El MIT acaba de publicar un libro que parece destinado a ser importante: Evolution or revolution? Rethinking macroeconomic policy after the Great Recession (MIT Press, Cambridge, 2019). Sus editores: los mediáticos economistas Olivier Blanchard y Lawrence H. Summers. ¿Qué aporta este conjunto de trabajos, discutido en el marco de un encuentro en el Instituto Peterson? En síntesis, dos conclusiones de carácter general: primera, que el sistema financiero es importante y que las crisis financieras probablemente volverán a ocurrir; y segunda, que la economía no siempre se auto-regula, se auto-estabiliza, como muchas veces se presupone. Como, por cierto, suele defender el más acendrado mainstream. Ambas conclusiones se mueven en un escenario en el que es igualmente previsible que las tasas de interés se mantengan bajas. Estos tres factores enunciados tienen –y van a tener, sin duda– implicaciones evidentes para el diseño de políticas de estabilización. De entrada, infieren un reequilibrio de los roles de las políticas monetaria, fiscal y financiera. En otras palabras, cuando las tasas de interés disminuyen de forma relevante, ello acorta a su vez el alcance del uso de la política monetaria (Friedman agota aquí su munición). Y, por tanto, se acrecienta el impacto del uso de la política fiscal (Keynes se vislumbra con otra artillería). Ahora bien, si los indicadores de la política financiera o la regulación que pueda realizarse en el sistema financiero devienen insuficientes frente a nuevas crisis, entonces no es arriesgado pensar en la aplicabilidad de medidas que pueden considerarse más drásticas –como por ejemplo la consecución de mayores déficits fiscales: anatema en estos momentos–, junto a restricciones más estrictas en el sistema financiero. Estas mismas conclusiones, y parecidos argumentos, los habían defendido Blanchard y Summers en otro trabajo con idéntico objetivo, la revisión de la política macroeconómica (ver Nber Working Paper Series: Rethinking stabilization policy: evolution or revolution? Working Paper 24179 http://www.nber.org/papers/w24179, diciembre de 2017).
Las reflexiones que recogen Blanchard y Summers son pertinentes en la situación actual de la economía mundial y, en particular, en Estados Unidos. Con más de 120 meses de crecimiento continuo, gracias en parte a las radicales recetas aplicadas en el inicio de la Gran Recesión –el contraste con Europa es palmario, y se ha recogido en diferentes aportaciones bibliográficas–, existe un peligro evidente por la autocomplacencia. Es este un defecto sustancial de los economistas: ya sucedió a fines de los años 1990 –esos que Josep Stiglitz bautizó también como felices–, cuando los indicadores de paro, inflación y crecimiento se hallaban en plácidos escenarios de confort, y Alan Greenspan presumía de un crecimiento estable y robusto, incapaz de generar crisis; mientras tanto, insignes Premios Nobel aventuraban que los ciclos económicos ya se habían acabado. La arrogancia intelectual de muchos economistas no tiene límites, y su olvido de las enseñanzas de la historia económica les imbuye de un adanismo en sus preceptos que sólo tiene, como se ha demostrado siempre, un final previsible: la equivocación obstinada, el error reiterado, y, por consiguiente, la penalidad de miles de personas ante las políticas desplegadas en función de diagnósticos distorsionados. De ahí que resultaría muy útil que el mainstream, que bucea de nuevo en aguas tranquilas a partir de las magnitudes americanas en esos últimos ciento veinte meses, pensara que las tormentas pueden aparecer a pesar de la aparente climatología favorable. El economista no puede seguir creyendo que en economía existen leyes que se cumplen indefectiblemente. Ni debería asimilar que los mercados se regulan solos o que las decisiones que se toman por parte de los agentes económicos son siempre racionales; básicamente porque la historia económica lo desmiente. La formalización matemática de todo eso no le aporta necesariamente mayor ciencia a la economía: estamos ya prevenidos hacia multitud de trabajos elegantemente presentados, con una copiosa batería de ecuaciones, que se enfrentan tozudamente a realidades que transgreden por completo los resultados de esos modelos. La aplicación de las políticas de austeridad en Europa es un ejemplo al respecto.
