Maucourant 2006: 108).

Esta voz de Polanyi se alza en el mismo contexto en que en la ciudad de Bretton Woods se están negociando condiciones generales para la recuperación de la economía mundial. De Europa, especialmente. Ese fue el último gran servicio en vida de John Maynard Keynes. Y en los muchos debates que se generaron en esos históricos encuentros, los argumentos sobre las deudas públicas fueron uno de los que galvanizaron las posiciones. En paralelo, la defensa del status quo y de los preceptos de la economía liberal tenían también su libro de cabecera: en 1944 se publicaba Camino de servidumbre, del austríaco Friedrich Hayek, una reacción a la Teoría General de Keynes (escrita en 1936; la respuesta de Hayek, ocho años después). Ideas viejas revestidas de la teología del mercado puro –ese que había fracasado con estrépito, incapaz de sacar a la economía de la Gran Depresión–, para hacerlas tan aparentemente nuevas que se adoptaron, con fervor creyente, a raíz de la revolución conservadora de los años 1980.

Pero el nexo común entre el economista húngaro y el británico reside, igualmente, en su total convicción del poder de las ideas (Polanyi Levitt 2016: 94-121). Algo que muchas veces parece ya superado, en el presente, cuando se trata de brindar análisis y argumentos alternativos precisamente al status quo del mainstream en el pensamiento económico. Y pueden observarse complementariedades en ambos autores, a pesar de su distinto perfil ideológico (Keynes liberal, Polanyi socialista): la crítica a una economía de mercado que estaba fallando de forma dramática; y la necesidad por liberar al desarrollo económico del poder, cada vez mayor, del capitalismo financiero. Se trata, especialmente para Polanyi, de un capitalismo depredador, que prioriza las finanzas sobre la producción e infiere la privatización de los servicios públicos a precios bajos para hacer frente a las deudas. ¡Nos resulta todo tan familiar!

            Polanyi hablaba, entonces, de economía desincrustada: del desprendimiento de la economía de sus bases sociales y culturales. Y, por tanto, de su alejamiento de la realidad. Un concepto interesante que, sin duda, remite a la noción de economía de Aristóteles y se alinea de manera más directa con David Hume e incluso con el Adam Smith de La teoría de los sentimientos morales (Rasmussen 2018). Una causa central de esa des-incrustación: la financiarización de la economía, acaecida en esa pretendida época dorada de génesis de la primera gran globalización, con el mayor peso de la especulación de activos sobre la producción física. El propio Keynes señaló, en 1944, que los movimientos de capital des-regulados habían sido demasiado peligrosos en el período de entreguerras, de manera que en Bretton Woods propone la inclusión de controles permanentes del capital. Y, atención: tanto internos como externos. Este planteamiento contrasta vivamente con el que el propio Keynes escribió en su memorable libro Consecuencias económicas de la paz, publicado en 1919 a raíz del Tratado de Versalles y tras la polvareda que levantó su hostil alegato contra las excesivas exigencias a Alemania. En ese trabajo, el economista de Cambridge nos ilustra sobre un cierto estado idílico de la Inglaterra pre-bélica, dominante en la City, un paraíso ordenado que facilitaba la pulsión constante de compras y ventas de mercancías mientras los empresarios tomaban plácidamente el té y cerraban negocios por teléfono. Pero recordemos que hasta Joseph Allois Schumpeter, insigne representante de la escuela austríaca –si bien con notables diferencias con Ludwig von Misses y Friedrich Hayek–, propuso, como Ministro de Finanzas (en un corto período: de marzo a octubre de 1919) de la primera república austríaca, un impuesto sobre el capital con la destinación finalista de pagar los gastos de la guerra. A su vez, defendió la creación de un banco central independiente como garante de los movimientos dinerarios y la estabilización de la divisa. ¡Vaya con el austríaco liberal! Qué pocas luces se han trasmitido a esos apóstoles de la austeridad y de la no intervención pública en economía.

