Juan Antonio Fernández Cordón (demógrafo y economista) y Constanza Tobío Soler (Catedrática de Sociología, Universidad Carlos III de Madrid)
Uno de los rasgos que caracterizan la pandemia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2 es el impacto que tiene sobre las personas mayores. A partir de 60 años, la letalidad[1] aumenta significativamente y a partir de 70 años se dispara hasta provocar la muerte de uno de cada cuatro contagiados de más de 80 años[2]. Aunque es cierto que la edad aumenta la vulnerabilidad de las personas y su sensibilidad a los agentes patógenos, los mayores no han sido siempre los peor tratados en epidemias anteriores. La mal llamada “gripe española” de 1918-20, diezmó sobre todo a niños y jóvenes; el SIDA, debido sin duda a sus modalidades de transmisión, afectó principalmente a los adultos jóvenes. Otras crisis, no sanitarias, han afectado también de forma diversa a los diferentes grupos de edad. Por ejemplo, fueron sobre todo los jóvenes las víctimas de la última crisis financiera de 2008 y de los cambios que provocó en el mercado de trabajo, que duran todavía.
En los últimos años, los enemigos del sistema público de pensiones se han apoyado, en su afán de recortar las prestaciones, en lo que llaman equidad o solidaridad generacional. En sustancia, el argumento es que los jóvenes reciben hoy bastante menos que los mayores, a los que se les asegura una pensión considerada demasiado generosa. Estos defensores de la equidad son los mismos que han abogado siempre por una mayor flexibilidad en el mercado de trabajo, facilitando el despido y reduciendo el ámbito de la negociación colectiva, y consiguieron sus objetivos con la reforma laboral de 2012 que, a día de hoy, todavía no ha sido derogada. Esta reforma es una de las principales causas de la precariedad que sufren actualmente los jóvenes, resignados a sueldos de miseria y a la temporalidad como norma. Y los mismos que llevaron a estos jóvenes a la precariedad pretenden ahora favorecerlos, en detrimento de los mayores. Fomentar una guerra entre generaciones es el último recurso al que acuden los que quieren privar a los viejos de la seguridad de sus pensiones.
¿Cómo podríamos invocar hoy este mismo principio de igualdad generacional, ahora frente a una pandemia que se ensaña con las generaciones más antiguas? No tendría ningún sentido poner en balanza la ventaja relativa de los jóvenes frente al coronavirus con el terrible tributo a la muerte que soportan ahora los más mayores. Las generaciones no se confrontan en cada momento. Lo que las separa o las une se inscribe en el transcurrir del tiempo y en su relación con la historia.
Las generaciones se ven afectadas por la situación existente, en función de la edad a la que se enfrentan a los acontecimientos históricos. Así, se confrontan el ciclo vital que cada uno sigue desde su nacimiento hasta la muerte, ritmado por las edades, y la evolución de la sociedad, de la economía, de la ciencia: en una palabra, de la Historia con mayúscula. Es preferible que la pandemia actual no te coja de viejo o que la crisis de 2008 no te hubiera cogido a punto de entrar en el mercado de trabajo. Elegir bien el momento del nacimiento no deja de tener importancia. Esta recomendación imposible, ya que no nacemos, sino que nos nacen, refleja bien la relación entre generaciones y momento histórico. Nuestro ciclo vital tiene una trayectoria natural, ascendente primero, descendente después. Las etapas iniciales de la vida son de descubrimiento y de acumulación progresiva de recursos de todo tipo: habilidades, bienes, relaciones con otras personas, saberes, experiencias. Las últimas etapas son de mantenimiento, de reflexión, de recuerdo. Si, en las primeras, el campo del yo se va abriendo, en las últimas se va cerrando. Ello no es necesariamente negativo: lo que se va perdiendo en extensión, se puede ir ganando en profundidad. Lo que sí se pierde, sin embargo, es fuerza, resistencia y, sobre todo, tiempo restante. También los ciclos históricos pueden seguir, en cierta medida, trayectorias semejantes. Hay momentos de construcción, de expansión; otros de cierre, de temor, de retroceso. No es lo mismo vivir unos u otros siendo jóvenes o viejos. Pero la pandemia actual viene a recordarnos que una generación no culmina su historia hasta la muerte.