En ese contexto, la economía real ha estado marcada por una política monetaria expansiva –con diferentes procesos de QE– y, en paralelo, se han producido igualmente actuaciones en política fiscal. El estímulo fiscal ha tenido consecuencias muy limitadas en la inflación, contrariamente a lo que muchas veces se auguraba; de hecho, las expectativas del mercado son de menos del 2% de inflación en Estados Unidos, mientras en la zona euro y en Japón ese indicador se mantiene por debajo del objetivo del 2%, con pocos indicios de que éste se alcance en el corto plazo. Inflación débil que, en alguna coyuntura, se desliza hacia la deflación: mal asunto. Se detecta aquí un problema de demanda, que a su vez se correlaciona con salarios ajustados. Para Blanchard y Summers, “cuando las tasas son positivas pero cercanas a cero, el riesgo de que una desaceleración en la demanda pueda llevar a la economía a un límite inferior de cero hará que los hogares y las empresas se preocupen, lo que llevará a una demanda aún más baja y una mayor probabilidad de (problemas) en la economía”. Bienvenidos al club –de la reivindicación de la demanda– de quienes preconizaban que la corrección drástica de déficits –con la contracción importante de la inversión pública– sería harto beneficiosa para la macroeconomía: lo dijo Blanchard en su momento. Pero los números demostraron justamente lo contrario. Y, como se decía anteriormente, las obstinaciones se volvían errores mayúsculos y socialmente muy costosos. Esto no es óbice para que se produzcan correcciones del propio Blanchard, que cabe valorar. En efecto, la tesis de la importancia del gasto público como palanca de crecimiento –un anatema para economistas mainstream– ha sido refrendada, curiosamente, por el mismo FMI, inmerso en continuas contradicciones en las declaraciones de sus dirigentes y en los informes técnicos de sus expertos. Así, los análisis del Fondo estimaban que por cada punto de ajuste fiscal –en suma, de recorte en el gasto público– en los países desarrollados, el PIB se contraía 0,5 puntos[1]: un multiplicador, por tanto, muy bajo, de manera que esto de alguna forma bendecía las políticas de austeridad. Pero el estudio de Olivier Blanchard y Daniel Leigh de 2013 (siendo Blanchard economista jefe del FMI), revisó en profundidad los cálculos primigenios de la institución estableciendo nuevos multiplicadores. La transcendencia de esta aportación (Blanchard-Leigh, 2013), de una encomiable honestidad intelectual y sustentada sobre más de treinta investigaciones realizadas entre 2008 y 2012, se concreta en unos puntos esenciales, que se repiten en el libro de 2019, firmado junto a Summers:
- En fases de depresión y de trampas de liquidez (tipos de interés cercanos al cero, con poco margen pues para la política monetaria), el multiplicador fiscal puede superar con creces la unidad.
- Se establece una horquilla que sitúa los multiplicadores, según los países considerados, entre 0,9 y 1,7 puntos porcentuales, con lo que se concluye que los efectos de las políticas de austeridad han resultado mucho más negativas de lo esperado y explicaría, entre otros elementos, los fallos de cálculo de las instituciones y, a su vez, el crecimiento notable de la desigualdad.
- Un recetario único no es asumible por todos los países por igual; así, deben tenerse en cuenta las características de cada uno de ellos y de sus diferentes realidades. El cuestionamiento de la aplicación de una plantilla común que no distinga factores particulares subyace en esta revisión.
- Urgen diagnósticos más rigurosos de la realidad económica, toda vez que los errores han supuesto la adopción de políticas económicas muy duras sobre todo en los países del sur de Europa, con resultados negativos para su cohesión social.
Por tanto, elevar el multiplicador según las nuevas estimaciones del FMI (recuérdense: del 0,5 al 0,9-1,7) alimentó la austeridad fiscal, habida cuenta que los efectos sobre el crecimiento del PIB pueden ser perversos: por la disminución de los ingresos públicos y por mayores gastos de los estabilizadores automáticos. Ante esto, una contribución de J. Bradford DeLong y Lawrence H. Summers aboga por la expansión fiscal precisamente para capacitar la financiación de la deuda y, a su vez, reducir el déficit (DeLong-Summers, 2012). Estos autores defienden el incremento transitorio del gasto público para recuperar la economía, ante el agotamiento de las herramientas tradicionales en la política monetaria. Sin embargo, la prudencia guía ahora los escritos de los economistas, tras la fe de erratas de Blanchard. Y esa cautela para criticar los fallos, que se matizan una y otra vez, del FMI, solía ser implacable certeza por el mainstream en su práctica totalidad cuando la institución defendía, a capa y espada y con escaso soporte –que ha reconocido el propio Blanchard– que la transcendencia de los recortes era menor –un 0,5 de incidencia sobre el PIB– para la evolución del crecimiento. Vemos por tanto que el reciente estudio compilatorio de Blanchard y Summers lo que está haciendo es, de alguna forma, reivindicar sus investigaciones previas –desde 2013–, revisando preceptos casi sagrados de la macroeconomía.
