Los economistas están cambiando horizontes de investigación y de diagnóstico. Generalmente, la disciplina centraba sus esfuerzos –y todavía lo hace– en aspectos relacionados directamente con la economía financiera, las políticas fiscales, los desequilibrios presupuestarios o el empuje o no de estímulos económicos, entre otros ejes de análisis. Todos ellos, sin lugar a dudas, son de gran interés, y nadie sensato puede negarlos. Pero el estado económico y social del mundo está fomentando que las agendas se abran, de forma más holística, hacia derroteros que antaño se consideraban como territorios de la heterodoxia, de la reflexión y el análisis de colegas que se encontraban en los márgenes del sistema: alejados, por tanto, del mainstream que ha otorgado siempre premios, reconocimientos, cátedras y palestras. Pero he aquí que la realidad, tozuda, imperturbable, se va imponiendo. Los datos, apabullantes, contrastados por investigaciones empíricas, ponen sobre el tapete temas que parecían no solo olvidados o vetados, sino poco apetecibles para la economía más convencional. Esto está cambiando de manera relevante.
Los trabajos que se van publicando y divulgando empiezan a hacer mella entre la ciencia económica y, a su vez, impregnan pensamientos y discursos en el ámbito político. Las coordenadas de reflexión se ramifican, con fuerza, hacia otros relatos: el impacto del cambio climático –y los efectos para su mitigación–; la disrupción tecnológica –con la dicotomía entre trabajo humano y robotización–; la importancia crucial de la mujer en el mundo productivo, intelectual y tecnológico; los desequilibrios demográficos; o los procesos acelerados de desigualdad –a pesar de los avances innegables en muchos campos–. La literatura económica es ya abundante en esos temas, y en ellos también intervienen aportaciones consideradas antaño como infrecuentes: las autoridades monetarias se hacen eco de tales problemáticas o de partes de las mismas.
En tal sentido, un libro reciente coordinado por Olivier Blanchard, que fue economista jefe del FMI, y Dani Rodrik, eminente profesor de Harvard, compila un haz compacto de trabajos con firmas insignes (Philippe Aghion –atención a este nombre en las próximas convocatorias a Nobel–, Daron Acemoglu, Larry Summers, Gregory Mankiw, entre otros) cuyas reflexiones giran entorno a un aspecto esencial: el avance de la desigualdad (O. Blanchard-D. Rodrik, directores: Combatiendo la desigualdad, Deusto, Barcelona, 2022). La temática se abordó, igualmente, en el reciente Foro de Davos, el sancta santorum de la narrativa económica convencional, cuyas argumentaciones son trasladables después a todas las esferas del mundo de la economía. Aquí, en este ambiente ortodoxo, se presentó un texto, firmado por grandes empresarios multimillonarios, que se hacían eco de los problemas que se vislumbran tras el imparable avance de la desigualdad, con recomendaciones sorprendentes: esos empresarios reclaman, entre otras cosas, la urgencia en subirles impuestos.
A ellos: tanto en la renta como en el patrimonio (una síntesis apretada en Joaquín Estefanía: “Millonarios patrióticos”, El País, 30 de enero de 2022). Una declaración insólita, que choca de bruces con la persistencia en los recetarios de reducciones tributarias por parte de partidos e instituciones conservadoras. A su vez, los firmantes del texto empresarial inquieren la persecución del fraude fiscal y la necesidad de desvelar los tupidos velos de la evasión tributaria hacia paraísos fiscales, un aspecto central sobre el que Gabriel Zucman ha aportado datos demoledores (La riqueza oculta de las naciones, Pasado&Presente, Barcelona, 2014): en los paraísos fiscales se oculta la exorbitante cifra de 6 billones de euros, que supone un robo a los estados de unos 130.000 millones de euros en impuestos. Este número se asemeja al monto de las partidas Next Generation que va a recibir España en los próximos años. Una magnitud escalofriante.