Los que hoy tienen más de 65 años, los que más sufren del nuevo virus, nacieron entre aproximadamente 1920 y 1955. Los más viejos escaparon por los pelos a la pandemia anterior más parecida a la actual. Los más jóvenes nacieron al inicio del baby-boom español y escaparon a lo peor de la larga posguerra española. En el 75, a la muerte del dictador, tenían entre 20 y 55 años. Para la mayoría, sobre todo para los que hoy tienen menos de 80 años, el cambio de régimen, la vuelta a la democracia, fue el gran acontecimiento de sus vidas: son la generación de la transición. Su desarrollo vital coincide con la maduración de la nueva democracia. Se trata de una generación que se ha calificado con frecuencia de privilegiada. A lo largo de la vida, su horizonte histórico se fue ensanchando, como si fuera por efecto de su acción. Llegaron a la democracia como adultos jóvenes ocupando posiciones sociales cada vez más llenas de posibilidades y realidades. Se convirtieron en ciudadanos y ciudadanas europeas, se hicieron más cultos y más ricos que los de la generación anterior. Y así fueron llegando a la edad de la jubilación.
La Gran Recesión echó por tierra la idea de una progresión ilimitada. Se empezó a mirar a los mayores como sospechosos de ser demasiados, de vivir demasiado, de querer demasiado, a pesar de la modestia de sus pensiones. Sospechosos también porque la movilidad intergeneracional que ellos experimentaron no se reprodujera con las generaciones más jóvenes. Ellos fueron, seguramente, los primeros sorprendidos. A lo largo de los años, las puertas se habían ido abriendo a su paso y proyectaban un futuro similar para su descendencia. Poco a poco empezaron a hacer números y a comprender algunas cosas, como que sus aportaciones pasadas darían más que suficientemente para sufragar el coste de sus últimos años de vida. Pero no les resultaba fácil hacerse oír. Al final, se echaron a la calle y algo han conseguido. Después del desastre de 2008, les llega el segundo shock. Cuando pensaban, como el resto del mundo, que las epidemias eran cosa de la Edad Media o de la ciencia ficción, llega el coronavirus de la forma más imprevista, aunque, en realidad, algunos científicos, epidemiólogos o líderes mundiales ya habían advertido de este tipo de peligro, pero con escaso eco. El shock es para todos, pero más para los mayores. Primero, porque los jóvenes se contagian, pero en la mayoría de los casos no contraen la enfermedad o la pasan con síntomas leves. Segundo, porque la generación de la transición, que hasta ahora había vivido en virtuosa armonía con su tiempo histórico, asiste asombrada a la amenaza directa del virus y a la parada en seco de la actividad. La epidemia les azota con crueldad en el peor momento posible, cuando ya no tienen la fuerza ni la autonomía de antes y avanzan irremediablemente hacia el fin, como el mundo de ayer.
Los que superan los 80 años, de los que uno de cada cuatro contagiados por coronavirus muere después de pasar por tratamientos largos y dolorosos, estuvieron marcados por la guerra, como niños y algunos hasta como combatientes casi adolescentes, y sobre todo por la inmisericorde posguerra. Se formaron en el más rancio nacionalcatolicismo e iniciaron sus vidas de adulto antes de que, a partir de 1958, el régimen franquista optara por introducir reformas liberales en la economía. El final de la dictadura y, sobre todo, a partir de los ochenta, la puesta en marcha de nuestro estado del bienestar y el desarrollo moderno de nuestra economía les pilla ya maduros (entre 35 y 55 años en 1975) con la vida marcada por el franquismo. Aunque no se benefician plenamente del cambio, son, tal vez los que mejor pueden apreciar la recuperación de las libertades porque conocieron en carne propia la opresión anterior. Llegarán a jubilarse, a partir de finales del siglo pasado, con pensiones escuálidas, actualmente muy por debajo de la media. Desde ese retiro han podido ver como sus hijos y sus nietos recibían una educación a la que ellos no pudieron acceder, compraban pisos y coches, como los ricos de su juventud, y llegaron a creer que el progreso era para siempre. Que sus nietos vivirían mejor que sus padres y que tendrían a su vez hijos que vivirían mejor que ellos. Por desgracia, tuvieron tiempo de ver que la realidad se iba progresivamente apartando de ese guion: los más jóvenes se enfrentaban a cada vez más dificultades para salir de casa de sus padres, porque el precio de la vivienda se disparaba y el trabajo se degradaba (se inventó entonces la palabra mileurista).