En efecto, ambos autores son vehementes: a pesar de las políticas macroeconómicas, la producción aún está por debajo del potencial, al menos en la zona del euro y en Japón. Estos hechos –indican Blanchard y Summers– llevan a la inevitable conclusión de que la política fiscal tendrá que desempeñar un papel mucho más importante en el futuro que el que ha tenido en el pasado inmediato. Y ello con una mayor laxitud en los déficits: éstos pueden ayudar a reducir o eliminar la brecha de producción, de forma que los beneficios pueden exceder a los costes. Ante todo esto: ¿evolución o revolución?, se plantean Blanchard y Summers. La disyuntiva se puede decantar a partir de una lectura objetiva, señalan, de las condiciones económicas. Tanto durante la Gran Depresión como en la década inflacionista de los años 1970, se introdujeron cambios relevantes que, a su vez, transformaron el pensamiento macroeconómico. Esto, a juzgar por los autores, contrasta con las respuestas conocidas desde la Gran Recesión; en tal sentido, es cada vez más probable que en los próximos años asistamos a una combinación de tasas de interés bajas y el resurgimiento de la política fiscal como herramienta de estabilización primaria ante las dificultades para alcanzar los objetivos de inflación. Todo esto, concluyen Blanchard y Summers, infiere cambios importantes en nuestra comprensión de la macroeconomía y en los juicios de políticas sobre cómo lograr el mejor resultado. Nos congratulamos de la aportación de estos dos insignes economistas, divulgada en una plataforma tan significativa como el MIT. Pero debe advertirse que tales posiciones ya habían sido defendidas, mucho antes, por otros economistas desde postulados alejados de la filosofía básica del mainstream, poniendo justamente uno de los focos de atención en los salarios y en su evolución.
En efecto, la Gran Recesión ha supuesto crecimientos débiles en los salarios en las economías desarrolladas: de un 3 por ciento en 2007 a 1,2 por ciento en 2011, con tendencia al mantenimiento o depreciación en años posteriores[2]. En el caso de Alemania, que marca la pauta europea, las cifras son elocuentes: desde 1991 se observa un incremento sostenido de la productividad laboral por ocupado que es superior a la evolución salarial, estática e incluso decreciente desde 2001. En 2013, los salarios aumentaron un 2,2 por ciento, mientras en 2011 habían crecido un 3,3 por ciento[3]. Una situación similar se aprecia en Estados Unidos: la productividad despega muy por encima de la compensación salarial por hora desde los años 1980, tras el análisis de una serie muy robusta que se inicia en 1948[4]. En síntesis, por tanto, el crecimiento de los salarios se encuentra por detrás del aumento de la productividad en los países más avanzados. Según la OIT, sobre la base de 36 naciones, la productividad laboral promedio creció, desde 1999, en más de dos veces los salarios promedio en las economías desarrolladas[5]. Las consecuencias de este hecho sobre la demanda agregada infieren un agravamiento de la crisis –por la falta de pulsión del consumo– y la caída de los precios: algo que Blanchard y Summers nos recuerdan en 2019.
Los aspectos financieros son recogidos con menos entusiasmo por los autores citados. Pero son transcendentales para la confección de la arquitectura macroeconómica. Por ejemplo, los problemas de la deuda soberana en la Europa del sur, que obedece, esencialmente, a los desequilibrios existentes entre la más desarrollada y la periférica. El motivo parece claro: los países del sur –y también los periféricos europeos– han ido incrementando su deuda a medida que perdían competitividad en relación con el norte. Esta situación ha amenazado la liquidez y la solvencia de todo el sistema bancario europeo, toda vez que los bancos del norte han intervenido de forma extensa en la financiación de bancos y economías del sur. En otras palabras: la crisis de deuda ha cedido paso a un grave problema bancario, por lo que las medidas adoptadas desde 2010 se dirigen, exclusivamente, a estabilizar los mercados financieros y en ayudar a la banca (Lapavitsas et alter, 2011).
Este apoyo casi incondicional a los bancos ha ido acompañado de políticas de austeridad, ya descritas. Éstas presionan sobre la reducción del gasto público, de forma que junto a la contracción salarial y la masiva asignación de recursos a los mercados financieros, la demanda se resentirá. La austeridad marca una evolución económica frágil en los países del sur, con crecimientos muy vagos que impiden una corrección positiva en sus mercados de trabajo. La creación de empleo va a ser –está ya siendo– de baja calidad, con sueldos bajos, con una gran temporalidad y, por tanto, suponen una menor capacidad de consumo, de cotización tributaria y de capacidad económica total. Ello explica que la deuda siga creciendo, a pesar de los recortes: estamos ante una retroalimentación que incrementa los saldos negativos de la periferia europea, mientras las instituciones del norte se empecinan en seguir con el mismo recetario extremo que está portando a esta situación tan delicada. El volumen de deuda del sur puede llegar a ser inasumible, de forma que se ha llegado a plantear el tema de un posible impago e, incluso, de la salida de la zona euro por parte de países del sur y de la necesidad de repensar la globalización (Lapavitsas et alter, 2011; Montebourg, 2011; Otte, 2011).