Esa preocupación a la que aludíamos, compartida por Polanyi y Keynes, regresó ante la oleada de flujos de capital a corto plazo desde los años 1980: las restricciones en los flujos de capital, que se levantaron con la onda conservadora tras las crisis de 1973 y 1979, se recomendaron de nuevo por algunas voces en el desierto académico, a raíz de la Gran Recesión. La transformación de la economía en ideología o, más bien, en liturgia religiosa, había arrinconado las visiones menos teológicas en el pensamiento económico. Los planes de recuperación con la crisis del coronavirus tendrían que conocer, aunque fuera de manera referencial, algunas de estas ideas-fuerza que se desarrollaron durante los años treinta a raíz de la Gran Depresión y de sus prolegómenos. La superación de la crisis sanitaria, cuando el shock de demanda se haga duramente efectivo, debería pensar en esto también. Porque el pensamiento económico de raíz conservadora seguirá en sus balcones, medios de comunicación, cátedras y fundaciones bien dotadas. La pretensión no será otra que volver al orden liberal tras actuales reclamos insistentes de intervención del sector público en mercados dislocados. Al Estado se le reclama cuando vienen mal dadas; luego, con la recuperación: los mercados. En los ochenta, se reivindicó –con la colaboración entusiástica de Milton Friedman, sus discípulos de Chicago y un contexto político muy propicio– el regreso a esa pretendida estabilidad liberal, que se presentó entonces como una tendencia inevitable hacia una nueva globalización, también con ganadores y perdedores (Polanyi Levitt 2016: 75). Urgirá, entonces, la reedición de relatos que sigan defendiendo las columnas básicas del Estado del Bienestar, con argumentos robustos, observaciones precisas y datos incontrovertibles. Con apuestas claras por fiscalidades progresivas y programas económico-sociales que integren a los más necesitados, que serán muchos.

En tal sentido, debe recordarse que, en aquellos años treinta, pretender el mantenimiento de ese orden liberal que había conducido al fracaso fue la causa principal de la crisis económica desencadenada en 1929 (Bernanke-Harold 1991, Temin 1995, Galbraith 2000). E, igualmente, de la supresión de la democracia, cuando los Estados de Europa se atrincheraron en si mismos, adobados con principios proteccionistas –la receta de siempre– y aislamientos que eludían la colaboración. Esta es una lección más para la Unión Europea actual. La atomización disgrega y empobrece; la complicidad cose iniciativas. En este contexto, son interesantes las ideas de Piketty sobre lo que él denomina “socialismo participativo”, un aspecto que tan sólo apuntamos como corolario. Éste sustentaría su política económica sobre un trípode de fiscalidad progresiva: sobre la propiedad, sobre las herencias y sobre la renta. Pero esto será posible a partir de la gobernanza económica y social: la persecución de acuerdos institucionales para evitar que el capital se concentre de manera ilimitada. Y ese modelo social descansaría sobre dos pilares sustanciales: la propiedad social y el reparto de los derechos de voto en las empresas; y la propiedad temporal y la circulación del capital (Piketty 2019: 1.170 y ss.). El extenso trabajo del economista francés bebe, en estos puntos, de la fuente de Polanyi, en su visión sobre el socialismo democrático –“participativo”, según la acepción de Kari Polanyi, la hija de Karl (Polanyi Levitt 2016: 65 y ss.)–. Un modelo que concibe la economía como la asociación cooperativa de productores, consumidores, comunidades y sindicatos, tomando decisiones sobre sólidos fundamentos estadísticos. Los objetivos eran satisfacer las necesidades humanas y estimular el esfuerzo y el trabajo. Y las palabras de Polanyi, redactadas en 1944, siguen teniendo enorme vigencia (Polanyi Levitt 2016: cita en p. 67)

“Las necesidades y esfuerzos de otro ser humano solo pueden ser comprensibles para nosotros si nos imaginamos en la situación de esta otra persona, logramos sentir y vivir sus necesidades, sus penas, sus esfuerzos, entrar en el interior de su ser”.

