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Encadenemos de nuevo a Prometeo

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Ante el Foro de Davos

 El capitalismo que hay que cambiar desde otro modelo energético

Prometeo, icono de la mitología clásica, liberó el fuego a los hombres. Éstos dispusieron por primera vez, y gracias a la acción del coloso, de un impulso energético, compulsivo, imparable, que les hizo no depender de manera exclusiva de las fuerzas de la naturaleza. El concurso del fuego era el poder, la capacidad de alterar el orden de las cosas, de superar situaciones estacionarias. Era emular a los dioses. Y Prometeo fue severamente juzgado y condenado por ello: Zeus lo ató con gruesas cadenas e, inmovilizado, su hígado era picoteado día tras día por un águila, infringiendo un dolor insoportable y un estado de postración secular al gigante. El desencadenamiento de Prometeo, la ruptura de las cadenas que obligaban a la parálisis, fue siempre un deseo perseguido: era la forma de volver a orígenes más dinámicos, más activos, más desestabilizadores. Al fin y al cabo, Prometeo no había hecho más que proporcionar a los hombres lo que sólo era patrimonio divino: la iniciativa radical de los cambios. Craso error, que tuvo su dolorosa respuesta.

En economía, sólo vemos al Prometeo épico, el generoso dador del fuego. No intuimos, hasta hace poco, castigo alguno. David Landes utilizó este mito para explicar, de manera magistral, los procesos de industrialización: su libro clásico, bajo el título ya elocuente de Unbound Prometeus, enfatizaba la liberación de los hombres en cuanto a los límites de las economías orgánicas, ubicaba la tecnología y la energía derivada del carbón en el centro medular del cambio económico y aportaba el avance imbatible del crecimiento, sustentado sobre estas tecnosferas disruptivas y, también, sobre una cultura occidental más proclive al cambio económico que la asiática, a partir de una asunción de los principios weberianos. El fuego volvía a los hombres. A los occidentales. Prometeo, para Landes, había roto una vez más las cadenas amortiguadoras. El crecimiento despegaba, ya liberado de las losas limitantes del viento, del agua, de la sangre, de las bajas productividades, de la idea de la economía como una ciencia “lúgubre” –en palabras del gran poeta Carlyle–: se iniciaba así una etapa de progreso y riqueza, que rechazaba los condicionantes precedentes, prácticamente estacionarios, tal como habían preconizado los economistas clásicos desde Adam Smith, Thomas Malthus y David Ricardo.

A partir del pensamiento neoclásico en economía –con Stanley Jevons hasta Alfred Marshall–, esa noción de crecimiento incesante en un “mundo vacío” –según la acepción de Herman Daly– se ha acrecentado: no hay más límites que los que determina el propio mercado, y la naturaleza, antaño dominadora, es ahora un subsistema de la economía. Ha pasado a ser dominada por la fuerza del hombre, de su conocimiento, de su tecnología, amparado todo ello en la física newtoniana de la que se aprende a formular “leyes” y a analizar la realidad social y económica con ópticas atomísticas, con las matemáticas como gran herramienta –algo esencial–, aunque muchas veces se convierten en un fin en sí mismas. Pero he aquí que esa acción prometeica se ha extremado en el curso de la más reciente historia económica: el fuego es tan poderoso como destructor, proporciona energía pero a la vez quema, arrasa. Y, en la actualidad, el sistema económico no funciona tal y como está establecido desde esa increíble transformación tecnológica y energética. Existen constricciones importantes al avance del capitalismo en sus parámetros actuales: límites de recursos naturales, cambio climático, retos demográficos, índices de desigualdad, factores, todos ellos, que infieren dificultades al mantenimiento del propio sistema. Y no sólo de éste: del propio planeta. Los datos del PIB son elocuentes en este punto: la economía mundial pierde fuelle, según las cifras más recientes del FMI y del Banco Mundial. Existe estancamiento en los crecimientos europeo y japonés, un avance más claro en Estados Unidos y Canadá, el retroceso de China en relación a sus magnitudes de hace diez años y los mayores empujes de India y del continente africano en su conjunto (si bien con enormes disparidades en este caso).