Las investigaciones coordinadas por Blanchard y Rodrik aglutinan economistas que no se caracterizan, la mayoría de ellos, por sus visiones alternativas; forman parte más bien de ese mainstream académico y político, más rígido y poco proclive a trasiegos ideológicos que no encajen con el liberalismo más férreo. Pero, como decíamos, parten de datos empíricos irrefutables: desde la década de 1980 –con el advenimiento de la era neoliberal– los ingresos del 1% más rico en Estados Unidos han aumentado hasta el 20%, cuando antes ese incremento llegaba al 8%. La pandemia, además, ha acelerado el proceso, toda vez que los diez empresarios más poderosos por su riqueza, en todo el mundo, han duplicado sus fortunas desde 700 mil millones de dólares hasta más de 1,5 billones de dólares, según datos disponibles en el Informe Oxfam-Intermon (https://www.oxfam.org/es/informes/las-desigualdades-matan). Esto ha hecho variar la epistemología económica, sin que podamos adivinar si esa nueva orientación es transitoria o ha llegado para quedarse.
Estos estudios remiten, una vez más, a los desarrollados por Thomas Piketty (su último libro: Una breve historia de la igualdad, Deusto, Madrid, 2022), con una profusión ingente de datos que abrazan una sólida profundidad cronológica. Piketty afirma que, a pesar de las conquistas alcanzadas, la concentración de la riqueza –de renta y patrimonial– se ha acelerado desde la des-regulación de los años 1980. Y urge a adoptar nuevos indicadores para medir la desigualdad en todas sus facetas. Aquí, el economista aboga por indicadores ambientales –propone, incluso, la confección de un indicador sintético– y otros de carácter multidimensional, que complementen aquellos más vinculados a la renta. La virtualidad de este pensamiento radica en su capacidad de ser aplicado, con metodología adecuada, a economías nacionales y regionales, como otra forma de construir nuevas métricas que ayuden a entender, de manera imbricada, el desarrollo de las desigualdades. Los trabajos de Vaclav Smil–tal vez el mayor experto mundial en el mundo de la energía, según la revista Science– enlazan plenamente con esta idea de introducir parámetros físicos en el análisis económico (véase su monumental Energía y civilización. Una historia, Arpa, Barcelona, 2021). Una vez más: la economía, abierta a otras disciplinas.
Porque no puede ser que quienes se aprovechan de las infraestructuras públicas, de la sanidad pública, de la educación pública, del enorme esfuerzo canalizado hacia la investigación y el desarrollo desde el sector público, de la formación de un capital humano generado desde las administraciones públicas, recojan todo ese ingente esfuerzo y trasladen, con una facilidad escandalosa, sus capitales y beneficios hacia territorios que esconden esas sumas para evitar el pago de los impuestos que les corresponden. Mariana Mazzucato (El valor de las cosas, Taurus, Barcelona, 2019) ha expuesto con contundencia el valor de lo público en el crecimiento económico: su noción de las “misiones económicas” parte de la tesis de que, sin apoyo presupuestario público, resulta muy difícil alcanzar objetivos en el mundo privado que redunden en una mayor y mejor redistribución (los ejemplos que pone la autora son abundantes y bien documentados; quizás el más llamativo es el grueso de externalidades positivas que se generaron, en el ámbito privado, a partir de la apuesta pública en Estados Unidos por el proyecto Apolo). Pero, evidentemente, esto comporta la imperiosidad en desarrollar políticas fiscales efectivas.