Esta puede ser una senda de recuperación; seguro que hay otras. Pero en su búsqueda, la prioridad debería ser la mejora de las sociedades en su conjunto, con una intensa empatía entre naciones y entre colectivos que demasiado a menudo se echa en falta. Tal vez por distintos motivos (para salvar al capitalismo: Keynes; para diseñar una nueva vía hacia un socialismo democrático: Polanyi), economistas y científicos sociales pensaron, sacudidos por las enormes desgracias acaecidas durante la economía de entreguerras, sobre los senderos a recorrer para recuperar la economía por y para el bien común. Ellos, en situaciones difíciles, consiguieron influenciar los cambios que abrieron un sólido período de crecimiento económico y desarrollo humano, a partir de 1945, en las sociedades que más habían padecido las dos guerras mundiales. ¿Se será capaz ahora de hacer lo mismo?

Bibliografía

Bernanke, Ben-James, Harold (1991), “The gold standard, deflation and financial crises in the Great Depression: an international comparison”, en G. Hubbard, Financial markets and financial crises, Chicago University Press.

Camus, Albert (2013), El hombre rebelde, Alianza Editorial.

Eichengreen, Barry (1992), “The origin and nature of the Great Depression”, Economic History Review, XLV, núm. 2.

Galbraith, John Kenneth  (2000), El crac de 1929, Ariel .

Kindlerberger, Charles (1992), Manías, pánicos y cracks, Ariel.

Martín Aceña, Pablo (Dir.) (2013), Pasado y presente. De la Gran Depresión del siglo XX a la Gran Recesión, Fundación BBVA.

Maucourant, Jérôme (2006), Descubrir a Polanyi, Edicions Bellaterra.

Piketty, Thomas (2019), Capital e ideología, Deusto.

Polanyi Levitt, Kari (2016), De la gran transformación a la gran financiarización, Editorial Oriente.

Polanyi, Karl (2007; edición original en 1944), La gran transformación, Traficantes de Sueños.

Polanyi, Karl (2008), Essais, Editions Seuil.

Rasmussen, Denis (2018), El infiel y el profesor, Arpa.

Temin, Peter (1995), Lecciones de la Gran Depresión, Alianza.

Zweig, Stefan (2010), El mundo de ayer, Acantilado.

About Carles Manera

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009); y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011), del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com

2 Comments

  1. Escribidor el abril 9, 2020 a las 11:04 am

    No soy economista, sino médico, por lo que me mantengo muy cercano a lo físico y terrenal.
    Sostengo que la sociedad, y especialmente los adinerados, han perdido el sentido de realidad y pertenencia a lo cercano y cotidiano, lo que les hace olvidar algo elemental: que todo, absolutamente todo su capital; sus negocios; sus empresas; sus transacciones financieras; su ganancia, todo depende de la gente que trabaja para ellos y que usan su cuerpo físico para que las cosas efectivamente se lleven a cabo. La gente importa, y aunque no la vean, existe y hace mover sus empresas y negocios, y sin ella se paraliza todo.
    Esta pandemia ha sacado a la gente de sus lugares de trabajo, y con ello se destruyó la plusvalía, y ha quedado blanco sobre negro que cualquier teoría económica no puede prescindir de los músculos de cada integrante de la sociedad, que deben recibir comida y cuidados para contraerse y apretar los teclados, mover las palancas y hacer lo necesario para que todo siga en marcha.
    No se debe olvidar a la gente, hay que cuidarla, pues está en la base de todo. Seguimos vendiendo nuestro trabajo físico para sobrevivir, como siempre lo hemos hecho: sudor por comida.

    • Benjamin el abril 9, 2020 a las 5:57 pm

      Ahí está el problema, el poner el precio al trabajo. El trabajo de cada persona vale el valor que le demos a las personas, y este puñetero sistema le da el valor a la persona, el mismo, que a una mierda. Y eso es lo que somos, una mierda, hasta que no nos demos cuenta del valor de una persona. Y ese montón de mierda formamos nuestra sociedad. Y mientras no le demos el valor que le corresponde a cada persona ,como persona(indistinta mente si es un albañil, un cuidador, un ejecutivo, un dependiente) no como mierda no dejaremos de ser un estercolero. Y en un estercolero si lo miras de cerca hay de todo, desde algo que aún silba para algo hasta el virus que mate a ese algo.

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