El agregado planetario manifiesta un crecimiento positivo, pero alejado de las variables conocidas en décadas precedentes. El sistema tiene problemas de reproducción en el contexto social existente. Éstos generan, a su vez, descontentos evidentes en distintas partes del mundo: protestas que abrazan desde Hong Kong hasta Francia, Inglaterra, Italia, Alemania, incluso Estados Unidos, en grados distintos en función de los colectivos implicados. Protestas que, además, están protagonizadas no sólo por las capas más vulnerables de la población. También las clases medias devaluadas se apuntan a ese mosaico de la reivindicación, a pesar de que esto alimenta, a su vez, el surgimiento de neofascismos vinculados a actitudes populistas, tal y como ha demostrado Federico Finchelstein (Del fascismo al populismo en la Historia, Taurus, 2018). Esta reivindicación se sustenta sobre la preservación de las conquistas del Estado del Bienestar –pensiones, salarios dignos, servicios universales, contratos laborales razonables–, algo que parecía ya dado e inamovible, pero que se ha advertido que tiene fragilidades tangibles. Las nuevas corrientes neofascistas son marcadamente neoliberales en sus postulados económicos: una visión perversa de lo público frente a la apuesta por la liberalización total de los mercados, una diferencia substancial en relación a los fascismos y al nazismo de los años treinta, con enorme presencia del sector público en la economía. Pero hay nuevas adiciones: la lucha por el medio ambiente, contra el cambio del clima, por la igualdad de género, frente a la destrucción del planeta, por la reducción de la desigualdad entre personas y naciones. Prometeo ha hecho estragos.

            Esta agenda de combate político es holística, transversal. La segmentación que puede deducirse de sus distintas partes –laboral, social, económica, ecológica– se acaba unificando en un hilo conductor, que aboga por el mantenimiento digno de la especie. En tal sentido, el sistema económico capitalista, que genera riqueza, tiene en ésta última un germen de destrucción: esa riqueza provoca mayor contaminación, mayor desigualdad, mayor contradicción. Pérdidas de biodiversidad, polución de suelos fértiles, degradaciones sociales, incremento de emisiones, son factores que tienen una pareja de baile: la riqueza. Es la riqueza lo que genera todo esto, no la pobreza.

            Los datos en tal sentido son meridianos: para el período 1998-2013, tres millones de norteamericanos ricos produjeron, cada uno de ellos, una media de 318 toneladas anuales de emisiones de CO2. La media del mundo era de 6 toneladas. El 1% de los norteamericanos más ricos generó el 2,5% de los gases de efecto invernadero…de todo el planeta. En paralelo, el 10% de los hogares más ricos del mundo aportó el 45% de todas las emisiones. Estos números provienen de un reciente estudio de Lucas Chancel y Thomas Piketty (“Carbon and inequality: from Kyoto to Paris”, París School of Economics, 2015; ver también el último trabajo del Club de Roma: Come on!, 2019). Chancel y Piketty defienden la necesidad de regular estos importantes desequilibrios. El reciente libro de Branko Milanovic (Capitalism alone, Harvard University Press, 2019) va en una dirección similar, que comparte a su vez con la última entrega del propio Piketty (Capital e ideología, Deusto, 2019) y de Joseph Stiglitz (Capitalismo progresista, Taurus, 2020), con un mensaje claro y común: sólo con buenas palabras, con buenas intenciones, sin la intervención de una política económica pública efectiva, no se podrán corregir las grandes dislocaciones del sistema económico.

            Es importante tener en cuenta, en este punto, que se trata de reformar el capitalismo –Stiglitz nos habla de un capitalismo “progresista”, y lo justifica atendiendo a las reformas de calado que necesita–, preservando las conquistas sociales y económicas y encarando los nuevos retos que se presentan, protagonizados de manera esencial por los impactos ecológicos del crecimiento. El capitalismo no está agonizante, como a veces se afirma (los trabajos de David Harvey, Samir Amin, Giovanni Arrighi e Immanuel Wallerstein, digamos que ya clásicos, están en esa tesis). Por el contrario, tiene enormes capacidades de mutación para seguir auto-reproduciéndose (como indican Rolando Astarita y Anwar Shaikh en sus investigaciones más recientes, aunque con perspectivas distintas). Ese proceso de cambio hace pensar en una nueva “gran transformación” en el sentido que propuso Karl Polanyi en 1944. Recuérdese: que el avance de la economía liberal, en el momento en que escribía Polanyi, auspiciado por las revoluciones industriales sustentadas en nuevos vectores energéticos –carbón, petróleo– provocaba enormes dislocaciones sociales y ambientales. ¿Nos hallamos ahora mismo en esta encrucijada? ¿Debemos repensar el capitalismo? Probablemente. Por varios motivos, siendo uno de los más relevantes la necesidad de un cambio crucial en el modelo energético.