La crisis de 2008 les afectó menos que a los demás y sobre todo menos que a los jóvenes, porque siguieron recibiendo su paguita fija, y eso se lo reprocharon los economistas neoliberales en nombre de la solidaridad generacional. Pero ellos la ejercían. En muchas casas destrozadas por el paro, la pensión del abuelo pasó a ser el único o el principal ingreso del que dependían hijos y nietos. Así, al contrario de la generación de la transición, este grupo marcado por la posguerra representa una generación de supervivientes, siempre a contracorriente de la Historia. Llegaron demasiado tarde en sus vidas para beneficiarse plenamente del retorno de la democracia y demasiado pronto a la jubilación, con un sistema de pensiones insuficientemente desarrollado. Cuando pudieron gozar de tiempo y de los viajes del IMSERSO, tuvieron que ayudar a sus nietos. Y cuando se adentraron en el tramo final de sus vidas, muchos fueron aparcados en residencias organizadas para dar beneficios más que para cuidar, donde les sorprendió y les diezmó una pandemia que venía de fuera y que nadie supo prevenir.
Sí. Es importante cuando se nace porque condiciona en buena medida todas las etapas de nuestra vida. Cada acontecimiento, favorable o desfavorable, afecta de forma desigual a las personas según el momento vital por el que pasan, o sea su generación. Algunas circunstancias exigen respuestas orientadas a grupos de edad concretos. Por ejemplo, es necesario desarrollar una política integrada para mejorar la inserción social y la situación de los jóvenes que, desde hace años, dejan mucho que desear en este país. La pandemia no les está afectando demasiado en lo sanitario, pero sí lo harán los efectos que tendrá sobre la economía. Probablemente, se intensificarán los factores que ya anunciaban un futuro problemático hecho de trabajos intermitentes, de dificultades de vivienda y culminado por jubilaciones míseras. Pero lo no ocurrido no está escrito. Es también la generación que puede y debe protagonizar un cambio radical en nuestro estilo de vida, impulsar el fin de la preeminencia de lo económico y del beneficio, restablecer el equilibrio con una naturaleza exhausta y recuperar el valor de lo colectivo, de lo público, que se ha revelado tan importante en esta crisis sanitaria y económica.
Es un error enfrentar las generaciones entre ellas, sobre todo si la motivación es pasar a recortar las pensiones de los mayores una vez recortados los sueldos de los más jóvenes. La solidaridad es transversal y de base social. Es necesario impulsar la igualdad y que sean los que más tienen quienes financien el apoyo a los que menos tienen, sin consideración de edades o de generaciones. Se ha querido impulsar un resentimiento hacia la generación de la transición, considerada privilegiada en todo, oponiéndola a la de sus hijos y nietos, con menos oportunidades. Se olvida que, globalmente, el mundo de los hijos es más rico que el de los padres y que si los primeros no viven mejor es porque la riqueza está ahora más desigualmente repartida.
La historia de las generaciones refleja las modalidades concretas según las cuales los individuos crean la Historia y se insertan en ella. Pueden ser muy diferentes, pero la solidaridad solo se puede concebir como un proceso hacia una mayor igualdad social en un momento dado. Aunque haber nacido en un año o en otro tiene una gran importancia, son más determinantes las desigualdades en el seno de cada generación y son las que realmente justifican las políticas solidarias.
Terminemos recordando una obviedad: que la historia de una generación no concluye hasta el final. A la generación de la transición le toca ahora lidiar con el horror del virus en primera línea. A ella pertenecen buena parte de los fallecidos y de los que pasan por la UCI. Esa misma generación a la que algunos querían castigar por su buena fortuna anterior.
[1] Fallecidos de una cierta edad por cada cien casos confirmados de esa edad (con datos acumulados hasta una fecha dada)
[2] Datos consolidados a las 21 horas del 18 de abril, 2020, publicados por el Ministerio de Sanidad https://www.mscbs.gob.es/en/profesionales/saludPublica/ccayes/alertasActual/nCov-China/documentos/Actualizacion_80_COVID-19.pdf
En definitiva EDUCACIÓN en la historia y SOLIDARIDAD INTERGENERACIONAL.
La democracia trajo a España la educación para todos. Un logro mayor que, por desgracia, nuestro sistema económico no ha sabido aprovechar del todo. Así encontramos a universitarios trabajando de cajero de supermercado o contribuyendo a la riqueza … de los alemanes. La solidaridad es lo que permite que los que no pueden valerse por sí mismos, los niños, los más jóvenes, los viejos, los impedidos, puedan sobrevivir con dignidad.
Magnifico artículo. Qué pena que no vaya a tener la divulgación que se merece. Gracias por demostrar la calidad humana y literaria en esta estupenda descripción de la generación más afectada por el coronavirus.
Catalina. Gracias por su amabilísimo comentario.