El economista Costa Lapavitsas ha aportado pruebas de la inconsistencia del actual proyecto europeo, a partir de los graves problemas de las deudas soberanas de los países del sur. Desde una óptica que se califica como de “europeísmo crítico”, desgrana tres posibles escenarios de futuro (Lapavitsas, 2013):
- La austeridad, programa marcado por los dirigentes europeos y por las principales instituciones económicas. Las políticas económicas derivadas surgen de diagnósticos erráticos –rememórese tan sólo un factor: la culpabilidad total que se da a la economía pública de la situación de desequilibrios económicos– y suponen un sacrificio social de primera magnitud que recorta derechos, prestaciones y salarios.
- Reforma de la eurozona, a partir de una unión política y fiscal que, además, supusiera un cambio en las funciones del BCE orientándolas al fomento del empleo y al crecimiento económico, más que a la estabilidad de los precios. El BCE, con organismos específicos –Lapavitsas habla de una Oficina de Deuda Pública–, tendría que coordinar la emisión de deuda de cada Estado, hecho que contribuiría a evitar las especulaciones monetarias.
- El impago de la deuda por parte de los países del sur, y su posterior salida de la moneda única. Esto se debería complementar con la reestructuración de la deuda internacional, la nacionalización bancaria que asegurara los depósitos y aflojara las condiciones del crédito, y un control sobre los movimientos de capital para evitar su salida y proteger así al sistema bancario del país. La intervención pública sería, al mismo tiempo, indispensable para proteger áreas clave de la estructura económica, como los transportes o la energía, que pudieran verse afectadas por el abandono de la eurozona.
Además, otro aspecto merece ser destacado: los bancos son ahora más grandes que antes de la crisis –según Jeff Madrick– y las primas enormes que empujan a los banqueros a correr riesgos imprudentes sigue siendo la norma. Madrick denuncia un sistema financiero desregulado y una élite económica corrupta en Estados Unidos; y paradójicamente no piensa que los problemas de deuda sean tan graves ahora. La gran dificultad es el bajo crecimiento económico y la adopción de políticas de recortes presupuestarios en un momento nada indicado (Madrick, 2011). Para Robert Shiller, no se ha aprendido ninguna lección, hasta el punto que advierte que la crisis puede volver a producirse. Esta es también la posición de Walden Bello, en un reciente trabajo (https://ctxt.es/es/20190619/). El sistema bancario no ha aumentado sus ratios de capital, la bolsa está en cotizaciones insostenibles y no se ha hecho casi nada para regular las instituciones financieras no bancarias. De hecho, Bank of America, Citigroup, Goldman Sachs, JP Morgan, Chase, Morgan Stanley y Wells Fargo dominan la banca de Estados Unidos; están garantizados por el contribuyente, de manera que esto crea incentivos para más excesos, como el nuevo repunte de las hipotecas basura. Las operaciones bancarias en la sombra (servicios de inversiones y préstamos de instituciones financieras que actúan como bancos, pero con menos controles) subieron de 59 billones a 71 billones de euros entre 2008 y 2013, de forma que se detectan pautas de endeudamiento similares a las conocidas antes de la crisis[6]:
- Exceso de confianza en los mercados de capital a corto plazo (esta fue la causa de la caída del prestador hipotecario Northern Rock, de los bancos islandeses y de Lehman Brothers).
- La internacionalización del yuan abre nuevas posibilidades a las inversiones extranjeras en China, y ello aumenta los riesgos de la economía mundial ante la posible vulnerabilidad del sector bancario chino. El total del crédito interno en China ha crecido de forma enorme, de 9 billones a 23 billones entre 2008 y 2013.
- Según la investigación de Walden Bello, los bancos estadounidenses poseen, en 2019, 157 billones de dólares en derivados, aproximadamente el doble del PIB mundial. Esto es un 12% más de lo que tenían al comienzo de la crisis de 2008.