Estamos ante lo que se ha denominado “cambio climático antropogénico”, concepto que ya tiene un gran consenso científico (sobre esto: John Cook et alter, “Consensus on consensus: a synthesis of consensus estimates on human-caused global warming”, Environ. Res. Lett. 11 048002; https://iopscience.iop.org/article/10.1088/1748-9326/11/4/048002/pdf, 2016). En tal sentido, la investigación de dos físicos de la Escuela Politécnica de Zurich, Mark Huber y Reto Knutti, han demostrado –a partir de un análisis de los flujos energéticos de la Tierra y su relación con la evolución de la temperatura– que el 75% del cambio climático acaecido en los últimos sesenta años procede del crecimiento económico, de la actividad humana (“Anthropogenic and natural warming inferred from changes in Earth’s energy balance”, Nature Geoscience, 5, https://www.nature.com/articles/ngeo1327, 2012). Los datos más recientes disponibles de la Organización Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos –una institución a la que deberían escuchar los asesores de Trump–, arrojan un resultado incontrovertible, sustentado sobre análisis de series históricas: el CO2 aumentó un 14% entre 1765 y 1965, cifra que se ha disparado hasta casi el 28% entre ese último año y 2018 (véase: https://www.globalchange.gov/browse/indicators/indicator-atmospheric-carbon-dioxide).

            La causa central de esta situación radica en la energía utilizada para el desarrollo capitalista entre 1780 y la actualidad, basada en combustibles fósiles; y en las pautas de consumo existentes. El fuego prometeico. La urgencia en cambiar el modelo energético es crucial: las nuevas revoluciones industriales que se preconizan y teorizan –ya se habla hasta de una quinta revolución industrial– se edifican sobre transformaciones en los sectores productivos, con predominio de los productos derivados de la nanotecnología, el internet de las cosas y la robótica. Estas son, con algunos matices internos, las tesis que defienden Jeremy Ryfkin (tercera revolución industrial) y Klaus Schwab (cuarta revolución industrial), con diferencias sustanciales en el modelo energético: Ryfkin lo ve descentralizado, a partir de baterías de hidrógeno y de una mayor autonomía individual; Schwab lo interpreta más centralizado, sin opciones a la autogestión. Pero, en ambos casos, la ecuación que no se resuelve es: ¿cómo realizar la transición hacia otra path energética, cuando en ambos casos el concurso de los combustibles fósiles seguirá siendo determinante?

            Los grandes procesos de transformación requieren de costes de transición. Ahora bien, éstos pueden suponer beneficios en el medio y largo plazo, si atendemos a las prospectivas que se están realizando. La actual pauta energética puede generar una contracción del PIB cercana al 25% hacia el año 2100, en el caso de que la temperatura se mantenga estable a los niveles actuales; pero un incremento de la misma aumentará a su vez ese porcentaje de pérdida de riqueza agregada. Esta tesis se ha publicado en Nature (núm. 557: https://www.nature.com/articles/s41586-018-0071-9, 2018) por Marshall Burke, W. Matthew Davis y Noah S. Diffenbaugh. Para estos autores, los costes de transición que se deberían aplicar serían inferiores a los beneficios que se obtendrían: un ahorro estimado en cerca de 20 billones de euros si se disminuyera medio grado –de 2 a 1,5– la temperatura del planeta.

            Estos costes de transición deberían canalizarse, se asevera, hacia la inversión en energías renovables: lo que se ha bautizado como el New Green Deal, émulo del original rooseveltiano. Se ha hablado de la urgente canalización de recursos económicos hacia ese gran ámbito productivo. Sin embargo, las alternativas que se plantean también tienen problemas de sostenibilidad. En un novedoso trabajo publicado por el Club de Roma, Antonio Valero ha señalado que existen límites materiales para las energías limpias, para la movilidad alternativa, para la digitalización, para la alimentación (“Materiales: más allá del cambio climático”, Come on!, Deusto, 2019). Los elementos escasos como neodimio, disprosio, indio, galio, selenio, teluro, cadmio, esenciales para las energías renovables, son escasos en la naturaleza. A todo esto, cabe tener en cuenta que la construcción de baterías para almacenar energía –la tesis central de Ryfkin–, impone una alta demanda de litio, cobalto, grafito, manganeso, níquel y aluminio, que son igualmente poco frecuentes. En otras palabras: a los límites de los propios vectores energéticos más primarios –los combustibles fósiles–, se suma la constricción de algunos metales básicos para la génesis de infraestructuras energéticas alternativas o de productos de consumo de fabricación distinta y más sostenibles, como los coches eléctricos. El reto tecnológico es inmenso, y su relación con otra forma de consumir se traduce en una agenda clave para el futuro inmediato. Lo material acaba por limitar el propio desarrollo del capitalismo: el fuego de Prometeo no se aviva en la dimensión que se esperaba, y los procesos económicos están regidos por la segunda ley de la termodinámica, un principio que nadie, absolutamente nadie, puede abolir. Y que aboca ahora a un “mundo lleno” de residuos y “vacío” de recursos, siguiendo la terminología de Daly. No estamos hablando de un problema de costes: la energía solar es la más barata para procurar energía alternativa, incluso en Estados Unidos. Así las cosas, los propios mercados financieros consideran la electricidad que proviene del carbón como activos ya amortizados… ¡en Estados Unidos! Los problemas provienen, como decíamos antes, de los límites materiales.

