Aprendiendo de la Gran Recesión en tiempos de pandemia
La idea de partida es concreta, seguramente compartida: la economía debería servir para alcanzar el bienestar de las personas. Pero desde 2010 –en la cúspide de la Gran Recesión–, con las políticas de austeridad aplicadas, los correctivos precarizaron la población, recortaron servicios sociales y se abandonaron los colectivos más vulnerables, atacando al mismo tiempo las denominadas clases medias. Una noción de bienestar un tanto peculiar. Seguimos con otra premisa básica: es difícil crecer sin apenas demanda. Las reducciones de plantillas, las pérdidas salariales, el mantenimiento de un paro tan elevado, congelan la capacidad del consumo y la confianza de la población. El signo más preocupante: la deflación (entorno al 0,24% ahora mismo, en la Unión Europea, un estado anémico), proceso que denota la falta de crédito, de inversión (sobre todo de las pymes) y de poder de compra. Este problema ya llamó la atención de los dirigentes económicos: en una reunión en Sidney por parte del G 20, en 2014, se pactó un documento para llegar a un crecimiento económico del 2% del PIB hasta 2020: 1,5 billones de euros. Se pidió estimular el empleo y mejorar el comercio, de lo que se deduce que se debía activar también la producción. Para España, la aplicación de una política de estímulos hubiera supuesto aumentar el PIB un 0,4% más por encima del crecimiento ya previsto, dato que fue rubricado incluso por el FMI, que llegó a especificar una mejoría factible para España del 0,8% para 2015 y años siguientes. Todo, recuérdese, si se hubiesen activado esas medidas tendentes a obtener más crecimiento, cosa que no se hizo[1].
Ahora bien, después de retirar todos los estímulos desde mayo de 2010, de aplicar políticas de restricción presupuestaria, de predicar las bondades del equilibrio, de negar la existencia de ciclos en la economía, el resultado fue desolador: las cifras de Eurostat patentizaron que la eurozona estaba a las puertas de una nueva recesión, con comportamientos dispares. En efecto, Alemania repuntaba, pero sin la fuerza motriz para tirar de todos los vagones. Los sacrificios de Gran Bretaña no resultaron eficaces para salir de la crisis, y el país se adentró en una nueva fase contractiva que, además, pasó factura al primer ministro. Francia no resurgió, a pesar de los estrictos ajustes presupuestarios, con expectativas poco claras. En paralelo, el sur de Europa desmanteló de manera gradual pero firme los grandes resortes de la economía pública, sin apenas garantías de un horizonte más despejado.
La estrategia de la austeridad, que algunos economistas invocan en plena pandemia para criticar los proyectos de inversión y las medidas monetarias del BCE, no va a corregir todos los desequilibrios que se están produciendo. Las cuentas públicas deben sanearse, no cabe duda; y urge explorar de forma convincente mayores grados de eficiencia en las administraciones públicas. Pero todo eso no puede hacerse con un calendario rígido, tan poco sometido a la realidad del ciclo económico, como si éste no existiera. Los recordatorios apocalípticos que se están divulgando, producto de los incrementos de la deuda y del déficit, son los argumentos de siempre para situar a la economía en un área de confort determinada, que no resuelve la durísima realidad de la mayoría de la población. Estamos ante un mainstream ciego, sordo y obstinado en seguir cometiendo los errores de siempre, contrastados por los datos empíricos.
Pero otra percepción está calando incluso en palestras significativas del neoliberalismo económico. Lo advirtió en su momento un editorial demoledor de The New York Times, del 13 de abril de 2012; el rotativo, muy crítico con el posicionamiento alemán, advertía en ese momento que la austeridad no estaba funcionando en ningún lugar. The Economist, nada sospechoso de postulados socialdemócratas, se hacía eco, a principios de abril de 2013, de argumentos parecidos, subrayando que los “duros presupuestos” marcaban objetivos inalcanzables en la resolución del déficit público, si no se activaban políticas de estímulo del crecimiento económico. El daño sería menor –y cito textualmente–, “si se aplicara una mayor flexibilidad, más inversiones y una obsesión más baja por la aritmética del déficit”. Pero hace escasos meses, en 2019, el Financial Times abría un editorial ilustrativo: “Capitalism: time for a reset”, en el que se podía leer: “El modelo capitalista liberal ha brindado paz, prosperidad y progreso tecnológico durante los últimos cincuenta años (…) Pero en la década posterior a la crisis financiera mundial, el modelo está en cuestión, principalmente por centrarse en maximizar las ganancias y el valor de los accionistas (…) Es la hora de un reinicio”. Y la Business Roundtable, plataforma que reúne a 200 grandes empresas de Estados Unidos, emitía un comunicado en el que se propone redefinir los objetivos corporativos y abogaba por abandonar el dogma de que el interés del accionista debe prevalecer sobre cualquier otro. Se propone situar al accionista al mismo nivel que los trabajadores, los clientes, los proveedores y las comunidades. Fisuras en ese mainstream. Pero perseverancia por parte de miembros insignes –y otros no tanto– del mismo para seguir con los recetarios fallidos.