En esta misma línea interpretativa, Adam Tooze (El apagón. Cómo el coronavirus sacudió la economía mundial, Crítica, Barcelona, 2022) ha subrayado que debe encontrarse la forma de convertir en billones los miles de millones invertidos en I+D y nuevas tecnologías, para construir economías y sociedades más sostenibles y duraderas. La única opción no disponible –señala– es el mantenimiento del statu quo. Todo ello implica otras agendas en política económica: subir los impuestos a las franjas más ricas de la población –patrimonio, renta– (algo que ya se hizo entre 1945 y 1975); una mayor participación de los trabajadores en las políticas empresariales (siguiendo los modelos escandinavo e, incluso, alemán); liderazgos públicos en la dirección de los cambios tecnológicos; estrategias de formación y capacitación del capital humano que pueda ser desplazado de trabajos rutinarios; mayor desarrollo de los sectores cuaternario (I+D+i) y quinario (servicios sin ánimo de lucro) de la economía, diversificando por tanto el conglomerado del sector terciario; revisiones efectivas de las reglas marcadas como intocables por parte de las principales instituciones económicas (pactos de estabilidad, abordaje del problema de la deuda pública, análisis de la evolución de la deuda privada), entre otros elementos que pueden invocarse.
Estos cambios discursivos, que se observan en muchos casos ya más por necesidad del propio sistema económico que por creencias firmes, pasan por convencer a la clase política, como sugiere Steve Keen en un breve y brillante libro (¿Podemos evitar otra crisis financiera?, Capitán Swing, Madrid, 2021), de que no parecen servir ya los consejos de los economistas ortodoxos. Y de que, tal vez, no es descabellado pensar en la adopción de políticas no convencionales, un aspecto que ya se vivió en los años 1930, cuando, según nos explica Zachary D. Carter (El precio de la paz, Paidós, Barcelona, 2021), John Maynard Keynes le exponía al presidente Franklin Delano Rosevelt que muchas de las ideas que emanaban de la Teoría General podían ser consideradas –el propio Keynes lo reconocía– como extrañas. Pero adquirieron cuerpo, potencia y vigorosidad con el New Deal y con las políticas desplegadas desde los acuerdos de Bretton Woods. Los resultados macroeconómicos y de bienestar social fueron espectaculares –los datos al respecto son imbatibles–, abonados, cabe apostillar, por un precio escaso de la energía derivada del petróleo.
La desigualdad se ha convertido en un tema importante, urgente, habida cuenta que está afectando no sólo a países emergentes o poco desarrollados, sino también a las clases media y baja en las naciones más avanzadas. Blanchard y Rodrik postulan que, en esas coordenadas, la función de los gobiernos debe ser clave, una afirmación que resultaría cuando menos esotérica hace apenas unos años. Este reclamo a la intervención pública en economía no puede deslizarse de otros cambios que esa misma narrativa debe interiorizar. La participación de los gobiernos, con sus direcciones y estrategias, en colaboración con otros sectores sociales –patronales, sindicatos, movimientos cívicos–, se debe exigir en tanto y en cuanto, a su vez, se conmine a quienes deben saldar sus impuestos que cumplan con ese compromiso sin artilugios ni pirotecnias contables, ni sociedades intermediadas, ni elusiones tributarias ingenieriles en zonas offshore auspiciadas por los segmentos más ricos de la sociedad, tal y como ha demostrado John Urry (Offshore. La deslocalización de la riqueza, Capitán Swing, Madrid, 2017). Porque sin capacidades recaudatorias no es posible abordar políticas públicas que faculten agendas económicas y sociales. Esto no va tan sólo de espectros ideológicos –derechas, izquierdas–, que también: se adentra en la viabilidad de los Estados para hacer frente a los enormes retos que se tienen en este futuro inestable del capitalismo. Hay dinero suficiente –los multimillonarios lo indican, sin tapujos, en Davos–: se trata de redistribuirlo muchísimo mejor para encarar, entre otros aspectos que aquí se han citado, el grave proceso de la desigualdad.
quizás también pudiésemos analizar como disminuir los procesos que dan lugar a concentraciones de riqueza desorbitadas de unos pocos, a costa de mas y más perdida de riqueza de muchos.
Y quizas tambien analizar la configuracion del espacio politico y sus principales agentes, en la sistematizacion del accionar politico y su real desarrollo en la llamada democracia liberal.