            El Foro de Davos, palestra de medidas mainstream por antonomasia, se plantea en la presente edición de 2020 la cuestión de repensar el capitalismo. El tema ya forma parte del nuevo pensamiento económico instalado en las instituciones más ortodoxas. El temor a una degradación planetaria, de dimensiones inconmensurables, está promoviendo reacciones al respecto. Las cúpulas de los think tank conservadores y liberales están ya asimilando que el problema de la escasez de recursos energéticos, de la falta de esenciales metales diversos y de los efectos de la contaminación y del cambio climático, no son renglones que atañen únicamente a movimientos alternativos o las escuelas económicas heterodoxas. La ciencia está demostrando, día a día, que la situación de emergencia climática es real y no constituye un invento interesado. Sólo los necios defienden lo contrario. De ahí que se alcen voces nada sospechosas para llamar la atención sobre la urgente necesidad en proponer otras rutas de crecimiento, con un objetivo medular: consolidar la reproducción del propio sistema.

Para ello, se piensa en correctivos que provienen de la propia economía, mecanismos de mitigación que corrijan externalidades. Urge encadenar a Prometeo. Y esto pasa, entre otras posibles medidas, por hacer más costosas las emisiones de gases de efecto invernadero, un objetivo básico que afecta a empresas y hogares. Pero, ¿cuál es el precio de las emisiones? Este interrogante está obteniendo respuestas del Fondo Monetario Internacional, lo cual proporciona una idea fehaciente de la inquietud existente entre los economistas mainstream. Según el FMI, las emisiones de CO2 se deberían situar entre 45 y 90 dólares por tonelada en el horizonte 2030: el de la Agenda de las Naciones Unidas. Un precio medio entorno a unos 70 dólares por tonelada para los países del G-20 limitaría el calentamiento global por debajo de la frontera de 2 grados (sobre todo esto: Joseph Stiglitz-Nicholas Stern et alter, Report of the high-level comission on carbon prices, https://static1.squarespace.com/static/54ff9c5ce4b0a53decccfb4c/t/59b7f2409f8dce5316811916/1505227332748/CarbonPricing_FullReport.pdf, 2017; Fondo Monetario Internacional, Fiscal Monitor: how to mitigate climate change, https://www.imf.org/en/Publications/FM/Issues/2019/09/12/fiscal-monitor-october-2019, 2019. Un mayor desarrollo en Roser Ferrer, “¿Cómo actuar ante el cambio climático? Acciones y políticas para mitigarlo”, CaixaBank Research, noviembre de 2019).

¿Será suficiente con medidas estrictamente crematísticas? Probablemente no. La ciencia económica, y no sólo ella, deberá imponerse líneas de investigación colaborativas con otras ciencias, en clave holística, para repensar modelos de crecimiento que sean compatibles con una moderación en los consumos que sean excesivamente lesivos con el entorno, mejoras tecnológicas con énfasis preciso en los campos energéticos, reestructuración de los sistemas financieros, políticas de inversión que abracen la preservación de los servicios, en definitiva, una nueva agenda de trabajo para un sistema económico que se encuentra en la encrucijada básica de los materiales y de los vectores de la energía convencional. Estos temas, de forma directa o colateral, se comentarán en el Foro de Davos. Porque, en suma, de lo que se trata es de encadenar, nuevamente, a Prometeo. Para recordarle que el castigo no será ya un águila devoradora de su hígado, sino el arrasamiento del planeta si no se ponen remedios con celeridad y convicción.

About Carles Manera

Catedrático de Historia e Instituciones Económicas, en el departamento de Economía Aplicada de la Universitat de les Illes Balears. Doctor en Historia por la Universitat de les Illes Balears y doctor en Ciencias Económicas por la Universitat de Barcelona. Consejero del Banco de España. Consejero de Economía, Hacienda e Innovación (desde julio de 2007 hasta septiembre de 2009); y Consejero de Economía y Hacienda (desde septiembre de 2009 hasta junio de 2011), del Govern de les Illes Balears. Presidente del Consejo Económico y Social de Baleares. Miembro de Economistas Frente a la Crisis Blog: http://carlesmanera.com

1 Comments

  1. Jose Candela Ochotorena el enero 27, 2020 a las 12:29 pm

    Rifkin calcula una posible Crisis financiera a causa de la obsolescencias de los activos de producción, distribución y consumo de los derivados del petróleo, y la enorme capitalización de Aramco parece no avalar la estimación de que estén amortizados. Por otro lado, las estimaciones sobre el precio de las emisiones no indican en qué mercado se ha creado. Parece, al igual que los intangibles del capital intelectual, que la contabilidad ya no puede estimar los valores empresariales, con lo cual hay un signo evidente de caos, entropia, en la actual situación, que no avala la presunción de un capitalismo capaz de reinventarse

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