En efecto, los próceres de la austeridad insisten, y nos obsequian con nuevas propuestas, centradas en un equilibrio presupuestario que, según pregonan, aflorará el crecimiento. Pero el problema, la gran dificultad de la recuperación económica, no van a ser ya la deuda pública o el déficit público, como decíamos antes. Va a ser la falta de pulsión económica: la ausencia de crecimiento. Durísimas cirugías presupuestarias y crediticias no resolverían ahora absolutamente nada, tal y como se demostró durante la Gran Recesión. Los problemas de crecimiento tienen relación directa con los modelos de desarrollo de las diferentes economías. Aquí, el corto plazo suele dominar muchas estrategias, y el auxilio público ha sido, durante mucho tiempo, una muleta cómoda a la que asirse ante los embates del mercado. El laissez-faire en estado puro no funciona. Cambiar un modelo de crecimiento, que constituye el meollo de la crisis que estamos viviendo, debe hacerse con el empuje de los empresarios: esos que Charles Kindlergberger calificaba como del valor añadido, o sea, los que suman innovación y riesgo a la incertidumbre y miran el horizonte, en vez de acomodarse a la celeridad del beneficio inmediato, más propio de especuladores. Pero ahí también debe intervenir el compromiso de la administración pública: el Estado emprendedor –como defiende Mariana Mazucatto–, desprovisto de toda ingenuidad. Porque la situación es esta: tenemos una gran bolsa de parados de difícil ubicación incluso en los mismos sectores de los que provienen (sea la construcción o determinados servicios). A su vez, somos conscientes de que los desarrollos exponenciales de sectores intensivos en fuerza laboral son irrepetibles, a riesgo de que volvamos a cargar en exceso la oferta. La economía debe salir del lecho: urgen sinergias públicas y privadas e inyectar sangre nueva al sistema a través de los bancos centrales, que deben ayudar a transferir crédito. Se está haciendo ahora. Las deudas se irán pagando; los déficits, corrigiendo. Pero con un enfermo en la UVI bajo sangrías recurrentes, no hay nada que hacer.
El nuevo desarrollo pasa, pues, por repensar pautas de crecimiento que sean plausibles, que miren plazos medios y largos, pero que no eludan los más inmediatos. Todo esto no puede hacerlo sólo el mercado, de manera que el concurso público es crucial. Pero éste no es factible si las coordenadas están regidas por la austeridad a ultranza y la obsesión por concretar unos ajustes que infringen un padecimiento extremo e innecesario a la población. Los resultados demuestran que esta vía de salida de la crisis no ha sido ni sería la adecuada, toda vez que nos llevaría de cabeza a una gran depresión en el momento en que todas las redes de protección social se rompan. Una depresión económica que corroe conciencias y actitudes y que ha instalado un sentido negativo a muchas facetas de la vida cotidiana. Como indica Daniel Kahneman, estos estados de incertidumbre alimentan emociones como el miedo, el odio y los comportamientos irracionales. Y el avance de populismos de extrema derecha.
Se escuchan con asiduidad voces que abogan por equilibrar las cuentas públicas, y después vendrá el crecimiento. Es decir: si se corrige el déficit todo se encaminará en una senda de recuperación; pero no parece sensato seguirlas. Persistir en esta coyuntura en la idea de recortar el déficit, cueste lo que cueste, tiene, en efecto, un enorme pasivo: las personas, gentes que no tienen porqué entender los tecnicismos que manejamos economistas y políticos, y que pueden ver con preocupación cómo se seccionan servicios sociales que se consideraban intocables y universales. No estamos sólo ante una crisis de la deuda, ni ante una crisis del déficit. Esta es una recesión de carácter sistémico, con distintas aristas y con múltiples contradicciones internas. Que lo que vivimos con la Gran Recesión nos sirva para no cometer los errores que se dieron, infringiendo dolor y desazón a miles de personas. Aprendamos de eso para no repetirlo.
[1] Fondo Monetario Internacional, Global Prospects and Policy Challenges. Meetings of G-20 Finance Ministers and Central Bank Governors, febrero de 2014; consúltese el documento en: http://www.imf.org/external/np/g20/pdf/2014/021914.pdf.
Lo que me gustaría saber es quién ha escrito el articulo, si el político o el economista. ¿O ambos son inseparables?
Desde mi experiencia como responsable de una pequeña empresa del sector industrial, un empresario tiene que asumir que es solo suya la responsabilidad de adquirir los conocimientos y habilidades necesarias para conseguir hacer rentable una empresa pero siendo obvio que esa rentabilidad está directamente relacionada con el entorno socioeconómico, hay factores que lastran mucho la probabilidad de conseguirla.
En mi opinión, si conseguir un índice de empleo suficientemente alto y con unas condiciones suficientemente estables y de calidad, es el principal motor de la economía, lo que me dice mi experiencia es que el principal obstáculo para conseguirlo es el alto coste de los impuestos que van ligados a los salarios como la Seguridad Social y el Irpf ligados a la empresa. Ambos representan en torno al 25-30% del coste de un trabajador sin mencionar el coste de cierre den contrato. Si estos costes se redujesen de forma sustancial se conseguiría eliminar las resistencias actuales a la contratación de trabajadores, y a su vez la estabilidad de la situación económica de estos, permitiría estimular la economía. Por supuesto pasando por buscar una solución para mantener los derechos del trabajador ante una situación de pérdida del puesto de trabajo.