En relación a la eurozona, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff (Reinhart-Rogoff, 2013) han expuesto que la experiencia histórica demuestra que es imposible crecer y reducir deuda aplicando austeridad y paciencia. La deuda, señalan, se ha contraído siempre mediante la inflación y la reestructuración. En concreto, exponen, a partir de la historia económica, las formas de pagar la deuda[7]:
- Con más inflación, hecho que reduce el valor de la deuda. El tema choca con los planteamientos del BCE, que centra sus actuaciones en alcanzar una inflación del 2%, a pesar de las evidentes preocupaciones de Mario Draghi. La exigencia debería ser que, en efecto, el BCE cumpla sus cometidos, toda vez que los precios están ahora mismo por debajo de ese 2%; pero se sigue exigiendo austeridad, con lo que la deflación no se corregirá y el pago de la deuda será más difícil. Blanchard y Summers, recuérdese, abogan por estimular precisamente los precios –el consumo– a partir de la expansión de la política fiscal.
- Gobiernos europeos y el BCE deberían obligar a bancos y empresas –y consorcios que negocian fondos de pensiones– a comprar deuda pública por debajo de su valor y, a la vez, regular los movimientos de capitales para evitar su fuga.
- Mayor crecimiento económico, que debería ser muy superior al alcanzado por la eurozona en los últimos años. La consecuencia de esto va a ser el aumento de los déficits públicos –si se mantienen políticas de bienestar y los estabilizadores automáticos– y de la deuda.
Una
conclusión se desprende de todos estos datos: las instituciones económicas
deberían haber aprovechado la crisis para fijar unas normas globales sobre el
capital, y marcar reglas claras sobre los pasivos que poseen los bancos y las
entidades financieras. En tal sentido, los compromisos del presidente Obama
cuando ganó las elecciones fueron claros: por un lado, garantizar que el
crecimiento económico no volviera a basarse en una expansión de deuda, una
burbuja de vivienda y un déficit financiado externamente; por otro, rediseñar
el sistema financiero para combatir la especulación, restablecer medidas
fuertes de regulación y exigir ratios mucho más drásticos de capital. Ambos
aspectos siguen, todavía, sin cumplirse. Y resultará muy complicado con Donald
Trump como presidente de Estados Unidos y con la perseverancia del mainstream en mantenerse firme en sus
postulados canónicos. El libro de Blanchard y Summers puede ayudar; pero sería
injusto no recordar que otros economistas llevan tiempo advirtiendo de los
fallos erráticos de la macroeconomía, enfatizando el peligro de una nueva
crisis si no existen cambios importantes en el sistema financiero.
Bibliografía
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[1] Fondo Monetario Internacional, World Economic Outlook, octubre de 2008 y octubre de 2010.
[2] Organización Internacional del Trabajo (OIT), Informe Mundial sobre Salarios 2012/2013. Los salarios y el crecimiento equitativo; véase en http://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/—dgreports/—dcomm/documents/publication/wcms_195244.pdf.
[3]https://www.destatis.de/EN/FactsFigures/NationalEconomyEnvironment/NationalAccounts/DomesticProduct/Tables/LabourProductivityAverageWages_PerCapita.html, Statistisches Bundesamt.
[4] Bureau of Economics Analysis U.S. Department of Commerce, http://www.bea.gov/national/index.htm.; Bureau of Labour Statistics, http://www.bls.gov/cps/.
[5] Organización Internacional del Trabajo (OIT), Informe Mundial sobre Salarios 2012/2013. Los salarios y el crecimiento equitativo; véase en http://www.ilo.org/wcmsp5/groups/public/—dgreports/—dcomm/documents/publication/wcms_195244.pdf..
[6] Véase: http://www.nytimes.com/2013/12/19/opinion/gordon-brown-stumbling-toward-the-next-crash.html?_r=0.
[7] http://www.cepr.org/pubs/dps/DP9750#. DP9750: Financial and Sovereign Debt Crises: Some Lessons Learned and Those Forgotten. En un interesante artículo, Guillermo De la Dehesa (De la Dehesa, 2014) plantea soluciones posibles para la deuda de la eurozona. Una se centra en la mutualización de parte de la deuda, la que supere el 60% del PIB de los países. Toda esa deuda pasaría a un fondo europeo de redención de la deuda, financiado con la emisión de “euroletras” con garantía de los Estados, y con contribuciones del Mecanismo de Estabilidad Europea. La segunda se basa en una reestructuración de la deuda, a partir de un programa denominado PADRE, que debería hacerse a partir del BCE y que exigiría compromisos decididos de carácter político por parte de los Estados. Este trabajo que invoca De la Dehesa, fue presentado por Pierre Paris y Charles Wyplosz: http://eml.berkeley.edu/users/eichengr/bellagio/padre.pdf.
Extraordinario articulo, que ilumina el escenario de la noria y el burro, que representa el neoliberalismo, dando vueltas.